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martes, 26 de agosto de 2014

LA FUENTE DE LA EDAD: un clásico del siglo XX


     Cuando realizaba el hoy tantas veces añorado C.O.U., el profesor Ángel Luis Prieto de Paula nos recomendó ¾pues figuraba en el temario¾ comprar y leer La fuente de la edad de Luis Mateo Díez (León, 1942). Corría el año 1987 y la obra, que había visto la luz en octubre del año anterior, había recibido el Premio Nacional de Literatura y el de la Crítica. Recuerdo que su autor no figuraba en las Enciclopedias: por aquel entonces apenas había publicado un par de libros de cuentos y había colaborado ¾con su amigo José Mª Merino¾ en algunas revistas y antologías poéticas de los años 70. Con su ojo crítico y certero, con su vehemencia y su entusiasmo hacia todo lo literario, Prieto de Paula ya la consideró como una obra maestra. Las repetidas reediciones, y la inclusión en la la colección Letras Hispánicas de Cátedra, corroboran la sabia elección de mi profesor. Vuelvo a abrirla y siento que la edad (y la lectura de otras obras) me ayuda a sumergirme todavía más y mejor en las peripecias de los Cofrades; pero también sé ¾y de algún modo me entristezco¾ que nunca podré aprehenderla por completo, por muchas lecturas que realice: es la condición de las obras inmortales.
    Cuesta resumir una obra que destila buen hacer y humorismo en cada página, en cada línea, en el dibujo preciso y genial con el que está descrito cada personaje (y son muchos), cada situación o peripecia. Para aquellos que se aproximan a ella por vez primera solo cabe transmitirles un consejo: la paciencia siempre da su sufro. Y digo esto porque, en una época regida por la prisa y la precipitación, la lectura de una obra tan densa puede llegar a cansar. También la novela elige a sus lectores: cuando las 40 primeras páginas nos hayan agotado, debemos pensar que nosotros no somos dignos de continuar con la lectura, que la sorpresa última y genial nunca nos será concedida. No se trata de una obra aburrida ¾yo soy el primero en huir de ellas¾, pero sí de una obra difícil, de una obra sin desperdicio y sin concesiones. La exigencia es alta; pero el premio final es de los que marcan para siempre.
      Componen la novela 15 capítulos divididos en tres partes que representan el esquema explícito del modelo clásico: la presentación de los personajes ¾un grupo de amigos (los Cofrades) que intentan huir de la monótona vida provinciana de la postguerra¾; la irrupción del conflicto ¾la supuesta existencia de una fuente de aguas virtuosas¾ y la resolución ¾la búsqueda de dicha fuente¾; y por último, el fracaso y la herida del primer intento ¾la fuente¾ se sutura con el éxito de la venganza. He aquí la columna vertebral de la obra, plagada ¾como no podía ser menos¾ por los más quijotescos y variopintos personajes que imaginarse pueda: desde los Cofrades protagonistas ¾marginales y algo bohemios¾ hasta sus rivales ¾representantes del Orden y la sociedad biempensante¾; pasando por el estrafalario Olegario el Lentes, o Celenque el mulo condenado, o Publio Andarraso el loco poeta ripioso, o la vieja Manuela Mirandolina, o el pastor zoófilo Belisario Madruga o la sonámbula Dorina.
    Todos y cada uno de ellos desfilan por la novela dejando su grano de arena que ayudará a configurar el tema: el enfrentamiento, la lucha sin cuartel entre la gris y monótona realidad, la anquilosada vida cotidiana ahogada por el lastre de una sociedad provinciana y retrógrada; contra la fantasía, la imaginación, el amor por la aventura y el humor que proponen los Cofrades como alternativa a una vida que no es tal. Es la lucha eterna entre Realidad y Deseo, entre lo establecido y el afán por dar la vuelta a la tortilla y al pensamiento amojamado. El final deja las puertas abiertas para las múltiples interpretaciones: al éxito y la alegría por la venganza se opone la imagen brutal ¾representada por el último acto de la sonámbula Dorina¾  del vivir diario, de la puta realidad.

     No hay mejores palabras para definir La fuente de la edad que las del propio autor: “Es la historia de unos personajes que viven en la muerte y buscan la vida”.




Luis Mateo Díez,
La fuente de la edad,
Ed. Cátedra.

jueves, 21 de agosto de 2014

CASA DERRUIDA


                        

     
    Nada queda en tu rostro salvo piedras,
ladrillos, travesaños, vigas, nada.
Un fue que ya no existe ni es pasado
hoy pace en la derrota de tu arena.

         Contemplo los montones
de yeso, cal y llantos:
quebradas escaleras, puertas rotas,
juguetes olvidados junto a perchas
desnudas, cachivaches desmayados.

