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domingo, 21 de diciembre de 2014

BREVÍSIMA HISTORIA DE LA NOVELA DE MISTERIO (VIII)

LA PERVIVENCIA DE LA NOVELA-ENIGMA HASTA 1970.


           Junto a los tres clásicos ya desarrollados en la entrada anterior, muchísimos autores continuaron produciendo obras constreñidas a los postulados de la novela-problema. Citarlos todos sobrepasaría los límites de este artículo, por lo que nombraremos aquellos doce (el número no es simbólico, sino mero azar) que, a nuestro entender, mantuvieron un nivel notable en calidad técnica y argumental.
    Rex Stout fue creador del detective Nero Wolfe —que apenas salía de su casa y que resolvía los crímenes entre su jardín de orquídeas y sus gustos gastronómicos— y de su ayudante Archie Goodwin: La muerte entre orquídeas, La segunda confesión o Velada con tres cadáveres son algunos de los títulos más destacados de este periodo.
     Erle Stanley Gardner es otro de los grandes continuadores de la novela-enigma en EE. UU. Su creación, el abogado Perry Mason, protagonista también de una serie televisiva de enorme éxito, alcanzó tal fama que terminó ocultando a su creador. Todos los títulos protagonizados por el abogado detective tenían la misma estructura: El caso del juguete mortífero, El caso de la fortuna fantasma o El caso del gatito imprudente, por ejemplo. Se calcula que llegó a vender 135 millones de ejemplares.

     Los dos autores estadounidenses más respetados por los críticos y los entendidos —aunque no alcanzaron la popularidad y el éxito comercial de Stout o Stanley Gardner— fueron Patrick Quentin y Hugh Pentecost. El primer nombre ocultaba a los escritores Richard W. Webb y Hugh C. Wheeler, quienes firmaron entre 1945 y 1955 seis excelentes libros protagonizados por el matrimonio formado por Iris y Peter Duluth iniciados con Enigma para locos y continuados notablemente en Enigma para actores, Enigma para divorciadas, Enigma para marionetas, etc.
      
       Hugh Pentecost inició su andadura en la década de 1960 con excelentes resultados. Creó a Pierre Chambrun, el ingenioso director del Hotel Beaumont de Nueva York (El caníbal que comió demasiado y Time of Terror, por ejemplo); al pintor metido a detective amateur, John Jericho (Oculta a todas la miradas); y al experto en relaciones públicas, Julian Quist (¿Quién ha visto a Jeremy Trail? y El asesino del champañ). Aunque sin abandonar totalmente el planteamiento de la novela-problema, introdujo elementos cercanos al thriller, humanizando de ese modo sus argumentos.

       En Inglaterra, bajo la sombra de Dickson Carr y, sobre todo, de Agatha Christie, siguieron desarrollando su labor una serie de autores que ya habían iniciado su andadura —en muchos casos de modo más que notable— antes de la II Guerra Mundial. Hemos de dejar constancia de la continuidad de la neozelandesa Ngaio Marsh, creadora del detective Roderick Alleyn, protagonista de casi una treinta de novelas que se iniciaron en 1934 con A Man Lay Dead. En el periodo que nos ocupa hay que destacar: Los aristócratas también asesinan, Enter a Murderer y Death at the Dolphin.

          El poeta Cecil Day Lewis (padre del oscarizado actor Daniel Day-Lewis) alcanzó notoriedad con sus novelas de misterio, firmadas bajo el pseudónimo de Nicholas Blake. Su mejor creación es La bestia debe morir (1938), protagonizada por el detective Nigel Strangeways, gran amante de la literatura, que utiliza para dilucidar los misterios a los que se enfrenta. Tras la II Guerra Mudial publicó, entre otros títulos, Fin de capítulo y The Sad Variety, con el mismo personaje.

       Entre 1944 y 1955, Edmund Crispin escribió nueve novelas y dos libros de cuentos protagonizados por Gervase Fen, profesor de Oxford y detective aficionado. Inició su andadura con El caso de la mosca dorada, a la que siguieron El canto del cisne y La juguetería errante, que pasa por ser la mejor de la saga. La editorial Impedimenta (Madrid) comenzó en 2011 la publicación de la obra completa de Crispin, algo que todo buen aficionado al género policiaco no debería perderse.

         También Michael Innes, con su creación —el inspector sir John Appleby—, está íntimamente relacionado con Blake y Crispin, por dotar de una gran cantidad de reflexiones literarias y académicas a la novela-enigma. Julian Symons —crítico y escritor— los agrupa dentro de los “Escritores Bromistas” a los que define como "aquellos escritores que transforma la narración detectivesca en una broma supercivilizada, en algo que a través de la frivolidad la convierte en conversación literaria, con unos espacios dedicados a la investigación pero con carácter secundario".   Innes había escrito también sus grandes obras antes de la guerra (Muerte en la rectoría y ¡Hamlet, venganza!), pero seguiría en las décadas posteriores con títulos como El crimen del acuario, El misterio de las estatuas y Money from Holme.

