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lunes, 22 de mayo de 2017

DESTILANDO FANTASMAS

Mañana, día 23 de mayo, Destilando fantasmas llega a las librerías virtuales.

Aquí va un adelanto.


Bonn (Alemania), otoño de 1935

  
      —Han sido unos valientes —afirmó el profesor Franz Kellermann.
    —Han sido unos valientes porque están lejos de aquí. Esa es, en cierto modo, su valentía. Y además —aclaró Herman Schlegel—, el pobre Ossietzky nunca recogerá el premio porque está muriéndose en un sucio hospital carcelario.
     Un comité designado por el Parlamento noruego había otorgado el Premio Nobel de la Paz al periodista y pacifista Karl von Ossietzky. Nadie se desplazaría a Oslo a recogerlo, pues desde 1932 el galardonado permanecía encarcelado por sus críticas al gobierno nacionalsocialista. Y mientras los políticos escandinavos lanzaban un pulso al III Reich, Ossietzky, víctima de la tuberculosis, moría lenta pero irreversiblemente entre accesos de tos y vómitos de sangre, bajo la férrea vigilancia de enfermeros y carceleros.
     Anochecía. Los viandantes habían comenzado a desaparecer. Algunos paseantes, desafiando la noche gélida, se defendían de las bajas temperaturas alzando las solapas de sus abrigos y chaquetas, inclinando hacia delante las alas de sus sombreros. Desde el río se levantaba una tenue niebla que paulatinamente iba adquiriendo más consistencia. A través del amplio ventanal de la cafetería, sumergido en el ambiente tibio y acogedor de las conversaciones, el profesor Franz Kellermann presintió que en unos minutos la bruma sería un manto denso e impenetrable. Tenía que volver a casa.
    —También Mann se fue... Ahora está en Suiza, o quizá más lejos. —Eran unos pensamientos en voz alta, sin ningún destinatario concreto. Un desahogo todavía permitido en un país donde unas leyes absurdas, crueles y racistas lo habían privado de sus clases en la universidad. Desde la muerte de su esposa, Kellermann solía pensar en voz alta, sin hablar a nadie en particular. Sus conocidos lo sabían y lo aceptaban. Las grandes desgracias conceden ciertos privilegios a quien las sufrió.
    El profesor Kellermann dio el último sorbo a su café y dejó la taza sobre la mesilla redonda, pequeña, atiborrada de platos, periódicos, ceniceros y vasos. Siguió pensando en voz alta.
    —Hesse hace tanto que se marchó... que ya casi nadie lo recuerda. También salieron de aquí Brecht... y Weill... Aquí ya no queda nadie.
     —Solo ustedes... —Concluyó Karl-Wolfgang Forster, el más joven de los tres: el antiguo alumno que se resistía a perder drásticamente el contacto con sus profesores, con sus amigos.
    —Los más tontos, los últimos monos. —Ahora era Herman Schlegel quien vertía su rabia contenida sobre la mesa y los contertulios.
     —Rebeca es todavía una niña... demasiado pequeña para un viaje tan largo —dijo Kellermann.
     —¡Excusas! —Schlegel se mostraba enfadado— Eso mismo dijiste al principio de todo. Y ya han pasado más de dos años. El tiempo suficiente para que todos se fueran. ¡Todos! menos nosotros.
     —Entonces la situación era bien diferente...
   —Desde luego que sí. Teníamos un trabajo, unos estudiantes que querían imitarnos, que nos escuchaban cada día en silencio, ensimismados. Y se nos respetaba. Teníamos una vida: ahora solo nos queda huir, ocultarnos tras las persianas, bajar de la acera cuando nos cruzamos con un maldito fantoche con uniforme y brazalete. ¿Qué demonios hacemos aquí, Franz?
    Nadie respondió.
    Como era de prever la niebla se había convertido en una sábana cuya blancura cegaba al caminante hasta extraviarlo. Lentamente —tenía todo el tiempo del mundo— el profesor Kellermann se levantó de su silla. El joven Karl apagó su cigarrillo y lo imitó. Schlegel los miraba sentado, alzando el cuello, con una expresión de resignación y de tristeza.
   —Me voy a casa. Es tarde. Quiero darle un beso a Rebeca antes de que se acueste —dijo Kellermann.

