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sábado, 22 de noviembre de 2014

LA INTERPRETACIÓN DEL ASESINATO: Freud en Nueva York


       El empleo de un hecho histórico como punto de partida para un relato de ficción no es cosa nueva. Así, a bote pronto, me vienen a la mente la magistral Los crímenes de Oxford de Guillermo Martínez —donde la figura del matemático Arthur Seldom se ve envuelta en una trama policiaca muy ingeniosa—; la excesivamente meticulosa El alienista de Caleb Carr —ambientada en el Nueva York de finales del siglo XIX y con un Theodore Roosevelt ejerciendo como director de la policía local—; la demasiado lenta y aburrida (¡es lo peor que se puede decir de una novela policiaca!) El club Dante de Matthew Pearl —localizada en torno a la Universidad de Harvard tras la Guerra Civil estadounidense y con los poetas Longfellow y Wendell Holmes como piedras angulares de la trama—; o La sombra de Poe, también de Pearl, y que nadie me ha recomendado y, por tanto, no he leído. 
       La interpretación del asesinato de Jed Rubenfeld toma como referencia el único viaje realizado por Sigmund Freud a los Estados Unidos, concretamente a Nueva York, en 1909; y la animadversión posterior que el padre del psicoanálisis mostraría hacia los norteamericanos (a los que calificaba de “esos salvajes”).
    Tomando este hecho histórico como excusa, Rubenfeld construye, valiéndose de una prosa funcional y directa, una novela cuyo principal cometido es conseguir que el lector disfrute: y eso lo logra con creces. No obstante, se aprecian rasgos que denotan la falta (por el momento) de un mayor dominio del arte narrativo: por ejemplo, la alternancia en el empleo de la primera persona y la tercera; incluso se pueden localizar errores de bulto en la traducción (ahí el fallo no es de Rubenfeld), como algún laísmo chirriante y ofensivo.
      Su medio millar de páginas se lee con deleite e interés: el brutal asesinato de una joven y el posterior intento de acabar con la vida de otra hacen que el propio Freud se interese por estos hechos. Sesiones de psicoanálisis, relaciones tensas y extrañas entre Freud y su discípulo Jung —que lo acompaña—; crímenes y actos recubiertos con tintes sadomasoquistas; el afán de un sector de la sociedad neoyorquina por evitar el afianzamiento de las teorías psicoanalíticas; el levantamiento del famoso puente de Manhattan y la construcción de la que estaba llamada a convertirse en la “capital del mundo”; interpretaciones del Hamlet shakesperiano a través del psicoanálisis; pasadizos secretos y cadáveres fugitivos; un giro final inesperado que recuerda (otro tanto a su favor) a las viejas novelas, y ahora reeditadas, protagonizadas por Arsenio Lupin: donde nada es lo que parece; y, desde luego, mucha acción y mucho suspense son los ingredientes de esta novela que, lejos de ser una pieza maestra del género, sí se muestra como una obra digna e interesante cuya lectura puede proporcionar muchos momentos de placer —junto a un confortable y cálido hogar— ahora que el mal tiempo muestra sus fauces.

Jed Rubenfeld,

La interpretación del asesinato, 

Editorial Anagrama, 2007. 538 páginas.

    

sábado, 15 de noviembre de 2014

¿A QUIÉN DEMONIOS LE IMPORTA EL CUADRO?


      Todas las ideas nacen de la observación. En primer lugar, aprehendemos una realidad y más tarde procedemos a extraer ideas, teorías, dudas, hipótesis a partir de dicha realidad.
       Hace ya un tiempo que —tras observar algunas acciones del ser humano— me va dando vueltas una teoría que me gustaría compartir con vosotros. Como todas las teorías estoy seguro de que tendrá sus defensores y también sus detractores. Tampoco importa mucho si unos son mayores en número que los otros, o viceversa. Digamos, para no motivar ninguna discusión, que lo que viene a continuación es una reflexión que quizás tuvo que quedarse en el interior de mi magín y que, sin embargo, comparto con vosotros.
      El desencadenante llegó el sábado 11 de octubre de 2014 cuando, tras abrir el diario El País por la página 40 me topé con la fotografía que aquí debajo reproduzco.
 