      La escritora Margaret Allingham fue otra de las grandes damas del crimen.  Su creación, el detective aficionado y bastante snob Albert Campio, era la continuación del Peter Wimsey de Dorothy L. Sayers o del Philo Vance de S. S. Van Dine: un personaje rico, pero de turbio pasado, con sólidas relaciones con la nobleza británica. Sin embargo, en su primera aparición (The Crime at Black Dudley, 1929) se nos presentó bajo el aspecto de un aventurero y un estafador muy cercano a Arsenio Lupin o a Raffles; pero Allingham le dio un giro en la década de los 30 hasta colocarlo inequívocamente al lado de la ley. Algunas de sus aventuras son Crimen en el gran mundo, The Case of the Late Pig y, la que muchos consideran su mejor novela, El tigre de Londres (The Tiger in the Smoke, 1952), más cercana al thriller que a la novela-enigma.

      Patricia Wentworth (inglesa nacida en la India) —hoy olvidada por el gran público— fue considerada durante muchos años como la más digna continuadora de Agatha Christie. Su creación —y en este aspecto la influencia de Christie es evidente— fue miss Maud Silver, solterona aficionada a desvelar misterios al ritmo de unas agujas de tejer que siempre lleva consigo. Su primera aparición tuvo lugar en La colección Branding, a la que siguieron otras obras como Líneas de fuga o La daga de marfil, por ejemplo.

       Anthony Berkeley, fundador del Detection Club y autor de una de las obras maestras de la novela-enigma (El caso de los bombones envenenados, 1929), continuó escribiendo tras la II Guerra Mundial, pero no alcanzó el gran nivel del título arriba citado. No obstante, hay que tener en cuenta obras como El dueño de la muerte o Baile de máscaras.

          Concluimos este apartado mencionando a uno de nuestros autores predilectos, el británico Leo Bruce (pseudónimo del poeta y traductor Rupert Croft-Cooke) cuyo Misterio para tres detectives (1936) es una divertida parodia de algunos de los más celebres detectives de la novela-problema: Peter Wimsey, Hércules Poirot y el padre Brown. También dio a la imprenta otros títulos destacables como El caso de la muerte entre las cuerdas, El caso sin cadáver y Asesinatos en Albert Park, cuya sencillez en el planteamiento del problema y posterior desarrollo y solución la convierten en una de las mejores novelas en su género de las década de los 60.
         Aunque hemos de advertir que de los autores (en lengua inglesa) de novela-enigma desde los años 70 hasta la actualidad nos ocuparemos en otros artículos, no vendría mal hacer notar que este subgénero dentro de la novela de misterio terminaría desapareciendo casi por completo a comienzos de 1980 o, si se prefiere, metamorfoseándose o adaptándose a los nuevos tiempos, convirtiéndose y diluyéndose en otros subgéneros como el thriller, la novela policiaca histórica o el, hoy tan popular, psycho-thriller.
        Lo cierto es que la generalización de la televisión a partir de 1970 fue el único factor que contribuyó a mantener la novela-enigma, aunque bajo la forma de guiones de series televisivas. A esto ayudó, sin duda, el hecho de que las normas, pautas y parámetros esenciales de la novela-problema venían como anillo al dedo al formato televisivo: pocos personajes, espacios limitados, argumentos con marcado carácter teatral, adivinanzas (problemas) que no podían alargarse eternamente y que estaban delimitados por la escasa hora de duración del episodio, etc. El enorme éxito de series (hoy) míticas como Colombo, Macmillan y esposa, Se ha escrito un crimen o la más reciente Monk, son la prueba más evidente de que este subgénero de la novela de misterio, tan denostado por muchos aficionados al género, todavía continúa vigente.

