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domingo, 20 de marzo de 2016

FAROS SOBRE UN MAR DE TINTA, de Mario Sanz: destellos literarios


   Normalmente una novela se lee de un modo casi ritual —cada día varios capítulos o un número determinado de páginas, procurando no perder el hilo de lo leído el día anterior—; sin embargo, un libro de cuentos conviene afrontarlo con otra disposición de ánimo y otro ritmo. Tras varias semanas dosificándolos he concluido la lectura de las narraciones que forman el volumen Faros sobre un mar de tinta, de Mario Sanz Cruz (Madrid, 1960).

   La obra contiene quince relatos de diversa extensión, pero todos ellos relacionados con el mar (obviamente) y más en concreto con la figura del faro: esa construcción cubierta por la pátina del Romanticismo y que tanto ha dado a la literatura —pienso en Virginia Woolf, en Luis Cernuda—, y también al cine, sobre todo el cine de suspense, pero también al más intimista.

    Sucede que Mario Sanz, aunque madrileño, es farero —uno de los pocos que existen ya en nuestas costas—: el farero del faro de Mesa Roldán, sito en Carboneras (Almería). Y sucede que aquellos que conocen parcialmente mi biografía sabrán que me unen vínculos de amistad y querencia a esa hermosa localidad almeriense. Y, además, sucede que Mario Sanz es un amigo, incluso un buen amigo con el que departo de literatura cada que vez que nos encontramos, pues a ambos nos hermana el amor casi compulsivo por los libros y lo que ellos encierran.

    De todo ello se desprende, pues, que me dispongo a hablar del “libro de mi amigo”: un riesgo, sin duda, pues cabe la posibilidad de que si hablo mal acabe perdiendo la amistad de la persona querida (y no me gustaría, claro). Sin embargo, si lo alabo entonces cabe la posibilidad de perder la credibilidad del lector que, seguro, está predestinado a pensar, y tal vez no sin razón, que “al fin y al cabo, qué iba a decir del libro de su amigo…”. En fin, que me hallo en lo que dirían los clásicos un brete. Intentaré, en la medida de lo posible, ser lo más objetivo… aunque a nadie se le escapa que la crítica tiene también su parte de subjetividad, que es aquella que atañe al gusto del crítico.

   Comenzaré por los contras, que algunos tiene, a mi parecer, el volumen Faros sobre un mar de tinta. El primero obedece a la elección de los relatos: los hay realmente excelentes («Hay un cuco en Mesa Roldán», «El mensaje», «Juegos de guerra», «Bienvenido a casa»…); otros que no puedes terminar sin una sonrisa y que recuerdan más a una anécdota “alargada”, pero desarrollados con pulso y con sus dosis de tensión («¡Esa luz!» o «Todo debe tener su resistencia», por ejemplo); otros, los menos, son, para mi gusto, demasiado “infantiles”, con un lenguaje pretendidamente “legendario” de narración oral, pero cuyo andamiaje es demasiado explícito y por tanto se pierde la frescura que tendrían que poseer («El farerito feo y compañía» o «La mirada del farero»); y, finalmente, unos pocos (bien es cierto) que quizás no deberían estar en el volumen pues su calidad deteriora el conjunto o, tal vez, no deberían estar ubicados en el lugar que ocupan: pienso sobre todo en el penúltimo relato, «La leyenda del último farero», un cuento con muy buenas ideas e intenciones —reivindicativo, combativo— pero que hubiese convenido pulir algo más para eliminar tanta explicitud, que lo convierte en una especie de panfleto (legítimo, sin duda), pero alejado de la noción de literatura que yo considero fundamental: sugerir antes que mostrar.