         No hay risas ni gritos. No hay besos;

y la desolación deviene en asco.

viernes, 15 de agosto de 2014

LOS CAPRICHOS DE LA MUERTE: un Saramago genial y divertido

        Cuando termino de leer Las intermitencias de la muerte, publicada por el Nobel portugués José Saramago en 2005, hay dos ideas que me rondan por la cabeza. La primera: la fuerza de un hombre de 83 años (nació en 1922) para concluir una obra tan notable como la que acabo de leer; la capacidad intelectual y física (porque escribir supone un esfuerzo físico que muchos desconocen) de un hombre que todavía es capaz de publicar dos novelas más —El viaje del elefante (2008) y Caín (2009)—; un libro autobiográfico —Las pequeñas memorias (2006)—; y una colección de relatos y pensamientos —El cuaderno (2009)—, antes de dejarnos en 2010. ¡Extraordinario! No concibo otro adjetivo.
          La segunda idea se refiere al optimismo que destilan las páginas, al afán de seguir viviendo que posee el octogenario escritor y que el lector advierte conforme van avanzando las palabras. No he leído toda la bibliografía de Saramago, pero de todas las novelas que he tenido la dicha de leer (y con las que espero todavía deleitarme) estoy por asegurar que esta novela es la más optimista, la más alegre de todas. ¡Y eso que el tema —con la muerte como protagonista— parece presagiar lo contrario!
       He aquí, muy sucintamente, el argumento: En un país innominado, pero que el lector asiduo a Saramago muy pronto reconoce —porque se parece mucho al que ya utilizó en Ensayo sobre la ceguera (1995) y Ensayo sobre la lucidez (2004)—, la muerte deja de actuar. Parte el autor de una proposición contraria a la evidencia de los hechos corrientes y terrestres: puesto que la muerte deja de actuar durante muchos meses, nadie fallece en ese país. Lo que puede parecer una bendición no tarda en devenir en desgracia: los hospitales se abarrotan; las funerarias quiebran; los familiares viven en un estado de ánimo siempre alterado al ver que sus mayores no fallecen; la iglesia pierde su razón de ser puesto que si nadie muere nadie ha de resucitar en otra vida mejor. El hundimiento económico del país se prevé en pocos años puesto que el mantenimiento de las personas ancianas es cada vez mayor. Surgen las mafias (maphia, en la novela) que ayudan a transportar a los enfermos al país vecino, donde nada más cruzar la frontera fallecen.
       No es una obra pesimista, sino todo lo contrario porque la muerte es tratada como un ser humano y no como una entelequia o un poderoso espíritu: tiene sus dudas, sus vanidades e incluso sus errores.
        Por supuesto, Saramago no abandona su particular estilo escritural. Un estilo que, a quien se acerque por vez primera al autor portugués, no dejará de sorprenderle. Las novelas de Saramago son de difícil lectura, no por el nivel del lenguaje, sino por cuestiones estilísticas y si se quiere, de maquetación. Enormes párrafos donde el diálogo se imbrica y forma parte de la narración, sin marcas gráficas que lo señalen. Hay que añadir la ausencia de mayúsculas en los nombres propios. Rasgos que podríamos denominar vanguardistas pero que en el autor portugués son la carta de presentación.

          No les desvelaré el final de la novela, pero ustedes mismos podrán comprobar que termina tal y como empieza: «Al día siguiente no murió nadie». Una gran obra crepuscular de una de las voces más originales de la literatura universal. 

lunes, 11 de agosto de 2014

REFLEXIONES EN TORNO A LA LITERATURA (1)