     La imagen me impactó: decenas de cabezas y decenas de teléfonos móviles y cámaras fotográficas apuntando hacia la figura impertérrita de La Mona Lisa. Y la idea que durante mucho tiempo había estado dando tumbos en mi cabeza surgió de golpe al contemplar la imagen: ¿a quién demonios le importa el cuadro?
      A mí me parece que hoy en día la gente no va a los museos para ver cuadros (u otros objetos de arte que allí suele haber); la gente acude a los museos no para contemplar cuadros, sino para que los demás sepan que han visitado el museo. ¿Por qué, si no, esa necesidad de comunicarlo, de darlo a conocer, de fotografiar sin cesar? Y lo que es más importante: de enviar la imagen a los conocidos.
    He acudido en mi vida a muchos museos, y en todos ellos he adquirido el catálogo correspondiente: quizás no vuelva a ir a ninguno de ellos puesto que puedo contemplar con más detenimiento y más tranquilamente los cuadros en los catálogos, sentado ante la mesa de mi despacho, sin interferencias. ¿O acaso los señores que se amontonan para sacar fotos a La Gioconda (no para contemplarla) la ven mejor que yo en mi casa, con el libro sobre la mesa, con la posibilidad incluso de usar una lupa para advertir mejor ciertos detalles?
      Es un hecho que cada vez se va acentuando más: la gente no quiere viajar, desea llegar a los sitios (que no es lo mismo) y, sobre todo, desea que los demás sepan que ha ido a esos sitios. Me viene a la memoria un fragmento del primer libro de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, donde el narrador se recrea en el viaje (no en el destino); me viene a la memoria la sentencia de Blaise Pascal en torno a la importancia de la caza frente a la de la presa.
      Volvamos a los museos: me pongo a sacar cuentas y los números no cuadran. Me informo de que el Museo del Prado recibió el año pasado casi tres millones de visitas (un poco menos que el Reina Sofía, que llegó a los 3,18 millones). Me comenta una amiga que las salas de conciertos están a rebosar, que no cabe un alma en una representación operística, que se forman colas en los teatros… Y no puedo dejar de preguntarme: ¿dónde se mete luego toda esta gente tan culta? O quizás sea una cultura que da la espalda a otros objetos culturales, es decir: ¿cómo es posible que los índices de lectura en este país estén como hace treinta años habiendo treinta veces más universitarios?

      Y recupero mi tesis para concluir este artículo: lo importante no es hacerlo, sino que los demás sepan que lo has hecho. Como sucedía con aquella historia, cuento o leyenda en torno a Ava Gardner y Luis Miguel Dominguín: ¿de qué sirve acostarse con alguien como Ava Gardner, si no lo va a saber nadie?

domingo, 9 de noviembre de 2014

EL MUSEO LEÍDO: el pincel y la pluma

     El volumen que aquí comentamos es una apuesta cuanto menos arriesgada: no corren tiempos propicios para el disfrute de la lectura reposada, para el paso lento y reflexivo de las páginas. En ese sentido el planteamiento de los dos editores, Catalán y Ros, —ambos filósofos, ambos profesores universitarios— tiene un atractivo rasgo de rebeldía bajo un envoltorio pulcramente burgués y acomodado. A la manera de Chesterton: son los ortodoxos quienes rompen con las reglas, los auténticos rebeldes, en un tiempo donde lo común, lo anodinamente aburrido es la heterodoxia continua.

        Nos proponen los autores de la antología el recorrido por una galería de arte, y también por una historia del pensamiento. La obra está compuesta por veinticuatro reproducciones pictóricas que van desde Brueghel hasta Bacon, pasando por Velázquez, Giotto, Vermeer, Magritte o Goya; junto a estas pinturas, apoyándolas, alzándolas desde la incomprensión (a veces), hundiéndolas mediante la más directa de las críticas negativas (otras veces), apuntalándolas con espléndidos enunciados, los editores han colocado otros tantos textos provenientes de filósofos, historiadores, poetas o novelistas —desde un hermosísimo y transparente poema de W. H. Auden hasta la prosa voluptuosa de Severo Sarduy, pasando por Proust, Sebald, Baudelaire, José Ángel Valente u Octavio Paz—. Confieso mi error al iniciar la lectura del libro saltándome el prólogo. Que el futuro lector no tropiece en esa piedra. Las escasas cinco páginas iniciales son imprescindibles no sólo por la claridad de las ideas expuestas —merced a una elaborada prosa que debería figurar en todos los manuales de estilo—, sino, y sobre todo, porque evitaría al lector demasiado “listo” caer en errores de bulto. Como afirman Catalán y Ros, el orden de lectura es importante. Uno tiende a pensar que la reproducción pictórica en la página par y el texto en la impar —enfrentados entre sí— ayudaría a una mejor interpretación de las imágenes; pero anda muy equivocado, porque los autores pretenden que nos sumerjamos en este museo impreso como simples visitantes, meros observadores de unos lienzos de los que luego —con ellos fuera de la vista— obtendremos una interpretación (una, no la definitiva) que nos obligará a desandar el camino, a observar el cuadro con otros ojos ya menos inocentes. Un ejemplo magistral es la reproducción de La instrucción paterna de Terboch, glosado por el filósofo Richard Wollheim: lo que en un primer momento parece un padre amonestando a su hija ante la actitud indiferente de la madre se convierte, tras la lectura, en una prostituta negociando el precio con un futuro cliente ante el silencio de (suponemos) la madama.

