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jueves, 26 de marzo de 2015

LA ÚLTIMA LLAMADA: CULPA Y LITERATURA


      Será la edad, pero conforme envejezco y, por tanto, conforme leo más y más libros, cada vez soy más propenso a abominar de los adjetivos, de las clasificaciones. Juzgar una novela por el calificativo que la acompaña (que si romántica, que si histórica, que si negra, que si blanca…) me parece cada vez más absurdo; aunque se siga utilizando como guía para libreros y lectores. Quien se acerque a la última propuesta de Empar Fernández, La última llamada, guiado por el calificativo de “novela negra” o “de misterio” (no en vano está incluida en la colección Off Versátil), saldrá decepcionado, porque la novela —aunque no carece de misterio (¿qué novela no lo tiene?)— no convierte este en el principal resorte de la acción. La mujer que no bajó del avión, su anterior título y que también reseñé en este suplemento, ya supuso una forma muy personal de enfocar la “negritud” novelística. En La última llamada la autora insiste en los rasgos que ya alabé en el anterior título: pocos personajes; nada de acción extrema, de sexo, de disparos, exabruptos, psicópatas; una acción escasa y siempre supeditada a las reflexiones y los pensamientos de los personajes.

       El argumento es fácil de resumir: una muchacha, Noemí, sale una noche de casa y ya no regresa. Tres años después la familia —su padre, su madre y una hermana mayor— está a un solo paso de la ruina anímica y física. Los remordimientos y el sentimiento de culpa del padre de la muchacha —que aquella noche fatídica no contestó la llamada de Noemí— son la columna vertebral de la novela. A un tris de despeñarse en el abismo del alcohol, a un paso de perder el trabajo, con los nervios a flor de piel, Julio Monteagudo, el padre, vive con el corazón asomando por la garganta, obsesionado por la hija que nunca apareció. Empar Fernández sabe cómo describir su estado anímico: la culpa que le impide dormir y que ha convertido su vida en una obsesión enfermiza y autodestructiva. Su desesperación lo lleva a contactar con una médium de origen irlandés a la que su hjja mayor, Yolanda, pretende desenmascarar y denunciar como farsante. Y no desvelaré más.

      En su debe advertimos un uso peculiar (y erróneo) del punto y coma, una profusión de reflexiones que, sin duda, exasperará a ciertos lectores (no a quien esto escribe) y que acercan la novela a la literatura decimonónica; la escasa relevancia de algunos personajes trazados quizás demasiado esquemáticamente (la madre, el subinspector de policía, el novio de Yolanda); y el final abrupto que, como siempre sucede, decepciona al ser comparado con el arranque. Siempre ocurre igual. Las denominadas novelas de misterio adolecen de este defecto, insalvable: el planteamiento del problema siempre es más interesante que la solución, porque lo que importa no es la meta, sino el camino que nos lleva a ella.
     En su haber: el dominio de la autora para mantener la tensión a pesar del fino hilo argumental; la conjunción de varios puntos de vista (el de Yolanda, el de Julio, el de la propia vidente) con los que dota de agilidad una historia estática; el empleo de la elipsis y el sobreentendido como creadores de tensión; la facilidad de estilo y de lectura, prueba del buen cuidado en la escritura y, sobre todo, reescritura de la novela.


    Empar Fernández ha sido valiente al escribir una historia muy alejada de la novela negra más canónica. Aunque autora y obra se paseen por los diversos encuentros, semanas o eventos dedicados a la novela negra que pueblan nuestra geografía, La última llamada es más que eso: simplemente una novela… una buena novela.


Empar Fernández

La última llamada,

Ediciones Versátil, Barcelona, 273 pp.