         Hace un par de horas que he terminado de leer la novela El verano de los juguetes muertos, de Tony Hill, publicada por Random House en 2011. Teniendo en cuenta que la tomé ayer prestada de la biblioteca antes del mediodía, puedo decir con total propiedad que la novela de marras me ha durado un día. Y no es para menos. La obra es entretenida y el argumento está muy bien desarrollado, de modo que te mantiene en vilo constantemente. Salvo el final, que me recuerda demasiado a los “Continuará…” televisivos, por lo demás me parece una novela conseguida… Si es que lo que pretendía Tony Hill era entretener. Porque no hay más. Si el objetivo era conseguir una obra literaria entretenida, el autor lo ha cumplido sobradamente.
           La novela se desarrolla en tres planos argumentales. Primero, el inspector Héctor Salgado, de la policía barcelonesa, está metido hasta las cejas en un caso de abuso policial que se complica cuando tiene todas las papeletas para ser acusado de asesinato. Segundo, los suicidios (o asesinatos camuflados de suicidios) de dos jóvenes —primero un chico, luego su amiga— de la alta burguesía barcelonesa sirve para poner al descubierto toda la basura de un grupo de gente (tres o cuatro familias) que parecen una cosa, pero que resultan ser la contraria: perversas, hipócritas, embusteras y otros muchos adjetivos negativos. Tercero, estas extrañas muertes despiertan un suicidio “dormido” ocurrido quince años antes y que sirve para clarificar y resolver los misterios del presente.
           Todo ello está muy bien servido mediante una escritura funcional y ágil, muy inclinada hacia el diálogo, con escasas digresiones y descripciones, con pocas metáforas; donde todo está masticadito… tan masticadito que por un momento recuerda a la literatura juvenil (nada que objetar, si es lo que pretendía el autor, claro). Además, los tres argumentos “misteriosos” se ven salpicados por las vidas cotidianas de los policías encargados de resolverlos: Salgado, su ex mujer y su hijo, al que hace más de un mes que no ve; la agente Leire Castro y su embarazo no deseado…
          La novela me ha gustado: he disfrutado leyéndola, he pasado las páginas ansioso por desvelar el arcano del argumento… En pocas palabras: me lo he pasado “pipa”. Desde el punto de vista del entretenimiento es una obra notable… ¿pero es una buena novela “a secas”, una buena obra literaria? Y aquí empiezan las reflexiones que, como tales, no tienen que tener un hilo conductor férreo e inamovible y, así, cual mariposas, van brincando de flor en flor y de tema en tema.
            Estas reflexiones que realizo en voz alta nacen del recuerdo de dos citas.
         La primera: entre las páginas de Jorge Luis Borges, quien, por cierto, fue un gran defensor de la novela policial, se lee esta verdad como un templo: «Es absurdo pretender alargar una adivinanza durante trescientas páginas». Creo que no hay mejor definición de la novela policiaca: algo absurdo por inverosímil; pero el lector que abre uno de estos libros firma un contrato invisible con la ficción y con la verosimilitud, sabe a qué se expone, sabe qué busca. Borges escribió esa oración con el propósito de defender el relato policial, por cuya brevedad y concisión lo veía más cercano a la esencia de lo policíaco. El verano de los juguetes muertos tiene 360 páginas. Si hemos dicho que son tres los enigmas que hay que solventar: ¿es de recibo alargar una adivinanza durante 120 páginas? Alguien dirá que hay algo más que una mera adivinanza, que un enigma; que nos habla de los sentimientos de los personajes, de una sociedad caduca y decadente; que la novela expone temas candentes como el problema de la droga, el abuso de menores… Me parecen pamplinas. La esencia de una novela de misterio está en un enigma (crimen, robo, secuestro…) que ha de quedar resuelto al finalizar la obra; todo lo demás me parece a mí que es superfluo y en muchos casos solo sirve de relleno para dotar de más enjundia al relato, para justificar los 15 euros que te ha costado el libro y que, si tuviera únicamente 5 o 10 páginas, nos parecería una tomadura de pelo.
        Alguien puede pensar que no me gusta la novela policiaca. Craso error. Además, ya he dicho al inicio (para que no hubiera ningún malentendido) que El verano de los juguetes muertos me ha gustado… Lo que no me atrevo a decir es si es una buena novela “a secas”. Siempre he pensado que uno de los objetivos de la literatura era describir y, en cierto modo, fijar el mundo que nos rodea. A veces, lo entendemos más a través de una obra literaria que mediante la inmediatez de nuestros ojos y nuestro entendimiento. El otro objetivo de la literatura consiste en crear cosas “hermosas” (a veces horriblemente hermosas) mediante el uso del lenguaje… Si una novela no se preocupa mucho en el lenguaje que utiliza, no intenta “crear” con él sino únicamente “describir”... ¿Es una buena novela?
           De las últimas diez obras que leído cinco eran piezas teatrales —por motivos académicos y porque, no voy a negarlo, me gustaban—; una era un ensayo sobre el director Brian de Palma; otra, una novela “a secas” (Las intermitencias de la muerte, de Saramago; que, pese al título, no es una novela policiaca); las otras tres eran novelas policiacas (Abril rojo, de Roncagliolo —que me gustó—; El asesino hipocondríaco, de Muñoz Rengel —que terminó aburriéndome por lo reiterativo—; y El verano de los juguetes rotos). Además, comencé dos novelas policiacas que no terminé (antes no me había pasado nunca… Debe de ser cosa de la edad, no sé): Enemigo innúmero, de Carlos Soto, que terminé cerrando definitivamente cuando llevaba más de 200 páginas: encuentro un afán de estilo digo de elogio, un tratamiento original de un tema muy sobado (el psicópata criminal)… pero me pudieron las repeticiones, la lentitud de la historia que no parecía moverse nunca, lo confuso y reiterado de algunas descripciones. Consideré que no era yo el lector modelo de esa novela y la abandoné. No hay que confundir la prisa con el ritmo: le faltaba ritmo a la historia y terminó por aburrirme, porque no me interesaba lo que pudiera pasarle a tan excepcionales personajes. La otra, La ira del Fénix, de Rafa Melero, me pudo mucho antes, a la treintena de páginas: me pareció que estaba muy mal escrita, con un estilo soso y anodino que me recordaba a las redacciones escolares que en ocasiones mando a mis alumnos. No llegué a saber si era entretenida; me pudo comprobar que no era buena literatura, al menos tal y como yo la entiendo. Fue por ese motivo que la abandoné… Sin duda gustará a muchos lectores (me alegraré por ellos y por el autor de la novela), pero no a mí.
           Si el segmento se amplía hasta los 20 últimos títulos leídos habría que incluir seis novelas policiacas más. Es decir, nuevo títulos de veinte. No es exagerado afirmar que el 45% de las obras literarias que leo a lo largo del año (de todos los años de mi vida) pertenecen al género policiaco. Así que, perdonad que no sea humilde, pero de novela policiaca algo sé… y también de literatura.
         ¿Cuántas de estas obras policiacas que leo anualmente pueden ser consideradas buenas novelas? No únicamente buenas novelas policiacas, sino buenas novelas “a secas”: que tengan un afán de estilo, que creen un mundo mediante el lenguaje, que vayan más allá del mero misterio a resolver… que sean inolvidables. Porque lo sé: dentro de varias semanas no quedará en mi cabeza nada del argumento de El verano de los juguetes muertos; como me ha pasado con decenas de novelas policiacas “funcionales” (cfr. Christie, Dickson Carr, Ellery Queen, Sjowall, Fred Vargas, los cuarenta mil escandinavos, Donna Leon...). Es también una suerte: puedo leerlas dentro de un par de años como si fueran la primera vez. Quien no se consuela es porque no quiere.
       ¿Y a qué todo esto? Bueno, ya lo dice el título: reflexiones. Mis reflexiones y mis pensamientos. Que no todos compartirán, claro, y que quizás a algunos les molesten; y que también puedo modificar dentro de un tiempo porque en cuestiones artísticas prefiero no tener unas ideas fijas.
         He citado a Borges y sus palabras. La otra cita que me ha venido a la memoria tras leer El verano de los juguetes muertos es más reciente. Con motivo de la publicación de la nueva novela de Carlos Zanón (de quien no he leído ninguna; pero no ha de ser mal escritor cuando tiene varias publicadas en RBA y, además, es poeta. De esa faceta sí conozco su poesía completa publicada por Playa de Ákaba, Yo vivía aquí; que me parece interesante) fue entrevistado por Revista L y más (junio 2014).
              Pregunta: La mitad de los escritores andan (literariamente) en el mundo criminal: las librería ya                     parecen  el Chicago de hace un siglo. ¿Es moda, cuestión editorial o un delito?
              Respuesta: Es aburrido. Los géneros florecen cuando faltan grandes escritores.