domingo, 14 de diciembre de 2014

LOS DIOSES TIENEN SED: los actores del drama

Los-dioses-tienen-sed
       La primera vez que escuché el nombre de Anatole France (1844-1924) fue en el Paraninfo de la Universidad de Alicante. Era alrededor de 1990 (año más o menos) cuando el recordado Manuel Alvar, a la sazón presidente de la RAE, nos agasajó con una conferencia. Recuerdo poco de aquella charla, salvo la sensación de estar ante la presencia de un gran comunicador… y el nombre de un escritor francés del que lo ignoraba todo: Anatole France. No había transcurrido un año cuando el azar depositó en uno de los estantes del mueble del salón familiar La isla de los pingüinos. Entonces recuperé el nombre de France. Aunque lo he releído en varias ocasiones, el recuerdo de la primera lectura de La isla de los pingüinos es algo imborrable, como una sacudida a la conciencia. Siempre supe a qué quería dedicar mi vida; pero la lectura de Anatole France vino a corroborar mi decisión.
     Después de más un siglo de su publicación, la editorial barcelonesa Barril & Barral rescata para el buen degustador de la literatura Los dioses tienen sed (1912) —con la traducción clásica de Luis Ruiz Contreras—; no sé si la mejor novela del premio Nobel francés (lo recibió en 1921), pero es sin duda una de sus grandes creaciones.
       La tesis de la obra es sencilla: a Anatole France no le interesa cuestionar la validez o moralidad de la Revolución francesa, él prefiere detenerse en los actores de aquel drama rebosante de sangre y muerte. La novela se nos presenta como la anatomía y el análisis del fanatismo —político, en este caso— a través de los hechos y los pensamientos del protagonista, Evarito Gamelin, un gris y triste pintor, durante el París de los Años del Terror. La obra, que apenas supera las doscientas páginas, nos muestra el ascenso social —y el descenso moral bajo la sombra amenazadora de la guillotina— de este personaje inmerso en la vorágine de aquellos años. Asistimos impasibles a la metamorfosis de un simple ciudadano en un fanático, en un monstruo sanguinario que se cree señalado por el destino transcendental de la búsqueda de la Democracia y la Libertad, y que no dudará en condenar incluso a sus amigos.
     A las pocas páginas, el lector es ya consciente de que otro autor menos dotado —pienso en los muchos mamotretos que pueblan actualmente las estanterías— hubiera convertido esta historia en una interminable novela llena de peripecias redundantes y de personajes tan reales que resultarían increíbles. France, en cambio, opta por lo contrario: los hechos descritos y las situaciones argumentales son ventiladas con breves pinceladas. Leemos: «Estaban los detenidos amontonados en las cárceles; el acusador público trabajaba dieciocho horas diarias. A los descalabros de los ejércitos, a los motines de las provincias, a las conspiraciones, a las intrigas, a las traiciones, la Convención opuso el terror. Los dioses tenían sed». Por el contrario, al autor le interesa más detenerse en el carácter humano del sanguinario Gramelin, en la descripción minuciosa de las relaciones afectivas que mantiene con su madre y su amante. Ya lo dijo Nietzsche: «También los malvados cantan».

      Al cerrar la novela constatamos que hemos sido testigos de esos milagros que, en ocasiones, consigue el arte: no se puede decir tanto, con tan poco. Ya lo comentó Josep Pla hace años: «No leemos a Anatole France porque nos asusta su perfección». Inmersos en un mundo gris y cortado por el rasero de la mediocridad, tan poco acostumbrados a la palabra exacta (pienso en Azorín y Miró, en Rulfo, en Borges; ocasionalmente en Delibes), ahogados bajo cientos de líneas que se extienden por las páginas sin decir nada, la prosa diáfana y límpida de Anatole France nos devuelve la finalidad primigenia de la literatura: mostrar el mundo en su sencilla, y también monstruosa, desnudez.



Anatole France,

Los dioses tienen sed,

Ed. Barril & Barra. 235 páginas.

domingo, 7 de diciembre de 2014

EN AUSENCIA DE BLANCA: la verdad y la dicha


   "Todo relato tiene un sentido trascendente, tiene su filosofía, y nadie cuenta nada sin otra finalidad que contar”. De esta guisa se expresaba don Miguel de Unamuno al prologar su obra La novela de don Sandalio, jugador de ajedrez. No, que no se sorprenda el lector: es ésta una reseña de una novela (casi) desconocida de Antonio Muñoz Molina (ahora que acaba de publicar su última creación no está de más recordar títulos anteriores); pero sucede que releyendo esta En ausencia de Blanca, me ha venido al recuerdo aquella breve novela de Unamuno. Quizás porque en esencia son similares: breves, pero intensas; aparentemente livianas, pero densas. Ambas versan sobre un mismo tema: ¿llegamos a conocer a nuestros semejantes? ¿son estos como se nos muestran? ¿o acaso no los inventamos, no los adaptamos a la idea que nosotros tenemos de ellos?
     Apenas pasaron nueves meses desde su anterior novela, Sefarad, cuando, como si del fruto de un embarazo se tratase, Muñoz Molina sacó a la luz un nueva creación: En ausencia de Blanca.
    La novela (o novella, por su brevedad) narra la vida en común de dos personalidades totalmente opuestas: Mario López, un funcionario de provincias, un amante de la tranquilidad y la rutina; y Blanca (obsérvese que carece de apellido), una mujer libre y un tanto bohemia, inclinada al snobismo y a la ensoñación. Igual que los polos opuestos se atraen, así Mario y Blanca terminan casándose, compartiendo una vida en común, complementándose el uno al otro. Retomando el uso de las analepsis y las prolepsis (saltos temporales) que tan asiduas eran en las obras anteriores a Ardor guerrero, Muñoz Molina nos va describiendo las vidas de sus personajes antes de conocerse.
    El lector adicto a la obra del autor jiennense ve pasar por las páginas de la novela una caterva de caracteres conocidos: el joven pueblerino llegado a la ciudad; los artistas “progres” y “vivos”, culturetas y pseudo-intelectuales con su labia hipnotizadora y postmoderna, y sus obras escasamente válidas; la vida rutinaria del oficinista; la vida nocturna y bohemia que conduce a la soledad y el vómito. En fin: el mejor y (para algunos) el peor Muñoz Molina. Claro está que todo esto nos llega siempre a través de una prosa proclive a las oraciones largas y sinuosas, que se deslizan por nuestras ojos y penetran en nuestra mente como las aguas de un arroyo que salvase las estreches más angostas y llegara hasta los últimos reductos.

