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domingo, 1 de junio de 2014

LA LEYENDA DEL SANTO BEBEDOR: Delirium Tremens


     Joseph Roth nació en una remota región del antiguo Imperio Austrohúngaro y murió en París a los 45 años: borracho, olvidado de todos, malviviendo de sablazos a amigos o conocidos, consumido por el alcohol. Había vivido y trabajado como periodista en Alemania donde aparecieron sus novelas más conocidas: Job (1930) y La marcha Radetzky (1932). Con la llegada al Gobierno del partido nazi, Roth se exilió en París donde murió en 1939.
      El mismo año de su muerte consiguió publicar, en Ámsterdam, su obra más conocida: La leyenda del Santo Bebedor. Sólo tras la II Guerra Mundial, en 1949, la obra pudo ver la luz en Alemania. En España la obra llegó tarde, en 1981, gracias a la editorial Anagrama. Han pasado veinte años desde entonces y ahora aparece la séptima edición, con el prólogo que Carlos Barral realizó para la primera.
        Contemplo la fotografía de Joseph Roth, en blanco y negro, que aparece en la solapa de la portada: es un rostro envejecido, con el cabello pegado al cráneo redondo; destaca el hoyuelo en la barbilla, las bolsas acumuladas bajo los ojos, la nariz puntiaguda y afilada. Su aspecto me recuerda a un ratón: incluso los labios comienzan a combarse en una sonrisa sardónica. Es el rostro de un hombre que ha tenido que huir de la quema de libros, del miedo a pensar libremente.Y es también el rostro de un hombre que ha buscado refugio en la absenta, en los cafés parisinos, bajo los arcos de los puentes del Sena, en hoteluchos de mala muerte, en prostíbulos. La leyenda del Santo Bebedor tiene tanto de autobiografía como de chanza, o si se quiere, de homenaje a la bebida y a la vida de mendigos y borrachos; tiene la euforia de una borrachera, pero también la tristeza de una resaca y de un cuerpo estragado.
        Andreas Kartak, el protagonista de la obra, es uno más de los muchos mendigos que pernoctan bajo los puentes del Sena. Un extraño caballero le da 200 francos. Es un regalo; sólo se le pide que los reponga, cuando quiera o pueda, a modo de limosna en la iglesia de Sainte Marie. A partir de este hecho fortuito, la vida comienza a sonreírle a nuestro mendigo: le ofrecen trabajo y sueldo, encuentra una cartera con dinero, vuelve a toparse con el extraño caballero que le da, de nuevo, más dinero. Nosotros, lectores, vamos asistiendo a una serie de golpes de fortuna o milagros a lo largo de las cuatro semanas en las que se desarrolla la acción de la novela; brincando por breves capítulos, ayudados por un lenguaje directo, sin aparentes ambigüedades o dobles fondos.
       Avanzamos de milagro en milagro... pero también de obstáculo en obstáculo: porque Andreas es incapaz de pagar la deuda. Inevitablemente, ante las puertas de la iglesia, el azar se interpone en su camino: en la forma de una antigua novia, bajo el aspecto de un amigo un tanto caradura... Roth va mostrándonos la biografía de su protagonista paulatinamente, mediante breves y escuetos fogonazos, iluminando aspectos del carácter que nos puedan ayudar a comprender (no sólo a entender) a Andreas Kartak: su trabajo de minero, sus líos amorosos que le llevaron a la cárcel.
       La novela anticipa la alegría neorrealista de Milagro en Milán, pero también el callejón sin salida de Umberto D o Ladrón de bicicletas. Porque la obra se nos presenta como un cuento de hadas junto al Sena... cuando más al este comienzan a resonar los cañones de la guerra y el exterminio. Todo en ella se muestra idílico: los mendigos llevan corbata; existen señores altruistas que van regalando dinero. Pero a poco que leamos atentamente advertiremos que el verdadero protagonista es la bebida, la vida nocturna, “las muchachas complacientes”.

      ¿En qué consiste la grandeza de esta pequeña novela? Quizás en el tratamiento que el autor hace del Destino, semejante al Fatum clásico: Andreas Kartak tiene todas las oportunidades para encarrilar su vida, para salir del fondo del vaso de absenta... pero o bien no puede.... o bien no quiere.

Joseph Roth,
La leyenda del Santo Bebedor, 
Editorial Anagrama.
92 págs.