    El espesor de la niebla les impedía ver más allá de sus narices, y el frío les obligaba a encoger los hombros buscando un mínimo de abrigo y de protección. Los tres hombres caminaban muy juntos, como si quisieran compartir el poco calor corporal que emanaban. De cuando en cuando se detenían, intentaban reconocer una fachada, el letrero de alguna calle, el escaparte de una tienda que pudiera servirles de referencia. Las farolas, ya de por sí escasas, vertían una luz lechosa e insuficiente que apenas podía abrirse camino entre la selva blanca y húmeda que parecía engullirles.
    —¿No nos habremos perdido, verdad? —Schlegel era el más pesimista de los tres.
    Kellermann sonrió y no respondió. Schlegel volvió a insistir en su pregunta.
    —No se preocupe, profesor —contestó Karl—. Vamos bien. Primero paramos en casa del profesor Kellermann y luego en la suya.
    —¿Y tú, muchacho? —Había cierta preocupación en la pregunta de Kellermann.
    —No se molesten por mí... En un momento estoy de vuelta en casa —podía haber añadido «al fin y al cabo, yo soy alemán»; pero le pareció de mal gusto aquel comentario—. Me conozco el camino con los ojos vendados.
    —Esta es una venda blanca; pero igual de efectiva —añadió Kellermann.
   De repente los faros de un automóvil se abrieron paso a través de las volutas de niebla. Pasó silbando ante ellos y más adelante, apenas cien metros, dio un frenazo. Los tres hombres se detuvieron y se pegaron a la fachada más cercana, en silencio.
   Muy pronto oyeron los gritos y las canciones, las puertas que se abrían y cerraban, las botas golpeando sobre los adoquines húmedos y resbaladizos. Muy pronto sintieron el miedo que les atenazaba las piernas y les impedía moverse, correr, huir de la furia que iba a desatarse de un momento a otro.
   Entonces llegó el ruido de los cristales rotos. Los golpes se repetían alternados con carcajadas monstruosas intensificadas por la invisibilidad en que la niebla lo había envuelto todo. Una luz se encendió en el interior de la vivienda. Solo en ese momento, los tres viandantes alcanzaron a apreciar, en los pedazos de vidrio que colgaban de la parte alta del escaparte,  los trazos quebrados de unos insultos pintados sobre el cristal, y los rasgos inequívocos de la estrella de David.
   —Son las Fuerzas de Asalto —musitó Karl.
   —Son unos asesinos que tienen permiso para incendiar la ciudad... si quisieran —Schlegel no era un hombre alegre porque no había ninguna razón para serlo.
   Armados de palos y barras de hierro, aquellos individuos cuidadosamente uniformados entraron en la tienda a través de la luna rota. Y justo en ese momento se abrió una puertezuela que apenas se apreciaba, junto al escaparate hecho añicos. Un pequeño recuadro de luz iluminó la acera, abriéndose camino entre la bruma. Comenzaban a oírse los gritos de miedo y de dolor, las risas y los cantos de prepotencia, los golpes de los palos y las barras metálicas: el estruendo de la destrucción del débil y del indefenso.
   Los tres hombres, paralizados por el miedo y la curiosidad, vieron la pequeña figura de un niño deslizándose lentamente por la puerta abierta. Tenía el cabello revuelto y temblaba quizás de terror o tal vez de frío, porque únicamente vestía una larga camisa de adulto que le llegaba hasta las rodillas. Andaba descalzo. Cuando cruzó completamente el umbral, echó a correr.
    Kellermann notó el golpe en el vientre. El niño había estado corriendo y mirando hacia atrás, temiendo que alguien lo siguiera. La niebla, la oscuridad, el frío y la prisa habían provocado el encontronazo. Karl sostuvo al profesor e impidió que este cayera; pero el niño salió despedido hacia atrás y rodó por la acera. Luego se levantó de un brinco, miró con ojos infantiles y de asombro a los tres hombres que parecían haber surgido de la nada, y reanudó su huida.
   —¡Muchacho! —gritó Schlegel, pero inmediatamente advirtió su imprudencia. Lo que añadió después lo dijo únicamente para sus dos compañeros—. Se le ha caído esta bolsa.
     Sostenía en la mano un pequeño saquito de terciopelo, atado en un extremo con una cuerda. El muchacho se perdía en la blancura de la niebla. Por un momento las plantas de sus pies lanzaron un destello de humedad que recordó el golpe de un látigo o un relámpago velocísimo que intentara abrirse camino entre la densa bruma. Fue lo último que vieron de él.
    —¿Qué es? —preguntó Karl acercándose.
    Habían vuelto a la acera, con las espaldas pegadas a la fachada de un edificio invisible. En la tienda seguían los gritos de dolor y de crueldad. Schlegel se afanaba en deshacer el nudo.
    —Sea lo que sea... pesa lo suyo. —Palpó la bolsa—. Parece una bola... —Rectificó—. No, un cuadrado algo irregular...
    Por fin había conseguido desatar la cuerda y ahora buscaba en el interior del saquito. Cuando extrajo la mano, los tres hombres sintieron que el corazón se les aceleraba.
    —¡Cielo santo! —dijo Kellermann—. Es el diamante más grande que he visto en mi vida.
    Y era cierto.
    Entonces el estruendo y el fogonazo de un disparo surgieron del escaparate destrozado. Y durante unos segundos —que parecieron horas— el silencio más absoluto se adueñó de la calle y del interior de la vivienda.
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