     Mario López ¾como el narrador de la obra de Unamuno¾ prefiere imaginar la vida de Blanca, prefiere imaginársela. Y esa reconstrucción lo lleva a moldearla según sus apetencias, a crearla y recrearla según su conveniencia. Si el personaje unamuniano necesita a don Sandalio; lo mismo le sucede a Mario con respecto a Blanca. Necesitamos a las personas para justificarnos y definirnos a nosotros mismos. No importa tanto amar; lo que realmente importa, lo que plenamente nos ayuda  a sobrevivir es sentirse amado.
      Mario no es un hombre realmente brillante, pero su inteligencia la pone en Blanca. Uno advierte que la relación entre ellos funciona porque él lo da todo y porque ella se deja querer, aceptando cada acto de amor de Mario como si fuera una deuda que debe ser saldada, como una obligación contraída. Y entonces estalla la crisis; que actúa como un baño renovador, aunque en un principio pueda parecer lo contrario. Pasada la crisis, el lector sabe que Mario seguirá siendo feliz (posee el don camaleónico de la costumbre y la garantía de la falta de ambiciones) ¾y sabe también que ahora Blanca no se limitará a dejarse querer, a recibir únicamente; ahora también amará.
     Al concluir la lectura queda la sensación de que más que a una obra cerrada, hemos asistido al inicio de otra gran obra, de una obra no escrita... la vida de Mario y Blanca a partir del punto final.
    Termino la novela y algo queda en el aire, algo que nunca nadie ha dicho mejor que Claudio Rodríguez:                           
                         ¿Por qué quien ama nunca
                     busca verdad, sino que busca dicha?
                     ¿Cómo sin la verdad
                      puede existir la dicha? He aquí todo.

Antonio Muñoz Molina,
En ausencia de Blanca, 
Círculo de Lectores/ Alfaguara, 2001. 119 págs.

sábado, 22 de noviembre de 2014

LA INTERPRETACIÓN DEL ASESINATO: Freud en Nueva York


       El empleo de un hecho histórico como punto de partida para un relato de ficción no es cosa nueva. Así, a bote pronto, me vienen a la mente la magistral Los crímenes de Oxford de Guillermo Martínez —donde la figura del matemático Arthur Seldom se ve envuelta en una trama policiaca muy ingeniosa—; la excesivamente meticulosa El alienista de Caleb Carr —ambientada en el Nueva York de finales del siglo XIX y con un Theodore Roosevelt ejerciendo como director de la policía local—; la demasiado lenta y aburrida (¡es lo peor que se puede decir de una novela policiaca!) El club Dante de Matthew Pearl —localizada en torno a la Universidad de Harvard tras la Guerra Civil estadounidense y con los poetas Longfellow y Wendell Holmes como piedras angulares de la trama—; o La sombra de Poe, también de Pearl, y que nadie me ha recomendado y, por tanto, no he leído. 
       La interpretación del asesinato de Jed Rubenfeld toma como referencia el único viaje realizado por Sigmund Freud a los Estados Unidos, concretamente a Nueva York, en 1909; y la animadversión posterior que el padre del psicoanálisis mostraría hacia los norteamericanos (a los que calificaba de “esos salvajes”).
    Tomando este hecho histórico como excusa, Rubenfeld construye, valiéndose de una prosa funcional y directa, una novela cuyo principal cometido es conseguir que el lector disfrute: y eso lo logra con creces. No obstante, se aprecian rasgos que denotan la falta (por el momento) de un mayor dominio del arte narrativo: por ejemplo, la alternancia en el empleo de la primera persona y la tercera; incluso se pueden localizar errores de bulto en la traducción (ahí el fallo no es de Rubenfeld), como algún laísmo chirriante y ofensivo.
      Su medio millar de páginas se lee con deleite e interés: el brutal asesinato de una joven y el posterior intento de acabar con la vida de otra hacen que el propio Freud se interese por estos hechos. Sesiones de psicoanálisis, relaciones tensas y extrañas entre Freud y su discípulo Jung —que lo acompaña—; crímenes y actos recubiertos con tintes sadomasoquistas; el afán de un sector de la sociedad neoyorquina por evitar el afianzamiento de las teorías psicoanalíticas; el levantamiento del famoso puente de Manhattan y la construcción de la que estaba llamada a convertirse en la “capital del mundo”; interpretaciones del Hamlet shakesperiano a través del psicoanálisis; pasadizos secretos y cadáveres fugitivos; un giro final inesperado que recuerda (otro tanto a su favor) a las viejas novelas, y ahora reeditadas, protagonizadas por Arsenio Lupin: donde nada es lo que parece; y, desde luego, mucha acción y mucho suspense son los ingredientes de esta novela que, lejos de ser una pieza maestra del género, sí se muestra como una obra digna e interesante cuya lectura puede proporcionar muchos momentos de placer —junto a un confortable y cálido hogar— ahora que el mal tiempo muestra sus fauces.

