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jueves, 22 de mayo de 2014

Ray Bradbury: el ser humano llega a Marte


   La literatura de ciencia-ficción nunca ha sido mi predilecta. Las novelas de este género que habré leído en mi vida tal vez se puedan contar con los dedos de una mano. Asimov, Lem,  H. G. Wells, Huxley y Ray Bradbury (cuya Farenheit 451 fue la primera novela de ciencia-ficción que recuerdo haber leído) son los pocos autores que se hallan en mi biblioteca. Hace unos días, y como guiado por una premonición, me sentí atraído por las Crónicas marcianas. La curiosidad me llevó a abrirlas; la necesidad de disfrutar me ha impedido cerrarlas hasta su conclusión última, hasta el momento final en el que los únicos marcianos del Universo contemplan su rostro reflejado en el agua: unas líneas tan tristes como esperanzadoras.
   
   Ray Bradbury (1920) comenzó a escribir los veinticinco relatos que conforman las Crónicas marcianas en 1946. Algunos de ellos fueron apareciendo en revistas y periódicos. En 1950 fueron publicados como libro unitario. Los relatos abarcan 27 años de vida terrestre y marciana, desde enero de 1999 —fecha que Bradbury estimó como la del inicio de la primera expedición a Marte— hasta octubre de 2026. Contrariamente a como sucede en otros libros de relatos, el lector esta vez debe seguir el orden propuesto. Las narraciones son variadas —en tamaño, en temática, en localización—, pero todas son excelentes.

    Crónicas marcianas es un libro deslumbrante que te atrapa desde su primera página y te va engullendo con un ritmo pausado y envidiable. No hay relato que no sea atractivo, que no sea preciso en su mensaje y en su intención. Una obra imprescindible para conocer (y aprender de los errores) la segunda mitad del siglo XX. Desde luego tendría que ser libro de cabeceza de todo político, de cualquier presidente de cualquier gobierno. Habla de Marte, por supuesto, pero también habla del ser humano y sus ambiciones, sus locuras, sus logros, sus miedos, sus dudas, sus afanes y su capacidad tan absurda como eficaz de autodestrucción.

   El libro de Bradbury pretende ser el testimonio de los intentos  por alcanzar el planeta rojo —comienza con la descripción del fracaso de diversas expediciones—, el posterior éxito y la paulatina colonización, luego vendrá el regreso a la Tierra y, por tanto, el abandono de Marte. Los relatos muestran diversas perspectivas: la de los marcianos, que ven la llegada de los terrestres; la de los colonos, que deben reinventar un mundo nuevo tomando como patrones elementos terrestres y humanos; la de los terrestres que no suben en los cohetes y permanecen en la Tierra. Hay mucha crítica al modelo americano (y mundial) en un periodo en el que la Guerra Fría estaba en su momento más álgido (o gélido) y la amenaza nuclear era una realidad dramática. La prosa de Bradbury es también la plasmación de un mar de dudas en torno a la identidad terrestre, a los logros científicos; y también el temor ante la propia capacidad de autodestrucción del ser humano. Todos los relatos están pasados por la pátina de la tristeza, parecen decirnos “así somos, así queremos que sean los mundos que conquistemos”; y también (y he aquí lo más extraordinario) por un tono elegíaco. ¿Por qué extraordinario? Evidentemente la elegía habla de momentos ya pasados, de la nostalgia que surge ante lo desaparecido. Bradbury dota de ese sentimiento a sus personajes, a su obra: todavía no hemos alcanzado Marte y ya parecemos haberlo perdido.

   Cuando en 1955 Borges realizó el prologo al libro (que en esta edición también se recoge), señaló dos narraciones: «La tercera expedición», cuyo horror invita a la reflexión y cuestiona muchas de nuestras certezas; y «El marciano», relato patético y triste que dice mucho en contra de la necedad y el egoísmo terrestre. Yo destacaría algunas más: «Aunque siga brillando la luna», todo un canto a las civilizaciones perdidas, aniquiladas en pro de una supuesta modernidad y un progreso inclemente; «Los hombres de la Tierra», tácito (creo) homenaje a Dostoievski y su fragmento sobre El Gran Inquisidor —incluido en Los hermanos Karamavoz--; «Usher II», homenaje a la literatura y a la capacidad de inventiva del ser humano, sin duda todo un anticipio de su posterior Farenheit 451 (1953); la cómica —quizás machista, sin duda ingenua— «Los pueblos silenciosos»; y  la espeluznante y sentimental «Los largos años», tan delicada como perfecta en su elaboración.

    Lo más espeluznante es que el título que Bradbury eligió para estos relatos tan delicados y formidables sea, hoy en día, recordado por un programa televisivo de dudoso gusto. Lo mejor es que esta paradoja ya estaba —al menos yo he tenido esa sensación al terminar el libro— en las páginas de Bradbury: no hay antídoto contra la estupidez humana.

Ray Bradbury,
Crónicas marcianas
Editorial Minotauro.
265 páginas