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sábado, 6 de septiembre de 2014

LA SOLEDAD DE LOS PIRÓMANOS: revisitando a Javier Tomeo


        Que Javier Tomeo (1932-2013) es un autor difícil es algo que no debe sorprender a aquellos que hayan accedido a la extensa obra del autor aragonés. La dificultad de Tomeo no descansa en el argumento de sus novelas, sino en la arquitectura, en el armazón sobre el que el autor las ha edificado. Hay obras donde el andamiaje ¾complejo, milimétrico¾ destaca sobremanera (como en El castillo de la carta cifrada o en El discutido testamento de Gastón de Puyparlier); y otras donde sólo la mirada certera y crítica, la lectura atenta y profunda puede desvelar el artilugio que sustenta la obra (como en El crimen del Cine Oriente). La soledad de los pirómanos pertenece al segundo grupo: todo parece anodino, trivial, rozando la monotonía. No en vano la obra habla sobre el aburrimiento de la cotidianidad, sobre la paradójica soledad en una mundo superpoblado. Únicamente una lectura detenida y atenta nos permite descubrir la arquitectura que descansa y sostiene el edificio argumental.
Quizás homenajeando o quizás parodiando al Ulises de Joyce, la novela transcurre en un único día: un sábado de noviembre, en una ciudad portuaria cuyo nombre se omite (aunque ciertos datos nos remiten a Barcelona). Tomeo utiliza el recurso de la primera persona para contar la historia, que se desarrolla en tiempo presente. Los hechos narrados no han pasado, sino que pasan en el momento en que son relatados. Aunque la verosimilitud se resiente, los lectores ganamos en inmediatez.
      La vida anodina de un soltero, Rafael, el narrador, aparece tiznada de personajes tan hundidos en la soledad como el propio protagonista: su amigo Ramón (especie de alter ego del propio autor), su gata Julieta... Y ante la escasez de hechos y acontecimientos relevantes, el narrador debe sumergirnos en las descripciones detalladas y puntillosas de todas las cosas que le rodean. Ahora se homenajea o parodia la noveau roman francesa. Quizás la soledad agudice los sentidos: todo se ralentiza, todo parece cobrar una importancia que no creíamos existiera. Pero al mismo tiempo la soledad nos vuelve egoístas: nuestra mente, ociosa, decide convertir nuestras debilidades en grandezas, tergiversándolo todo. Rafael es un maniático que, a pesar de la socarronería de sus opiniones, no nos puede resultar simpático; nos decantamos por el torpe y tímido Ramón, con sus intentos por enamorarse, con su afán por desasirse de la influencia de Rafael, de salir de la monotonía mecánica, de la vida aburrida que soporta y a la que intenta no resignarse.
       En esa vida gris y aburrida, donde la televisión ha sustituido al Otro, donde el diálogo no existe, donde los fines de semana son una carga y no un premio; en la monotonía de la existencia de Rafael y Ramón, los misteriosos incendios que se declaran en la ciudad devienen un soplo de aire fresco, de renovación. Hay un resquicio por donde poder introducir su imaginación, por donde destilar la sensación de inutilidad y agobio que desprende la vida de los dos solteros.
      La presencia de una niña pelirroja en las cercanías de los incendios se convierte, en la mente inestable del narrador, en una elemento vital: es una grieta en el muro de su existencia gris, es un acicate que remueve su imaginación, su capacidad para fantasear... aunque el precio sea la muerte... La obsesión del narrador hacia la niña pelirroja contagia al lector quien, asombrado, se deja llevar por el monólogo retorcido de Rafael: miramos por la ventana y sentimos alivio al comprobar que ninguna niña pelirroja acecha nuestra casa.

       Termina la novela con una nota de suspense que nos deja en vilo, al pie de un precipicio. Advertimos entonces que la soledad ha sido la verdadera protagonista y que la tristeza que desprenden las páginas tardará todavía un tiempo en borrarse de nuestra alma. Hace un siglo los escritores románticos exaltaban la soledad; en el siglo XXI la soledad ha dejado de ser “un precioso bálsamo” para convertirse en un cáncer.

Javier Tomeo,
La soledad de los pirómanos,
Ed. Espasa Calpe, 2001. 183 págs.