Jed Rubenfeld,

La interpretación del asesinato, 

Editorial Anagrama, 2007. 538 páginas.

    

sábado, 15 de noviembre de 2014

¿A QUIÉN DEMONIOS LE IMPORTA EL CUADRO?


      Todas las ideas nacen de la observación. En primer lugar, aprehendemos una realidad y más tarde procedemos a extraer ideas, teorías, dudas, hipótesis a partir de dicha realidad.
       Hace ya un tiempo que —tras observar algunas acciones del ser humano— me va dando vueltas una teoría que me gustaría compartir con vosotros. Como todas las teorías estoy seguro de que tendrá sus defensores y también sus detractores. Tampoco importa mucho si unos son mayores en número que los otros, o viceversa. Digamos, para no motivar ninguna discusión, que lo que viene a continuación es una reflexión que quizás tuvo que quedarse en el interior de mi magín y que, sin embargo, comparto con vosotros.
      El desencadenante llegó el sábado 11 de octubre de 2014 cuando, tras abrir el diario El País por la página 40 me topé con la fotografía que aquí debajo reproduzco.
 

     La imagen me impactó: decenas de cabezas y decenas de teléfonos móviles y cámaras fotográficas apuntando hacia la figura impertérrita de La Mona Lisa. Y la idea que durante mucho tiempo había estado dando tumbos en mi cabeza surgió de golpe al contemplar la imagen: ¿a quién demonios le importa el cuadro?
      A mí me parece que hoy en día la gente no va a los museos para ver cuadros (u otros objetos de arte que allí suele haber); la gente acude a los museos no para contemplar cuadros, sino para que los demás sepan que han visitado el museo. ¿Por qué, si no, esa necesidad de comunicarlo, de darlo a conocer, de fotografiar sin cesar? Y lo que es más importante: de enviar la imagen a los conocidos.
    He acudido en mi vida a muchos museos, y en todos ellos he adquirido el catálogo correspondiente: quizás no vuelva a ir a ninguno de ellos puesto que puedo contemplar con más detenimiento y más tranquilamente los cuadros en los catálogos, sentado ante la mesa de mi despacho, sin interferencias. ¿O acaso los señores que se amontonan para sacar fotos a La Gioconda (no para contemplarla) la ven mejor que yo en mi casa, con el libro sobre la mesa, con la posibilidad incluso de usar una lupa para advertir mejor ciertos detalles?
      Es un hecho que cada vez se va acentuando más: la gente no quiere viajar, desea llegar a los sitios (que no es lo mismo) y, sobre todo, desea que los demás sepan que ha ido a esos sitios. Me viene a la memoria un fragmento del primer libro de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, donde el narrador se recrea en el viaje (no en el destino); me viene a la memoria la sentencia de Blaise Pascal en torno a la importancia de la caza frente a la de la presa.
      Volvamos a los museos: me pongo a sacar cuentas y los números no cuadran. Me informo de que el Museo del Prado recibió el año pasado casi tres millones de visitas (un poco menos que el Reina Sofía, que llegó a los 3,18 millones). Me comenta una amiga que las salas de conciertos están a rebosar, que no cabe un alma en una representación operística, que se forman colas en los teatros… Y no puedo dejar de preguntarme: ¿dónde se mete luego toda esta gente tan culta? O quizás sea una cultura que da la espalda a otros objetos culturales, es decir: ¿cómo es posible que los índices de lectura en este país estén como hace treinta años habiendo treinta veces más universitarios?