        Estoy de acuerdo. Un somero vistazo a los escaparates de las librerías o a las listas de novedades editoriales lanza un saldo muy positivo favorable a la novela policiaca. Pero hablamos de cantidad, claro… ¿Y de calidad?
        Lo que más me jode es que, también yo, para no ser menos, me he sumado a esta “moda” negra o policiaca. Las cuatro últimas novelas que he escrito pertenecen al género de misterio, con más o menos negritud: la más negra se publica este otoño, Puzle de sangre; otra, más cercana a novela policiaca clásica, lo hará en el invierno de 2015, La última semana del inspector Duarte; las otras dos están escritas pero aún andan batiéndose por algunos premios literarios (por eso prefiero no mencionar sus títulos) y por algunas editoriales. Así que, en cierta medida, también he ayudado a esta moda que, como todas las modas es pasajera y a la postre negativa… pues no existe por naturaleza, sino para combatir a una anterior (en este caso la histórica) y será desplazada por otra que llegue o que ya está aquí (la erótica u otra cuya denominación todavía no se conoce).
        ¿Y todo esto por qué, se preguntará el lector? Por nada en concreto. Ya dije que todo esto me había asaltado al cerrar El verano de los juguetes muertos, una buena novela policiaca pero no una buena novela. Lo malo de las modas que están tan arraigadas es que, con el paso del tiempo, terminan por estragar los paladares de los lectores. Así, alguien que únicamente consuma novela de género puede decir que memeces como La verdad sobre el caso Harry Quebert, de Joël Dicker, es buena literatura. Será un buen entretenimiento (aunque yo me aburrí como una ostra, puedo admitir que alguien se divirtiera), pero no buena literatura.
        No quiero decir que entretenimiento y calidad estén reñidos. Solo hay que pensar en El mapa del cielo, de Félix J. Palma, por ejemplo, para advertir que la buena literatura también puede ser entretenida.
        Pero en fin, otro día seguiremos reflexionando.