domingo, 15 de marzo de 2015

JUSTICIA, de Friedrich Dürrenmatt: LA CARA MÁS HORRIBLE DE SUIZA

     Tres son las constantes que Friedrich Dürrenmatt (1921-1990) utiliza casi obsesivamente en la gran mayoría de sus obras. La primera es la predilección por la estructura policiaca: como Borges, el escritor suizo es consciente de que el orden que impera en la novela detectivesca es el único con el que puede expresarse con cierta coherencia en una época de caos. Basta recordar títulos como La sospecha o El juez y su verdugo, reseñados con anterioridad.
      La segunda constante es la crítica soslayada ¾pero no menos hiriente ni menos evidente¾ contra la “rectitud” de la sociedad suiza, y el desvelamiento de la hipocresía y amoralidad en pro del negocio y de una supuesta neutralidad: la sociedad modélica, pacifista y civilizada se sostiene a expensas de divisas sacadas subrepticiamente de otros países ¾donde quizás la gente muera de hambre¾; bajo el anonimato de las cuentas bancarias se subvencionan asesinatos, guerras, conflictos de todo orden.
       La tercera y última constante ¾pero no menos importante¾ es la reflexión continua en torno a la Justicia. Desde las novelas arriba citadas hasta su más famosa obra teatral La visita de la vieja dama, Dürrenmatt ha convertido el análisis de la Justicia en el tema básico de su producción.
        La novela que aquí reseñamos apareció por vez primera en 1986 ¾aunque, según afirma el propio autor, la idea primigenia y el primer borrador fueron concebidos en 1955¾. Tusquets la rescata de su fondo y saca a la luz una quinta edición. Hay que alegrarse porque la novela es un ejercicio estilístico y argumental maravilloso. La idea de partida no puede ser más atrayente: en un cantón suizo, su consejero ¾hombre intachable y ejemplo de urbanidad¾ comete un asesinato en presencia de los comensales de un concurrido restaurante. Condenado a veinte años, encarga a un joven abogado ¾con apuros financieros¾ la revisión del proceso a partir de una hipótesis ilógica: él no es culpable. Se reinician los interrogatorios y comienzan a surgir las dudas ¾hay contradicciones entre los testigos, el arma homicida nunca apareció, una serie de accidentes casuales van eliminando a todos aquellos que podrían señalar la culpabilidad del consejero... y lo que es más curioso: no existe ningún motivo aparente para el crimen¾. De tal modo que el abogado protagonista se ve inmerso en un laberinto de triquiñuelas legales, de carambolas del destino, que terminará ahogándolo y del que no podrá salir sin dejar algo más que su credibilidad y su dignidad.
     Esta sátira, ácida y corrosiva, contra la Justicia y sus “operarios” ve acrecentado su cinismo en el desfile de unos personajes poco menos que surrealistas: Spät (el abogado y narrador) enamorado de la hija del acusado, Hèléne, imagen de la belleza sustentada en la podredumbre y el crimen; el engreído asesino, el consejero Kohler, quien maneja los hilos de la farsa y las marionetas desde la celda moderna y cómoda de la cárcel; la deforme Mónika, que deviene en el rostro verdadero ¾sádico, hipócrita, consumido por el odio¾ de la sociedad; la inocente Daphne, que carece de personalidad y quizás de rostro; los meros peones Winter y Bruno de un juego regido con precisión y ensañamiento. En fin, toda una caterva de personajes atípicos y en cierto modo incompletos ¾física y mentalmente¾, que muestran la realidad de un país sustentado en la hipocresía y el dinero teñido de rojo.

      Dándole la vuelta a Plinio diremos que no hay novela buena que no contenga algo malo. Justicia adolece, a veces, de cierta profusión, de un afán por revelarlo todo, como si el lector no fuera lo suficientemente perspicaz para poder llegar a las conclusiones por sí solo. Hay momentos gratuitos ¾como la escena de la violación¾ y otros en los que el lector se siente insultado en su inteligencia: Dürrenmatt quiere descubrirnos cada sutileza o doble lectura... como si nosotros no pudiéramos descubrirlas. Afortunadamente son los menos, y de ese modo la obra se lee disfrutando en cada línea, dejándose llevar por la voz de Spät: una voz algo ronca y resabiada, medio consumida por la impotencia. Cerramos el libro y una sensación de pesimismo nos invade: quizás el mundo esté bien hecho, pero sin duda está mal distribuido.

Friedrich Dürrenmatt,

JUSTICIA,

Tusquets editores, Barcelona, 215 páginas.

