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sábado, 9 de noviembre de 2019

Máquinas como yo


 En su decimoquinta novela, Ian McEwan nos invita a un mundo alternativo donde humanos y androides comparten vicios y virtudes.

HOMBRES Y MÁQUINAS

      Tras el tour de force que supuso Cáscara de nuez (2016), donde Ian McEwan (Reino Unido, 1948) rizaba el rizo al utilizar como narrador a un feto que nos relataba todo lo que escuchaba desde el interior del vientre de su madre, el escritor británico nos propone una novela de estilo más clásico, de narración lineal y sin triples saltos mortales; pero donde esta sencillez formal no va en detrimento de una profundidad de ideas. Máquinas como yo es la crónica de Charlie y de su nueva adquisición: Adán, uno de los primeros seres humanos sintéticos; es decir, un androide que puede pasar perfectamente por un ser humano, como sucede en un gracioso momento de la novela. No es nada nuevo, ni en la literatura ni en la vida: desde los autómatas del siglo XVIII hasta los replicantes de Philip K. Dirk (y Riddley Scott), el ser humano ha invertido parte de su tiempo y de su conocimiento en la creación de máquinas semejantes a nosotros, capaces de emularnos en lo mejor y en lo peor.


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    Como McEwan es un autor al que le gusta el juego, no puede contenerse e  inventa una realidad paralela: Alan Turning, el genio matemático que descifró Enigma durante la II Guerra Mundial, no se ha suicidado en 1954 y sus avances en el campo de los logaritmos han adelantado nuestro mundo del siglo XXI hasta el primer lustro de la década de 1980, donde ya existen teléfonos móviles, ordenadores con conexión a Internet y todos los avances tecnológicos de los que gozamos (o sufrimos) ahora. Además, se toma la libertad de narrarnos la derrota del Reino Unido en la guerra de las Malvinas y, como consecuencia de ello, la derrota electoral de Margaret Thatcher. ¿Una distopía? No exactamente. Más bien un tiempo alternativo, una realidad que no existió, pero que pudo existir. Dados unos hechos históricos, privilegio del novelista es inventar unos nuevos o, al menos, reinventar los viejos o reubicarlos en otro lugar o en otro tiempo.




    Sin embargo, Máquinas como yo no llega a la altura de Amsterdam (1998), ni a la de ese prodigio que es Expiación (2001) que es, para quien esto firma, una de las mejores novelas de los últimos 25 años; pero es bastante superior a otras propuestas como Amor perdurable (1997) o La ley del menor (2014). Y ello es así porque, Máquinas como yo nos parece una novela descompensada, con errores de equilibrio, como si el propio autor se hubiera cansado de su historia: se muestra lento e incluso bastante reiterativo en algunos momentos del relato, sorprendiendo con un final rapidísimo y sintetizado que se acelera en las últimas veinte páginas tras más de trescientas de pormenorizada y puntillosa narración.

     En Máquinas como yo, asistimos a la relación compleja que surge entre Adán, Charlie y Miranda, la joven novia de este último, de la que terminará enamorándose el androide. Este es el punto de partida. A partir de ahí, McEwan acumula otros temas que dotan de mayor enjundia el argumento: una violación (o quizá dos), un intento de adopción, una mentira que significará un nuevo giro en la trama.  Todo ello sin eludir las preguntas que nuestro mundo continúa haciéndose: ¿hasta dónde llega el límite entre la verdad y la mentira?, ¿puede la verdad ser un arma peligrosa, y la mentira un bálsamo?, ¿qué marca la diferencia entre un hombre y una máquina?, ¿la bondad de un fin justifica el uso de medios deleznables?, ¿qué nos define como seres humanos?


Máquinas como yo, Ian McEwan,
Editorial Anagrama, Barcelona, 2019. 355 páginas.