sábado, 9 de agosto de 2014

FÉLIX J. PALMA: lectura sin complejos

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    Los propósitos del escritor son los mismos que los del lector. ¿Por qué se escribe, por qué se lee un determinado tipo de libro?
     Hay autores que pretenden cambiar la historia de la literatura con sus obras, incluso algunos, la historia de la humanidad (pienso en Roth, en Coetzee, en Mann)
     Hay otros cuya intención estriba en explicitar sus experiencias, compartirlas con los lectores (pienso en Irving, en Muñoz Molina, en Galdós).
      Existe un tercer grupo que únicamente pretenden divertirse y, por tanto, divertir con sus obras (pienso en Mendoza, en Wodehouse, en Rafael Reig).
     Félix J. Palma (Sanlúcar de Barrameda, 1968) pertenece a este grupo: su principal cometido es disfrutar escribiendo y transmitir a sus lectores esa alegría y ese amor por la fantasía. Y lo consigue. No es un genial escritor, pero sí es un narrador notable, un contador de historias extraordinario, con un caudal de imaginación del que la literatura española parecía huérfana. Y sobre todo, con un desparpajo que le lleva a romper todos los moldes tácitamente establecidos en el canon literario.
    Si hace cinco años nos había entusiasmado con la excelente El mapa del tiempo (Alianza Editorial), vuelve ahora a dar una vuelta más de tuerca en su no menos notable El mapa del cielo. La similitud de los títulos no es casual: esta última es una especie de continuación de la primera, pero independiente. Aunque se repiten algunos personajes, estos viven nuevas aventuras.
      El lector que se atreva a leer cualquiera de Los mapas ha de estar dispuesto a ingresar en un universo literario donde todo es posible, donde junto a personas y personajes que realmente existieron (Jack El Destripador, los novelistas H. G. Wells o  Edgar Allan Poe, por ejemplo) puede encontrarse con falsas máquinas del tiempo, verdaderos viajes temporales, expediciones a la Antártida, inmortales y arrebatadoras historias de amor, invasiones extraterrestres y decenas de maravillas que Félix J. Palma no duda en introducir en su obra sin ningún tipo de complejo, con plena naturalidad, dotando a la obra literaria de aquello que había sido su primer y principal propósito, pero que la Alta Cultura había desterrado: la capacidad infinita de fabular.
      Desde hace casi una década, quien firma este artículo ha advertido una nómina de escritores que están incorporando a la literatura española unos temas que, hasta hace poco, parecían ser patrimonio exclusivamente de plumas extranjeras. Me refieron a nombres, por citar algunos, como Andrés Pérez Domínguez (La clave Pinner, El factor Einstein, El silencio de tu nombre) —con argumentos dignos del más clásico Le Carré, Len Deighton o del añorado Ken Follet policiaco—, Claudio Cerdán (El país de los ciegos) o Marío Martínez (Puzle de sangre) —ambos rompiendo clasificaciones dentro del aparentemente muy delimitado género negro—. Notables narradores todos ellos, no tienen ningún complejo a la hora de embarcarse en argumentos que parecían vedados para nuestra literatura, desde hace mucho tiempo anclada en guerras civiles, posguerras depresivas y opresivas, pajas mentales metaliterarias, aburridas novelas históricas saturadas de datos, esoterismo de chicha y nabo, sectas secretas que no lo son tanto y etc., etc., etc. Con Félix J. Palma a la cabeza, estos autores (y otros más que no cito por olvido o falta de espacio) parecen empeñados en desterrar los fantasmas y la amenaza de la Alta Cultura: escriben porque disfrutan haciéndolo, porque no pretenden sino entretener y hacer soñar al lector, porque comprenden que el mundo es ya de por sí demasiado complicado y gris para insistir en ello.
     Resulta imposible compactar en unas pocas líneas el argumento de las más de 700 páginas de El mapa del cielo: el autor no deja de sorprendernos en cada una de ellas. Hay momentos en que su discurso parece patinado por la mano maestra de Chesterton y otras por la prosa ágil y saltarina de Wells o Verne. Seguro que habrá quien la tilde de pastiche. ¿Y qué? ¿Acaso toda la literatura no es un pastiche de las grandes obras griegas? La Eneida es el primer pastiche del que tenemos conocimiento. Lo que hace grande a Félix J. Palma es no intenta ocultar el origen espúreo de algunos de sus momentos. Hay un poco de todo: novela de anticipación o de ciencia ficción, a ratos histórica, a ratos romántica, ramalazos de Matrix y sus secuelas, recuerdos de La cosa, la película que dirigiera John Carpenter, momentos apocalípticos; pero también hay, por encima de todo, un afán por disfrutar, por deleitarse en la lectura y en la escritura. Quien esto escribe ha de confesar que ya hacía muchos años que no se lo pasaba tan bien leyendo un libro. El mapa del cielo no pasará a la posteridad como una obra capital de nuestra literatura, pero si quieren ustedes pasar unas horas de gozo, de vuelta a cuando eran niños e inocentes y acudían a los libros en busca de unos mundos que nunca hallaríamos en nuestra ciudad o en nuestros pueblos, si lo que buscan ustedes es olvidarse de las novelas y novelistas de las cejas alzadas, de las obras que han de leerse con el diccionario al lado, de los best-sellers deslavazados y escritos de mala manera. En pocas palabras: si quieren volver a pasárselo pipa leyendo una buena novela, no duden en echarse de cabeza, desde el trampolín, sin manguitos ni chaleco salvavidas, a los dos mapas: el del tiempo o el del cielo. Comiencen ustedes por el que les apetezca: ninguno les va a defraudar.
     O si lo prefieren aguarden unas semanas porque durante este otoño que se avecina llega la tercera entrega: El mapa del caos.