       Gozosa experiencia, pues, la lectura de un volumen que debe convertirse en libro de cabecera, de los que apetece abrir y degustar frente a la avalancha de lo que ya convendría ir denominando como fast-literatura. Cuando obras maestras de la pintura se conjugan con la belleza de los vocablos y la maestría del estilo, es fácil llegar a la conclusión de Kandinski: «Toda expresión artística tiende a la musicalidad»; una satisfacción para la vista y para el oído.


Miguel Catalán y Fernando Ros (eds.),

El museo leído,

Institució Alfons El Magnànim, Valencia, 2009. 155 páginas.


sábado, 1 de noviembre de 2014

EL FARO DE UMSSOLA: relatos inquietantes.

      Lo grandioso de la literatura es que ofrece un abanico tan enorme de gusto y posibilidades que difícilmente alguien podrá sentirse defraudado. Confieso que me acerqué a El faro de Umssola y otros cuentos subterráneos con cierto recelo: desconocía todo sobre la autora; tiendo a desconfiar de los libros de relatos (que muchas veces son cajones de sastre y desastres). Ahora, cuando después de un par de tardes de intensa lectura cierro el volumen, termino concluyendo que las propuestas de Anamaría Tríllo son realmente notables. 
    El volumen está formado por cinco relatos escritos todos ellos con una prosa cuidada y detallista en la que se observa, con gratitud, que la autora ha intentado colmarla de estilo y de amor. A estas alturas de la película ( mi vida) me siento capaz de apreciar al autor que ha preferido volcarse en la utilidad (que también es estimable) o, por el contrario, ha ido un paso más allá, buscando un cierto rasgo de estilo, un cuidado exquisito en el empleo de las palabas conviertiendo a estas no en meros signos que sustituyen realidades, sino en algo más. Es decir, Anamaría Trillo ha concordado forma y fondo; y cierto es que en algunos pasajes de algunos relatos la vena lírica (pues es este género el que más entrelaza contenido y continente lingüísticos) te salta a los ojos y te alegra la inteligencia.
    Dos rasgos unen y cohesionan todas las narraciones del volumen: el hecho de estar escritos, los cinco, en primera persona; y el hecho, no menos importante, de que todos ellos versan sobre la confluencia de realidad y ficción lo que dota al conjunto de cierta unidad de perspectiva.
    «El faro de Umssola», el primer relato, es un sabio ejercicio en torno a la realidad y la apariencia, con un final arquetípico de relato fantástico.
    «Y ella dijo “ven”» se emparenta con el primero por el ambiente marino de ambos y también por la relación entre fantasía y realidad, con un final que rompe, no obstante, la verosimilitud ficcional y los cánones ortodoxos del género (¿quién escribe y el relato y cuándo?).
   «A tumba abierta» es, desde mi gusto, el más débil de la serie pues no acaba de ubicarte temporalmente —ha de llegar un dato externo (la inscripción de una lápida) para revelarte que el relato se desarrola a comienzos del siglo XX— y, además, la historia parece un mero chiste alargado, con un desenlace que, para más inri, no me ha hecho reír. Los momentos fantásticos o fantasmagóricos realzan el conjunto pero no acaban de redondearlo, quizás esa debió de haber sido la línea del relato, pero la autora obtó por otra más sencilla… Una lástima.
    «Donde empiezan las circunferencias» tiene todo el aspecto de relato cortaziano, con realidades paralelas y distantes que terminan confundiéndose, redactado con un estilo que te sumerge en los sueños del protagonista. Un placer y un golpe de calidad tras la sensación agridulce del anterior cuento.
    Cierra el libro «Conducir por la noche» donde la voz del narrador es cínica y desencantada y lo convierte en un héroe al modo de Woody Allen: el antihéroe sobre el que recae nuestro aprecio. El personaje es tan sumamente gilipollas que no puedes dejar de apreciarlo. Un buen final para un libro realmente notable que nos muestra una autora (que también es poeta) a descubrir.

     Esperemos que Anamaría Trillo se prodigue más a partir de ahora y nos continúe regalando con más rasgos de buen hacer y de gusto por la escritura. Lo esperamos por el bien de ella, claro, y también por el bien nuestro.




Anamaría Trillo,
El faro de Umssola y otros cuentos subterráneos,
 Ed. Playa de Ákaba, Madrid, 85 páginas.