      Y recupero mi tesis para concluir este artículo: lo importante no es hacerlo, sino que los demás sepan que lo has hecho. Como sucedía con aquella historia, cuento o leyenda en torno a Ava Gardner y Luis Miguel Dominguín: ¿de qué sirve acostarse con alguien como Ava Gardner, si no lo va a saber nadie?

domingo, 9 de noviembre de 2014

EL MUSEO LEÍDO: el pincel y la pluma

     El volumen que aquí comentamos es una apuesta cuanto menos arriesgada: no corren tiempos propicios para el disfrute de la lectura reposada, para el paso lento y reflexivo de las páginas. En ese sentido el planteamiento de los dos editores, Catalán y Ros, —ambos filósofos, ambos profesores universitarios— tiene un atractivo rasgo de rebeldía bajo un envoltorio pulcramente burgués y acomodado. A la manera de Chesterton: son los ortodoxos quienes rompen con las reglas, los auténticos rebeldes, en un tiempo donde lo común, lo anodinamente aburrido es la heterodoxia continua.

        Nos proponen los autores de la antología el recorrido por una galería de arte, y también por una historia del pensamiento. La obra está compuesta por veinticuatro reproducciones pictóricas que van desde Brueghel hasta Bacon, pasando por Velázquez, Giotto, Vermeer, Magritte o Goya; junto a estas pinturas, apoyándolas, alzándolas desde la incomprensión (a veces), hundiéndolas mediante la más directa de las críticas negativas (otras veces), apuntalándolas con espléndidos enunciados, los editores han colocado otros tantos textos provenientes de filósofos, historiadores, poetas o novelistas —desde un hermosísimo y transparente poema de W. H. Auden hasta la prosa voluptuosa de Severo Sarduy, pasando por Proust, Sebald, Baudelaire, José Ángel Valente u Octavio Paz—. Confieso mi error al iniciar la lectura del libro saltándome el prólogo. Que el futuro lector no tropiece en esa piedra. Las escasas cinco páginas iniciales son imprescindibles no sólo por la claridad de las ideas expuestas —merced a una elaborada prosa que debería figurar en todos los manuales de estilo—, sino, y sobre todo, porque evitaría al lector demasiado “listo” caer en errores de bulto. Como afirman Catalán y Ros, el orden de lectura es importante. Uno tiende a pensar que la reproducción pictórica en la página par y el texto en la impar —enfrentados entre sí— ayudaría a una mejor interpretación de las imágenes; pero anda muy equivocado, porque los autores pretenden que nos sumerjamos en este museo impreso como simples visitantes, meros observadores de unos lienzos de los que luego —con ellos fuera de la vista— obtendremos una interpretación (una, no la definitiva) que nos obligará a desandar el camino, a observar el cuadro con otros ojos ya menos inocentes. Un ejemplo magistral es la reproducción de La instrucción paterna de Terboch, glosado por el filósofo Richard Wollheim: lo que en un primer momento parece un padre amonestando a su hija ante la actitud indiferente de la madre se convierte, tras la lectura, en una prostituta negociando el precio con un futuro cliente ante el silencio de (suponemos) la madama.

       Gozosa experiencia, pues, la lectura de un volumen que debe convertirse en libro de cabecera, de los que apetece abrir y degustar frente a la avalancha de lo que ya convendría ir denominando como fast-literatura. Cuando obras maestras de la pintura se conjugan con la belleza de los vocablos y la maestría del estilo, es fácil llegar a la conclusión de Kandinski: «Toda expresión artística tiende a la musicalidad»; una satisfacción para la vista y para el oído.


Miguel Catalán y Fernando Ros (eds.),

El museo leído,

Institució Alfons El Magnànim, Valencia, 2009. 155 páginas.


sábado, 1 de noviembre de 2014

EL FARO DE UMSSOLA: relatos inquietantes.