sábado, 7 de marzo de 2015

DISECCIONANDO AL INSPECTOR DUARTE



    Comencé a escribir La última semana del inspector Duarte en las Navidades de 2010 y la terminé en febrero del año siguiente. Es decir, alrededor de dos meses. Dicho así puede parecer muy poco tiempo, y realmente lo es; pero sucede que en realidad empecé a escribirla en el año 2000. Qué lío, ¿verdad?
    En febrero de 2000 comencé a trabajar como profesor de Secundaria en diversos institutos de Andalucía. Era mi primera experiencia como docente y, para qué ocultarlo, en la universidad nos habían llenado la cabeza de conceptos y datos, pero no nos habían dicho cómo debíamos enfrentarnos a unos alumnos adolescentes tan cargados de energía que les rezumaba por las orejas. En fin, que allí estaba yo delante de una treintena de chavales y chavalas intentando que no se me notasen mucho los nervios y, al mismo tiempo, procurando transmitirles mi amor por la literatura.
   Muy pronto advertí que eran más bien pocos (casi ninguno, aunque siempre había alguna excepción, claro está) los que disfrutaban leyendo. La falta de hábito lector desembocaba irremediablemente en la acumulación de faltas de ortografía. Mi cometido era doble: aficionarlos a la lectura y, al mismo tiempo, enseñarlos a escribir con el menor número de faltas posibles. Se me ocurrió una idea: les daría a conocer un relato breve (nunca más de una página) que careciera de final; el alumno tendría que leerlo y escribir el final. Acudí —adaptándolos para que no excedieran del tamaño que me había fijado— a Borges y a Cortázar, a Monterroso, a Las mil y una noches, a viejas leyendas nórdicas y a otros muchos autores. En un momento dado yo mismo escribí un cuento. Como siempre me ha gustado la novela de misterio y, más en concreto, la novela-enigma (a la manera de Agatha Christie, Ellery Queen o S. S. Van Dine, por citar solo algunos nombres), escribí un breve relato: «Un caso del inspector Méndez». Con él obligué a los alumnos a leer con más atención, puesto que para continuar el relato y hallar la correcta solución debían encontrar las pistas diseminadas por entre las líneas de la narración. Me enorgullezco en afirmar que fue todo un éxito. A este primer caso del inspector Méndez siguieron otros más: «El inspector Méndez y el caso del secuestro», «El inspector Méndez y la enfermera»… Aquellos que fueron mis alumnos lo recordarán. ¿Qué mejor premio puede recibir un profesor que este?
    Han pasado quince años y todavía los casos/relatos del inspector Méndez siguen circulando por mis clases y continúan sirviéndome como instrumento muy eficiente para incentivar la afición lectora de mis alumnos y mejorar su ortografía.
    En las Navidades de 2010 me hallaba en pleno proceso creativo: estaba ultimando (releyendo y corrigiendo) una novela —Morirás muchas veces; que todavía sigue inédita— y escribiendo Puzle de sangre al alimón con Mario Martínez Gomis. ¿No habéis sentido que cuando más cosas tenéis que hacer (exámenes, trabajos), más os apetece hacer otras cosas distintas? Pues eso fue lo que pasó. Una mañana en que me levanté tardísimo porque estaba de vacaciones y me había acostado a horas intempestivas corrigiendo mi novela, decidí que merecía un respiro, un descanso. Había enviado un capítulo de Puzle de sangre a Mario y este todavía no me había contestado. Decidí tomarme un descanso…
     Hay quien descansa paseando, tumbado en sofá, yéndose al bar, contemplando una película… Yo descanso leyendo y escribiendo. La última semana del inspector Duarte es mi particular descanso del guerrero. Pensé que si unía cuatro casos del inspector Méndez y convertía a este en el inspector Daniel Duarte —porque ya había otro Méndez pululando por otros libros— la cosa podría funcionar. Y acerté.
    Recuerdo con especial agrado las tardes de escritura, el modo en que las cuatro historias debían estar imbricadas a la perfección para que el resultado no pareciese forzado. No sé si lo he conseguido: es el lector quien debe juzgarlo.
    En La última semana del inspector Duarte hay un secuestro, un par de asesinatos, mucha deducción y ningún tiro, ni persecuciones, ni mujeres fatales. No es novela negra, ni pretendió nunca serlo. Frente a los extremos de Puzle de sangre, La última semana del inspector Duarte puede resultar incluso demasiado inocente. Es mi particular homenaje (seguro que no será el único) a la novela-enigma que, dentro del subgénero de misterio, sigue siendo mi favorita a pesar de lo que mis últimas producciones puedan dar a entender. De buscar similitudes, el inspector Duarte está más cerca del comisario Maigret que de Sam Spade o Philip Marlowe.
     La última semana del inspector Duarte no es una novela juvenil. Entre otras cosas porque no sé muy bien qué es tal cosa. ¿Acaso todos los jóvenes leen el mismo tipo de literatura? Nunca fue así, y dudo mucho que ahora lo sea. El protagonista es un señor a punto de jubilarse, el acné y el exceso de energía están desterrados de sus páginas, ningún jovencito sabihondo ayuda al inspector a resolver los misterios, no hay ninguna historia de amor entre adolescentes atormentados… Definitivamente no es lo que se dice una novela juvenil. Es una novela de entretenimiento, de puro y simple entretenimiento, escrita como mejor sé hacerlo y procurando no tratar a los lectores como estúpidos. Se trata de una novela de un rombo que, para los que no lo entiendan, significa que es apta para todos los públicos de entre 9 y 99 años (o menos de nueve —si el lector es inquieto— o más de 99 —si el lector prefiere invertir el tiempo en ella—) y en la que realizo también un homenaje al mundo de los libros. No hay vampiros, ni sexo, ni insultos, ni disparos, ni palabrotas, ni persecuciones automovilísticas, tampoco hay crítica social o análisis de conflictos generacionales; es una novela otoñal que, como siempre he procurado en mi producción literaria, tiene dos lecturas: una literal y explícita, y otra más profunda que el lector deberá hallar.
     La novela es deudora, en un tono de sentido homenaje, a todas las series que jalonaron mi infancia: Colombo, McMillan y esposa, Nero Wolfe o Los rivales de Sherlock Holmes, por ejemplo. Y a aquellas que me acompañaron durante la juventud: Luz de luna, Se ha escrito un crimen, Remington Steele o Poirot, por citar algunas. Seguro que se han hecho mejores series después; pero hay momentos que me resisto a olvidar. Y si tuviera que comparar la novela con alguna serie actual estaría más cerca de Monk o de Los misterios de Laura que de Dexter o The Wire, por citar dos de las más famosas. Estoy convencido de que el inspector Duarte podría suscribir aquello que respondió Billy el Niño cuando Pat Garret le dijo que tenía que dejar de delinquir, que los tiempos estaban cambiando. «Los tiempos, tal vez», dijo Billy, «pero yo no».