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domingo, 9 de noviembre de 2014

EL MUSEO LEÍDO: el pincel y la pluma

     El volumen que aquí comentamos es una apuesta cuanto menos arriesgada: no corren tiempos propicios para el disfrute de la lectura reposada, para el paso lento y reflexivo de las páginas. En ese sentido el planteamiento de los dos editores, Catalán y Ros, —ambos filósofos, ambos profesores universitarios— tiene un atractivo rasgo de rebeldía bajo un envoltorio pulcramente burgués y acomodado. A la manera de Chesterton: son los ortodoxos quienes rompen con las reglas, los auténticos rebeldes, en un tiempo donde lo común, lo anodinamente aburrido es la heterodoxia continua.

        Nos proponen los autores de la antología el recorrido por una galería de arte, y también por una historia del pensamiento. La obra está compuesta por veinticuatro reproducciones pictóricas que van desde Brueghel hasta Bacon, pasando por Velázquez, Giotto, Vermeer, Magritte o Goya; junto a estas pinturas, apoyándolas, alzándolas desde la incomprensión (a veces), hundiéndolas mediante la más directa de las críticas negativas (otras veces), apuntalándolas con espléndidos enunciados, los editores han colocado otros tantos textos provenientes de filósofos, historiadores, poetas o novelistas —desde un hermosísimo y transparente poema de W. H. Auden hasta la prosa voluptuosa de Severo Sarduy, pasando por Proust, Sebald, Baudelaire, José Ángel Valente u Octavio Paz—. Confieso mi error al iniciar la lectura del libro saltándome el prólogo. Que el futuro lector no tropiece en esa piedra. Las escasas cinco páginas iniciales son imprescindibles no sólo por la claridad de las ideas expuestas —merced a una elaborada prosa que debería figurar en todos los manuales de estilo—, sino, y sobre todo, porque evitaría al lector demasiado “listo” caer en errores de bulto. Como afirman Catalán y Ros, el orden de lectura es importante. Uno tiende a pensar que la reproducción pictórica en la página par y el texto en la impar —enfrentados entre sí— ayudaría a una mejor interpretación de las imágenes; pero anda muy equivocado, porque los autores pretenden que nos sumerjamos en este museo impreso como simples visitantes, meros observadores de unos lienzos de los que luego —con ellos fuera de la vista— obtendremos una interpretación (una, no la definitiva) que nos obligará a desandar el camino, a observar el cuadro con otros ojos ya menos inocentes. Un ejemplo magistral es la reproducción de La instrucción paterna de Terboch, glosado por el filósofo Richard Wollheim: lo que en un primer momento parece un padre amonestando a su hija ante la actitud indiferente de la madre se convierte, tras la lectura, en una prostituta negociando el precio con un futuro cliente ante el silencio de (suponemos) la madama.

       Gozosa experiencia, pues, la lectura de un volumen que debe convertirse en libro de cabecera, de los que apetece abrir y degustar frente a la avalancha de lo que ya convendría ir denominando como fast-literatura. Cuando obras maestras de la pintura se conjugan con la belleza de los vocablos y la maestría del estilo, es fácil llegar a la conclusión de Kandinski: «Toda expresión artística tiende a la musicalidad»; una satisfacción para la vista y para el oído.


Miguel Catalán y Fernando Ros (eds.),

El museo leído,

Institució Alfons El Magnànim, Valencia, 2009. 155 páginas.