    El último “contra” que yo aprecio en estas narraciones es el uso único y exclusivo del tiempo presente, en el que todas ellas están escritas. Nunca me ha gustado. Advierto que muchas de las “novelas” que desde hace un tiempo están aupadas a los puestos más altos de las listas de ventas —las 50 sombras de las narices; Los dichosos juegos del hambre; o El caótico corredor del laberinto…— están escritas inevitablemente en presente; algunas, incluso, en primera persona (y en presente), lo cual acentúa más si cabe la inverosimilitud de la propuesta: ¿cómo le pueden estar pasando esas cosas al narrador al mismo tiempo que las está escribiendo? Pero en fin, imagino que son condicionantes de un mercado dispuesto a lo más absurdo para seguir con lo suyo. Por ese motivo cuando comencé a leer las propuestas de Mario Sanz, admito que me enfadé… y en ese sentido aún sigo un poco molesto. Entiendo que el uso del presente en el discurrir de la narración (que normalmente es cerrada y, por tanto, etimológicamente “perfecta”, esto es: ya realizada… pasada) puede ser interesante siempre que esté justificado y, desde luego, dosificado. Casi todos los autores han (hemos) recurrido a él. Lo que no me parece bien es el empleo sistemático. Pero, en fin, para gustos, los colores… De cualquier modo es una opción del escritor (muy digna, faltaría más) que mantiene durante todo el volumen y que, por otro lado, no le imposibilita para conseguir excelentes logros. Lo dicho: es mi gusto el que habla.

   Y hasta aquí los contras que, como el lector advetirá, ni son tantos ni son tan graves.

    Los “pros” son más numerosos pero también más difíciles de explicar, entre otras cosas porque la buena literatura no se hace únicamente de palabras (también la mala se hace de palabras), sino de “emanaciones de sentimientos”: siento no ser capaz de hallar un sintagma más concreto y exacto para definir lo que un lector (y yo me considero un buen lector, sin falsas modestias) siente ante una buena obra literaria. El sentimiento es inexpresable (precisamente porque es un sentimiento): Mario Sanz sabe escribir. Que no es este su primer acercamiento a la escritura se advierte desde las primeras páginas; esperemos, además, que tampoco sea el último.  Junto a textos claramente disciplinares (Faro de Mesa Roldán. Apuntes para una historia,  Faros de Almería y Un recorrido por los faros de la costa vasca), el autor nos ha regalado interesantes propuestas en torno al rescate de la memoria (Voces de Carboneras y Crónica de Carboneras, ambas escritas en colaboración); pero, sin duda, lo más destacado, desde mi punto de vista, ha sido su labor como antólogo y cuentista en obras colectivas como Con el mar de fondo, Lo demás es oscuridad o Donde el mar se hace Carbón. En esta última, por cierto, leemos un cuento realmente divertido «Incomprendidos», de nuevo escrito en tiempo presente.
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   La prosa del autor se muestra generalmente dinámica. En algunas ocasiones Mario Sanz se nos representa como un escritor funcional; en otras, intimista y lírico. El autor es consciente de la capacidad que posee para crear mundos y se vale de ello para dotar a sus cuentos de una pátina de hermosa sutileza o, cuando así lo exige la historia, de ironía borde e inteligente, o incluso de particular vehemencia.

   En algunos relatos —quizás los más logrados para mi gusto—, el autor ha aprehendido un interesante caudal de documentación y, luego, a la hora de escribir ha sabido cómo absorberlo y luego volcarlo en el texto sin que ello se note, imbricándolo en el devenir del relato de un modo natural, como si la historia no pudiera ser contada de otro modo, alejándose de la profusión y la farragosidad de los datos históricos que, aunque interesantes, no suelen aportar nada bueno al relato ficcional sino que, por el contrario, entorpecen, ralentizan la narración y la convierten en un texto farragoso. En ese sentido, la labor “documentalista” de Mario Sanz ha sido ejemplar y excelente.

   Como primer intento íntegramente literario, la propuesta de Mario Sanz Cruz me parece no solo digna de alabanza, sino esperanzadora y, desde luego, altamente recomendable. Espero que el autor no deje de intentarlo en futuros proyectos. Ojalá que estas palabras —en la medida de lo que valen (que es bien poco, por otra parte)— sirvan para ayudarlo a mejorar: pues no es otro el propósito de un escritor sino el de procurar perfeccionar su estilo en cada una de sus obras. En pocas palabras: aprender continuamente.

Mario Sanz Cruz,

FAROS SOBRE UN MAR DE TINTA, ed. Playa de Ákaba, 2016, 157 pp.