      Lo grandioso de la literatura es que ofrece un abanico tan enorme de gusto y posibilidades que difícilmente alguien podrá sentirse defraudado. Confieso que me acerqué a El faro de Umssola y otros cuentos subterráneos con cierto recelo: desconocía todo sobre la autora; tiendo a desconfiar de los libros de relatos (que muchas veces son cajones de sastre y desastres). Ahora, cuando después de un par de tardes de intensa lectura cierro el volumen, termino concluyendo que las propuestas de Anamaría Tríllo son realmente notables. 
    El volumen está formado por cinco relatos escritos todos ellos con una prosa cuidada y detallista en la que se observa, con gratitud, que la autora ha intentado colmarla de estilo y de amor. A estas alturas de la película ( mi vida) me siento capaz de apreciar al autor que ha preferido volcarse en la utilidad (que también es estimable) o, por el contrario, ha ido un paso más allá, buscando un cierto rasgo de estilo, un cuidado exquisito en el empleo de las palabas conviertiendo a estas no en meros signos que sustituyen realidades, sino en algo más. Es decir, Anamaría Trillo ha concordado forma y fondo; y cierto es que en algunos pasajes de algunos relatos la vena lírica (pues es este género el que más entrelaza contenido y continente lingüísticos) te salta a los ojos y te alegra la inteligencia.
    Dos rasgos unen y cohesionan todas las narraciones del volumen: el hecho de estar escritos, los cinco, en primera persona; y el hecho, no menos importante, de que todos ellos versan sobre la confluencia de realidad y ficción lo que dota al conjunto de cierta unidad de perspectiva.
    «El faro de Umssola», el primer relato, es un sabio ejercicio en torno a la realidad y la apariencia, con un final arquetípico de relato fantástico.
    «Y ella dijo “ven”» se emparenta con el primero por el ambiente marino de ambos y también por la relación entre fantasía y realidad, con un final que rompe, no obstante, la verosimilitud ficcional y los cánones ortodoxos del género (¿quién escribe y el relato y cuándo?).
   «A tumba abierta» es, desde mi gusto, el más débil de la serie pues no acaba de ubicarte temporalmente —ha de llegar un dato externo (la inscripción de una lápida) para revelarte que el relato se desarrola a comienzos del siglo XX— y, además, la historia parece un mero chiste alargado, con un desenlace que, para más inri, no me ha hecho reír. Los momentos fantásticos o fantasmagóricos realzan el conjunto pero no acaban de redondearlo, quizás esa debió de haber sido la línea del relato, pero la autora obtó por otra más sencilla… Una lástima.
    «Donde empiezan las circunferencias» tiene todo el aspecto de relato cortaziano, con realidades paralelas y distantes que terminan confundiéndose, redactado con un estilo que te sumerge en los sueños del protagonista. Un placer y un golpe de calidad tras la sensación agridulce del anterior cuento.
    Cierra el libro «Conducir por la noche» donde la voz del narrador es cínica y desencantada y lo convierte en un héroe al modo de Woody Allen: el antihéroe sobre el que recae nuestro aprecio. El personaje es tan sumamente gilipollas que no puedes dejar de apreciarlo. Un buen final para un libro realmente notable que nos muestra una autora (que también es poeta) a descubrir.

     Esperemos que Anamaría Trillo se prodigue más a partir de ahora y nos continúe regalando con más rasgos de buen hacer y de gusto por la escritura. Lo esperamos por el bien de ella, claro, y también por el bien nuestro.




Anamaría Trillo,
El faro de Umssola y otros cuentos subterráneos,
 Ed. Playa de Ákaba, Madrid, 85 páginas.

sábado, 25 de octubre de 2014

BREVÍSIMA HISTORIA DE LA NOVELA DE MISTERIO (VII)