      Como dice uno de los personajes de El mapa del cielo: «Los libros me mantienen vivo… Los escritores realizan un trabajo extremadamente valioso: hacen soñar a los demás, a quienes no pueden soñar por sí mismos. Y todo el mundo necesita soñar. ¿Existe acaso un trabajo más importante?». Amén.

Félix J. Palma,

El mapa del tiempo, Ed. Alianza.

El mapa del cielo, Plaza & Janés.

El mapa del caos, a la venta en otoño.

jueves, 7 de agosto de 2014

UN REPASO A LOS 80


      Cambiamos de tercio. Dejamos a un lado las novelas y proponemos ahora una lectura llena de nostalgia y de recuerdos. El catedrático de la Universida de Alicante ha realizado casi un milagro: un ensayo tenaz y documentado que se lee con la fluidez y al afán de una novela policiaca.
     Quinquis, maderos y picoletos está formado por cinco ensayos de distinto tamaño pero de idéntico atractivo. Algunos de los títulos son reveladores: «El quinqui que leyó a Michel Foucault», «El Lute se quitaba las esposas con un alfiler» o «Stunt Drivers by El Pera».
     A partir de la lectura de la novela de Javier Cercas Las leyes de la frontera (2012) y del recuerdo y visionado de un grupo de películas de los 80 (Yo, el vaquilla; El pico y El pico II; las dos entregas de El Lute; El caso Almería; Navajeros, Perros callejeros; Deprisa, deprisa, etc.), Ríos Carratalá bucea en el mundo de la delincuencia juvenil de la Transición: jóvenes ladrones e incluso asesinos, heroinómanos que apenas superaron los 30 años de vida, unas fuerzas de seguridad ancladas en la casposidad y la brutalidad de la Dictadura, anacrónicas en una España que comenzaba su ingreso en la Modernidad… Es decir, la cara B de la Transición.
      En el primer ensayo de libro el autor pasa revista al denominado “cine quinqui” recordando que los actores eran los propios delincuentes cuyas vidas se reflejaban en la pantalla: El Torete, El Vaquilla, El Pirri, El Pera,El Jaro… y una retahíla de pobres muchachos que no supieron en la mayoría de los casos rentabilizar la oportunidad de la reinserción y terminaron bajo el mazazo de la sobredosis de heroína. ¿En qué medida los directores cinematográficos (Eloy de la Iglesia y José Antonio de la Loma, principalmente; pero también otros como Carlos Saura) contribuyeron, al mitificarlos como personajes, en su sacrificio? Es una pregunta inquietante de las muchas que pueblan estas suculentas páginas.
    Casos de desapariciones fruto de una policía corrupta (El Nani); asesinatos de progenitores a manos de sus vástagos y sus melosas esposas (la dulce Neus); delincuentes juveniles reconvertidos en extras cinematográficos o probadores de automóviles (El Pera); robagallinas símbolos de una época transformados de casi abogados millonarios (El Lute); actores y actrices que sucumbieron bajo el éxito (Sonia Martínez; El Pirri)… Las continuas referencias a hechos y personajes de un pasado no muy lejano (treinta años) son un aliciente que espolea la memoria del lector y sirve como acicate para continuar leyendo.
     De entre los muchos momentos dignos de destacar que aparecen en estas páginas, el cronista se queda con el relato de “el caso Almería”: el asesinato por parte de agentes de la guardia civil de tres jóvenes inocentes al ser confundidos con un comando etarra. La narración tiene los visos y la fluidez de una novela policiaca; sin embargo, el fondo de la historia pone los pelos como escarpias pues habla del poder avasallador de las fuerzas del orden y de su inmunidad… y de la desprotección del españolito de a pie. Se lee como una novela…pero, desgraciadamente, no lo fue.


Juan Antonio Ríos Carratalá,
Quinquis, maderos y picoletos. Memoria y ficción,
Ed. Renacimiento. 273 pp.

lunes, 4 de agosto de 2014

UN MUNDO PEOR: la nueva propuesta de Claudio Cerdán.

