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jueves, 10 de abril de 2014

Brevísima historia de la novela de misterio (II)


   Hasta mediados del siglo XIX no existió la novela de misterio. Por supuesto que en algunas obras escritas en las centurias anteriores se cometían delitos (asesinatos, robos, violaciones, secuestros), pero eran acciones secundarias (incluso de tercer o cuarto orden) dentro del desarrollo del tema principal del relato.
La eclosión del Romanticismo y su gusto por los argumentos góticos (noches lluviosas, lugares lúgubres, tumbas, seres sobrenaturales, personajes de turbio pasado) coincidió con la aparición del folletín o novela por entregas (nacido en 1836 en el periódico francés Le Siècle). La mezcla de todo ello contribuyó a acrecentar el interés por lo misterioso en la literatura.
Todos los estudiosos y críticos de este subgénero narrativo coinciden en señalar la publicación —en The Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine (Filadelfia, abril de 1841)— del relato de Edgar Allan Poe, Los crímenes de la calle Morgue, como el inicio de lo que posteriormente se denominará novela de misterio. Es, junto con el ensayo,  el único de los géneros o subgéneros literarios del que conocemos la fecha exacta de su nacimiento. Edgar Allan Poe escribirá otros dos relatos de misterio: La carta robada y El misterio de Marie Roget. El detective amateur (Auguste Dupin) y su amigo (que es la voz de la narración), junto con los métodos deductivos para solucionar el misterio, serán las bases sobre las que crecerá el inmenso edificio de toda la novela de misterio posterior.
Este género novelístico llegó a Europa a través, obviamente, de la cultura inglesa: Charles Dickens (Casa desolada, El misterio de Edwin Drood) y Wilkie Collins (La piedra lunar y La mujer de blanco) serían los principales valedores, aunque tampoco hay que dejar de reseñar obras como Un asunto tenebroso, del novelista francés Honoré Balzac, y Monseiur Lecocq, de Emile Gaboriau.

La traducción al francés —a cargo del poeta Charles Baudelaire— de los cuentos de Edgar Allan Poe, Historias extraordinarias, en la década de 1870, supondría un soberbio empuje para el posterior desarrollo de la novela que aquí tratamos. No obstante, los coetáneos de Baudelaire prestaron más atención a los relatos de terror que a aquellos con planteamientos detectivescos.

Un segundo hito tuvo lugar en 1887, cuando la revista londinense Beeton’s Christmast Annual publicó la novela Estudio en escarlata. Su autor, Arthur Conan Doyle, un médico con escasa clientela, la había escrito dos años antes y se había visto forzado a vender sus derechos de autor por veinticinco libras esterlinas. De este modo tan prosaico y discreto surgía una de las figuras literarias más reconocidas en todo el mundo: Sherlock Holmes. Es el primer peldaño para convertir a este personaje de estrambótico nombre en la primera gran figura del género policiaco. Todo el lastre romántico (sucesos extraordinarios, situaciones lacrimógenas, finales impactantes e inverosímiles) y realista (descripciones farragosas, especial interés en los detalles más folclóricos, diálogos interminables) desaparecerá: las historias protagonizadas por Sherlock Holmes (cuatro novelas y cincuenta y seis relatos) siguen siempre el mismo patrón: un ingenuo doctor Watson narra cómo su amigo Holmes consigue (deduciendo, induciendo) la solución del problema a partir de los elementos o sucesos más triviales. Es el inicio del mundo científico (el positivismo y el cientificismo de Auguste Comte) y Holmes es su principal valedor.


Durante varias décadas van a proliferar infinidad de detectives bajo la inmensa sobra de Sherlock Holmes. Estos son unos cuantos de las decenas que seguirán, con mayor o menor fortuna, los pasos del famoso personaje: el vehemente Martin Hewitt (creado por Arthur Morrison), el elitista Eugène Valmont (de Robert Barr), el pedante profesor Augustus S. F. X. Van Dusen (obra del malogrado Jacques Futrelle, que falleció en el hundimiento del Titanic), el penetrante periodista Rouletabille (creado por Gaston Leroux), el doctor Thorndyke (con unos originales planteamientos —al modo del más reciente Colombo— de Austin Freeman), el maravilloso padre Brown (del no menos genial G. K. Chesterton), el ciego Max Carrados (original creación de Ernest Bramah)… la lista podría ser interminable. La aparición de Sherlock Holmes fue como una enorme piedra arrojada a un inmóvil lago que generó una inmensidad de ondas que llegan hasta hoy.