LOS CLÁSICOS DE LA NOVELA ENIGMA


        Durante la II Guerra Mundial (1939-1945) y las décadas posteriores (hasta los primeros años de la década de 1970), la novela-enigma (o novela-problema) continuó produciéndose al margen de nuevas modas o cambio de tendencias. Como si el mundo no hubiera asistido a una hecatombe, los grandes divos de la novela-enigma continuaron poblando sus obras de habitaciones cerradas a cal y canto, rompecabezas para superdotados y sospechosos con férreas coartadas. Aunque algunos de sus máximos exponentes habían ya fallecido (G. K. Chesterton, S. S. Van Dine) o habían  disminuido su producción (Dorothy L. Sayers), el resto siguió escribiendo encerrado en una burbuja de cristal que lo aislaba tanto de los campos de batalla como de los campos de exterminio. No debe sorprendernos, sin embargo, que siguieran gozando de un considerable éxito y de un público fiel: en medio de un mundo en guerra o de la Humanidad a un paso de la destrucción nuclear (durante los años más álgidos de la Guerra Fría), la alternativa de la novela-enigma se presentaba como un refugio donde, al final, la justicia siempre triunfaba y el orden social, que se rompía con cada crimen, recobraba la normalidad y el statu quo.
      Aunque los tres grandes clásicos del género —Agatha Christie, John Dickson Carr y Ellery Queen— habían dado sus mejores obras en las primeras décadas del siglo XX, sus producciones posteriores a 1939 seguían conservando la genialidad que años antes les había llevado a lo más alto de la novela de misterio.
       Agatha Christie (fallecida en 1976) escribió algunas de sus novelas más populares: Diez negritos (1939), Un cadáver en la biblioteca (1942), Cianuro espumoso (1944), Testigo de cargo (1948, llevada al cine por Billy Wilder en una extraordinaria película de 1957), Tres ratones ciegos (1950) —que la propia autora transformó en La ratonera y que estrenó en 1952. Con más de veinticinco mil representaciones ininterrumpidas es la obra teatral más representada de la historia; de hecho, todavía hoy en día sigue escenificándose en el mismo teatro en que se estrenó—, El tren de las 4:50 (1957) o El espejo se rajó de parte a parte (1962). Aunque ninguno de los anteriores títulos alcanzó el ingenio ni la calidad de su producción anterior a la guerra, no por ello disminuyó su reconocimiento público. Al morir, Agatha Christie había dado a luz setenta y ocho novelas de misterio a las que se añadieron dos más publicadas póstumamente. La fama de la gran dama del crimen se consolidó y extendió a raíz de múltiples versiones cinematográficas y varias series de televisión protagonizadas por los detectives que inventó: Hércules Poirot, mis Jane Marple, el matrimonio formado Tuppence y Tommy Beresford o Parker Pyne. Se calcula que su obra ha sido traducida a más de cien lenguas y ha vendido (sigue vendiendo) la friolera de dos mil millones de ejemplares.
          John Dickson Carr (nacido en EE.UU. pero instalado en Inglaterra desde los años 30) es otro de los clásicos de la novela-enigma que continuó produciendo durante los años de la postguerra. Menos conocido para el lector actual, pero muy estimado por los especialistas del género, dio a luz más de setenta novelas de misterio hasta su muerte en 1977. Creó al doctor Gideon Fell, detective amateur, firmando las novelas protagonizas por este personaje con su nombre auténtico. Las novelas de otra de sus creaciones, el excéntrico pero eficaz sir Henry Merrivale, jefe del servicio secreto, aparecieron bajo el pseudónimo de Carter Dickson. En el periodo que aquí nos ocupa, Dickson Carr publicó grandes títulos del género como Las gafas negras (o Los anteojos negros, 1939; considerada como una de las diez mejores novelas de misterio de todos los tiempos), Muerte en cinco cajas (1939), El caso de los suicidios constantes (1941), Hasta que la muerte nos separe (1944), Se alquila un cementerio (1949), El reloj de la muerte (1956) y La muerte acude al teatro (1966). Muy superior a Agatha Christie en el planteamiento y el desenlace de sus novelas, Dickson Carr fue uno de los más serios defensores del denominado “juego limpio” consistente en no ocultar datos al lector, convirtiéndolo así en un lector-detective.
       Manfred B. Lee y Frederic Dannay eran los primos hermanos, estadounidenses, que se ocultaban bajo el pseudónimo de Ellery Queen, el tercer vértice del triángulo que formaron los clásicos de la novela-enigma. Bajo el pseudónimo de Barnaby Ros habían creado un detective, Drury Lane, que protagonizó cuatro novelas durante el primer lustro de los 30. Sin embargo, el personaje que les dio la inmortalidad fue Ellery Queen, el sagaz hijo del inspector Queen de la policía de Nueva York. Al igual que había sucedido con Christie y Dickson Carr, las novelas de Ellery Queen anteriores a la II Guerra Mundial son, en general, muy superiores al resto. No obstante, continuaron escribiéndose hasta la muerte de Manfred B. Lee, en 1971. Por aquel entonces el nombre de Ellery Queen se había convertido en una marca que ocultaba a todo un taller de escritores coordinados por los dos primos. Algunas novelas dignas de recordar fueron La ciudad desgraciada (1942), El gato de muchas colas (1949, una de sus obras más conseguidas), La aldea de cristal (1954), El cadáver fugitivo (1961) y Cara a cara (1967).
       A partir de 1960, Ellery Queen introdujo en sus novelas más dosis de “humanidad” en perjuicio del enigma. Así surgieron obras más alejadas de los postulados originales de la novela-problema y más cercanas al thriller o la novela negra: Un tesoro en la cartera (1962), Los cuatro Johns (1964), Muerte dirigida (1966), Asesinatos en la universidad (1969) y la excelente Besa y mata (1970), por ejemplo.

      La creación de la revista mensual Ellery Queen’s Mistery Magazine en 1941 (que todavía hoy continúa en activo) contribuyó a fomentar el género y dio cabida, en sus páginas, a jóvenes autores que comenzaban a escribir, convirtiéndose en la publicación de misterio más influyente en el ámbito anglófono. En 1975 se realizó una serie para televisión Las aventuras de Ellery Queen, que aumentó la fama y la expansión de sus autores y su personaje.