No quedamos en Alicante que, dicho sea como quién no quiere la cosa, últimamente parece estar cobrando un especial protagonismo a través de diversas novelas del género policiaco: a las ya clásicas del maestro Mariano Sánchez Soler se unen las tres publicadas por Claudio Cerdán; El Geòmetra, de Josep-Lluís Rico i Verdú; y el El asesino del pentagrama, de Sergio Mira Jordán, ubicada en Novelda. Y alguna más que, seguro, olvidaré por ignorancia.
          Un expolicía reconvertido en detective privado es el protagonista de esta nueva entrega de Cerdán. Esta vez la ciudad de Alicante adquiere un papel más secundario que en las dos narraciones anteriores (El país de los ciegos y Cien años de perdón; con ambas comparte algunos personajes, empero), quizás porque la historia tiene más carga de reflexión introspectiva, y el miedo y el temor que pretende y consigue transmitir no requiere de una localización exacta pues es universal. Ahora el autor no necesita echar mano de asesinatos espeluznantes o de personajes exageradamente marginales: la carga anímica que soporta Roberto Cusac, el protagonista, es demasiado poderosa para necesitar otros aditivos. Unos años atrás, su hijo de seis años desapareció sin dejar rastro. La obsesión por encontrarlo destrozó su carrera y su matrimonio. Un encargo le servirá para intentar redimirse: una chica ha desaparecido y su exmujer, amiga de la familia de la muchacha, pide ayuda a nuestro protagonista. Secuestros, acosos sexuales, brutalidad, redes de pederastia, pornografía de menores y otras lindezas son los peldaños de una escalera que el protagonista ha de ir descendiendo en lo que él considera una segunda oportunidad, un modo de borrar (pero no olvidar) todo su pasado. Encontrar a África y salvarla vendrá a ser como pagar un tributo a su hijo, intentar resarcirse de su fracaso.
          Claudio Cerdán ha crecido… y eso se nota. Sin los aspavientos de las novelas anteriores, con una voz (vuelve a recurrir a la primera persona verbal) más lenta y más cuidada, Un mundo peor nos sumerge en el ámbito del temor y del miedo más ancestral, que mismo horror atávico que debió de sufrir el primer ser humano en la noche de los tiempos. ¿Hay algo más horrible y angustioso que perder a un hijo? No. Porque esa ruptura se produce contra natura, porque un padre nunca debería enterrar a su hijo. Y aunque Cerdán, creo, no es todavía padre, ha sabido intuir y describir admirablemente el desasosiego ante lo irremediable, la cotidianidad convertida en tragedia. Esa es la grandeza de este joven autor —recrear lo desconocido pero imaginable— que lleva camino de convertirse en un referente importantísimo de la novela contemporánea española.

          Un mundo peor no es lectura fácil… pero nadie dijo que lo fuera.

Claudio Cerdán,
Un mundo peor,
Ed. Versátil. 253 pp.

viernes, 1 de agosto de 2014

JOHN FRANKLIN BARDIN: Entre el olvido y la esquizofrenia.


     John Franklin Bardin (1916-81) no pudo ser profeta en su tierra. Como otros autores norteamericanos —desde Poe a Pynchon, pasando por Henry James— fue aplaudido y alabado en Europa; pero menospreciado, cuando no olvidado, en su propio país. Tal es así que tras el fracaso de su tercera novela, Al salir del infierno (1948), Bardin olvidó las innovaciones argumentales que había iniciado en sus libros anteriores, adoptó el pseudónimo de Gregory Tree y comenzó a escribir novelas de crímenes seriadas tan irrelevantes como consumidas.
      «Bardin es un escritor americano tan desconocido en su país que en toda mi vida no he encontrado a ningún paisano suyo que hubiera leído sus libros», con esta rotundidad se expresaba Julian Symons (Historia del relato policial, 1972). Cuando hoy leemos sus novelas no alcanzamos a comprender cómo no consiguieron el éxito que merecían; pero a poco que retrocedamos al momento en que fueron escritas podremos darnos cuenta del por qué sus propuestas argumentales no consiguieron convencer a los lectores.
    El percherón mortal (1946), El final de Philip Banter (1947) y Al salir del infierno (1948) no destacan por sus argumentos sencillos ni directos, y sus protagonistas están marcados por estigmas psicológicos. Las novelas están pobladas por perversas coristas de moral relajada, seres deformes, policías cínicos, mujeres fatales, intelectuales neuróticos, incestuosos padres de familia. La Segunda Guerra Mundial ha concluido y Norteamérica tiene intención de olvidar: en la literatura no deberá existir lugar para recovecos ni pliegues psicológicos. Por supuesto que persisten los grandes clásicos: Carr, Queen y Christie en la novela-problema (totalmente aséptica y banal); Chandler, Burnett y Cain habían iniciado su carreras dentro de la novela-negra antes de la guerra, y por tanto tenían ya un público asegurado. Si hay alguien comparable con Bardin ésa es Patricia Highsmith cuya primera novela Extraños en un tren fue publicada, casualmente, en 1949... como si el fracaso de Bardin hubiera servido para allanar el camino de un nuevo tipo de novela de misterio donde la psicología es pieza clave y fundamental.

LA «TRILOGÍA ESQUIZOFRÉNICA»
   La locura fue una de las grandes obsesiones de John Franklin Bardin. Y no podía ser para menos cuando algunos de sus familiares más cercanos, incluyendo su madre, sufrieron demencia y graves enfermedades mentales.
     He empleado gran parte de mi vida leyendo y disfrutando de las novelas policiacas. Cuando leí el primer capítulo de El percherón mortal advertí que me encontraba en un mundo totalmente nuevo. Narrada en primera persona por la voz del psiquiatra George Matthews, la obra te atrapa desde las primeras líneas y cada página sacude tu mente con una nueva revelación. A la consulta del doctor Matthews llega un extraño joven con una llamativa flor prendida en el pelo. Según su testimonio, unos hombrecillos (“leprechauns”, enanos de la mitología celta) le ordenan, a cambio de dinero, los más disparatados cometidos: llevar esa flor en el pelo, repartir dinero, silbar en los conciertos del Carnegie Hall, conducir un enorme caballo percherón hasta el domicilio de una actriz. El psiquiatra, intrigado, decide acompañar al joven. Muy pronto se va a ver inmerso en un torbellino de crímenes y locuras: la actriz aparecerá asesinada, el propio psiquiatra será víctima de un accidente del que saldrá con el rostro desfigurado y sin memoria... Matthews, entonces, será internado en un hospiatal psiquiátrico donde, no sólo tendrá que buscar su identidad, sino también descubrir la extraña y absurda trama que lo ha llevado a esa situación. El lector avispado y el cinéfilo perspicaz encontrarán en la novela ecos de El ministerio del miedo (1943) de Graham Greene —donde también el protagonista pierde la memoria y se ve recluido en un centro psiquiátrico—, de la película Solo en la noche (1946) de J.L. Mankiewicz —con un amnésico que busca su propia identidad y en quien sólo confía un socarrón policía—, de La dama de Shangai, la gran película de Orson Welles, con la memorable escena final en el parque de atracciones.
     El psiquiatra-detective Matthews también aparece en la segunda novela de la trilogía, pero esta vez como personaje secundario. El final de Philip Banter es, quizás, la más floja de la serie, aunque derrocha originalidad a raudales. Banter, el protagonista, es un crápula: bebedor y mujeriego, pero casado y temeroso de su suegro, para quien trabaja. Banter no es un hombre especialmente equilibrado —¿qué personaje de Bardin lo está?—, y sufre lapsus de memoria. Una mañana encuentra sobre la mesa de su despacho una confesión firmada por él mismo que no recuerda haber realizado: en ella no narra un acontecimiento pasado, sino un acontecimiento que, ante su sorpresa, y la nuestra, se va a materializar esa misma tarde ante sus ojos. La mente de Banter, propensa a todo tipo de alucinaciones, comienza a hacer agua por todas partes. Se ha producido el factor desencadenante que hará aflorar la esquizofrenia del protagonista.
    Al salir del infierno (1948) es su mejor obra. Y una novela que, pese a su fracaso crítico y de público, sirvió para crear escuela posteriormente. No exagero al afirmar que Robert Bloch nunca hubiera podido inventar al protanogista de su Psicosis sin esta joya casi desconocida. Ellen Purcell, la protanista de Bardin, es, quizás, el antecedente más evidente y claro de toda la larga serie de psicópatas y asesinos con doble personalidad que han llenado las librería y las salas de cine desde los años 60.
     Ellen Purcell, famosa concertista de clavicordio, ha pasado dos años internada en un hospital psiquiátrico. Casada con un director de orquesta regresa a su hogar en Nueva York. Una vez allí le resulta imposible practicar de nuevo con su instrumento puesto que la llave de la tapa del clavidordio no aparece por ningún lugar. A este hecho insólito —que comenzará a minar el frágil sistema nervioso de Ellen— van a suceder muchos más. En un principio todo se asemeja a la película Luz que agoniza (1944, George Cukor); pero cuando el lector piensa que ya es consciente de todo, Bardin trastoca todas nuestras expectativas. Conforme la historia avanza advertimos que, aunque relatada en tercera persona, todos los sucesos están vistos desde el punto de vista de Ellen, es decir, de una esquizofrénica. El final es como un puñetazo en el vientre al que se llega en un in crescendo. Uno cierra el libro con la angustia sobrevolando la mesa, con el temor de girar la cabeza y hallar el terror acechándonos a nuestras espaldas.
    En 1972 Julian Symons dijo de este libro que era «el único de toda la literatura criminal moderna que muestra un mundo visto únicamente desde el punto de vista de un esquizofrénico». La visión del mundo y lo que en el ocurre —desde las enfermeras que se muestran reacias a darle la espalda hasta el desenlace final— corresponde por entero a la conciencia de Ellen.


      Todos los amantes de la novela de misterio deberían leer esta trilogía. Todos los lectores tendrían que admirar a un autor injustamente olvidado y que, como muchos otros, sólo tras su muerte vio reconocida su genialidad. Hoy en día el escritor de novelas policiacas parece que tenga que justificarse recurriendo a la parodia. Leer a Bardin es volver a una época, los años cuarenta, en los que el lector sin ser ingenuo tampoco era pedante y se dejaba conducir por los más estrafalarios sueños de loco; cuando el autor creía en lo que hacía y, además, lo hacía muy bien. Leer la «Trilogía esquizofrénica» de Bardin más de medio siglo después de su publicación es disfrutar de lo lindo, sin complejos, dejándose arrastrar por un mundo tan atractivo como neurótico.

John Franklin Bardin,
El percheróbn mortal,
Ed. Byblos, 2004. 269 pp.

El final de Philip Banter,
Ed. Byblos, 2004. 366 pp.

Al salir del infierno,
Ed. Byblos, 2004. 331 pp.