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jueves, 1 de febrero de 2018

UN ELENCO DE PERROS, ya se acerca...

Si las cuentas no fallan, en un mes (o menos) UN ELENCO DE PERROS estará ya ladrando en las librerías... Aquí os mando otro adelanto. Es el primer capítulo...

                                                                  
Domingo de Ramos, 1956.

   
    —¡No!
Resultado de imagen de un elenco de perros  No había acabado de decirlo cuando el hostión me alcanzó en la mejilla izquierda y la fuerza del golpe me lanzó hacia atrás, trastabillé, me golpeé las corvas de las rodillas contra la silla y terminé desplomándose sobre esta como si fuera un títere al que le hubiesen cortado los hilos.
    Si el guantazo no me había arrancado la cabeza, fue porque Dios (o el Diablo) no quiso. Cerré los ojos y el dolor me presionó las muelas como unas tenazas al rojo vivo. Más que el escozor que salía de la mejilla, lo que me dolió fue la vergüenza al notar que dos lágrimas como dos enormes piedras comenzaban a descender por el rostro. Me sentí indefenso y sucio, como una mierda de perro pegada en la suela del zapato de un pordiosero.
    Por entre la tela acuosa que me cubría los ojos columbré la silueta de los dos tipos. ¿Cómo demonios los había dejado entrar la arpía de doña Concha? Se veía a la legua que eran dos chulos asquerosos —tal vez por eso los había dejado pasar la Ogra; al fin y al cabo, ¿cuántos meses le debía de alquiler: dos, tres, más? Ya había perdido la cuenta—, dos matones propensos a masticar tejas si alguien se lo mandaba… Lo que todavía no sabía es quién se lo había ordenado, pero estaba convencido de que lo terminaría averiguando.
    —Esa no es la respuesta que esperaba —dijo el tipo del bigote, al que le había bastado un ligero alzamiento de las cejas para que el otro fulano, un energúmeno más parecido a un armario ropero que a un ser humano, me soltara el sopapo.
     Se había sentado sobre el borde de mi cama, con las piernas cruzadas y el sombrero calzado en la rodilla izquierda. Se balanceaba hacia delante y hacia detrás. Detuvo el movimiento y extrajo una pitillera del bolsillo interior de su americana. Observé la parsimonia de sus actos hasta que la aparición repentina de la llama de un mechero me hizo parpadear y volver a la realidad, al mundo, a la habitación de mala muerte que tenía alquilada y que por unos segundos —desde la bofetada hasta que el del bigote, que se había presentado como Manuel Céspedes, encendió su cigarrillo— había abandonado. ¿De dónde coño habían salido aquellos dos? Como muy cerca, del Reino de Hades, o de algún garito de mala muerte al norte de la calle Alcalá. Una cosa tenía clara: había que aguantar mecha.
   —Me parece, señor Gil, que tendremos que empezar otra vez. —Manuel Céspedes hablaba remarcando las eses, como si bajo sus palabras se ocultara una serpiente que, en cualquier momento, iba a saltarme al cuello y lanzarme un mordisco letal.
     Me rasqué la mejilla y el escozor aumentó. Necesitaba un afeitado, pero primero había que intentar salir con vida de aquel berenjenal. El pensamiento de que quizá no llegase vivo al día siguiente también me provocó un escalofrío que el tipo del bigote debió tomar como un estremecimiento producto del miedo, porque sonrió con una mueca de asco.

Resultado de imagen de pensión madrileña años 50 blanco y negro    —Hace un momento le he dicho que la señorita Salcedo, Claudia Salcedo, tenía que actuar en su comedia. No ha sido una pregunta y usted ni siquiera tenía que haber contestado. Bastaba con haber asentido, porque era una orden. —Se encogió de hombros y dio una última calada al cigarrillo. Lo dejó caer sobre la alfombra y lo aplastó con el pie derecho. Si le quemaba el mobiliario a la Ogra, que se jodiera… o que no los hubiera dejado entrar—. Para serle sincero, amigo Gil, ¿le importa que le llame amigo? —Me encogí de hombros: con tal de que se fueran pronto podía llamarme Pablito Calvo o Pío XII, si es lo que quería—. Es la primera vez que lo veo, amigo Gil —pareció pensar unos segundos, como si el recuerdo de algún hecho lo alegrara. Sonrió y continuó—: Aunque una vez, si mal no recuerdo, vi una de sus comedias: una cosa rara que empezaba con lágrimas, ambientada en los bajos fondos, llena de gritos de angustia y que terminaba haciendo reír al público. Me gustó, la verdad.
     ¿Yo había escrito una obra con los elementos a los que el fulano hacía alusión? El sopapo debía de haberme dejado amnésico total, porque no la recordaba. El estúpido se había confundido de autor. ¿Y si había recibido por otro? Lo que me faltaba. Pero no podía ser así, porque, cuando me hablaba, me llamaba Antonio Gil, y ese era yo. Continuó:
     —Pero me estoy yendo por las ramas. —A lo mejor había suerte y de un traspié caía del árbol y se rompía el cuello—.  En fin, a mí, a nosotros, nos han dicho que teníamos que darle un mensaje, y se lo hemos dado.
     —¿Quién los ha contratado?
   Céspedes alzó las cejas y el mastodonte levantó la mano derecha. Flexioné los brazos para protegerme.
    —No, no, no he dicho nada. Lo siento.
    El percherón medio lelo se quedó con la mano levantada y miró a su jefe, quien se atusó el bigote y negó levemente. El otro adoptó una actitud más pacífica y respiré aliviado.
    —Bueno, pues ya no hay más que hablar, ¿verdad? —Atrapó el sombrero con dos dedos y se levantó de la cama—. Recuerde, amigo Gil: Claudia Salcedo actuará en su próxima comedia.
    De haber tenido más valor, de no haber tenido miedo a la mano abierta y los puños del energúmeno, de no haber notado cómo los esfínteres estaban en un tris de aligerarse y mostrar la olorosa evidencia de mi cobardía; me hubiera gustado gritar que ¡no!, que nadie, salvo yo, decidía ni quién ni cómo ni cuándo intervenía en mis obras, que por eso eran MÍAS, que por eso era un escritor íntegro e independiente y no una puta de mala muerte, que Antonio Gil Valdés no obedecía ni a Dios ni al Papa ni al Caudillo en lo concerniente a escribir.
    —Insisto, amigo Gil: la señorita Claudia Salcedo actuará en su próxima comedia. Y no es ninguna pregunta.
     —Sí.
Resultado de imagen de madrid años 50 fotos   Cuando salieron del cuarto, me lancé de cabeza a buscar el tabaco. Encontré la petaca en uno de los cajones del escritorio, bajo un puñado de folios garabateados. Por suerte también había un par de pitillos liados. Me temblaba el pulso cuando prendí la cerilla y tuve que sujetarla con las dos manos. Di un par de caladas intensas sin tragarme el humo, que formó una densa niebla cuyas guedejas se enroscaron en la media docena de lapiceros que asomaba de una jarra de porcelana recuerdo de Talavera de la Reina.

   Los problemas nunca venían solos: no había escrito ni una puñetera línea de mi nueva comedia —aunque don Serafín Cisneros, el gerente del Teatro Alameda, que ya me había adelantado mil pesetas, me la pedía día sí y día también—  y ya se pegaban (me pegaban) de tortas para obtener un papel. Y además, ¿quién cojones era Claudia Salcedo?


UN ELENCO DE PERROS, Ed. Playa de Ákaba (ya en pre-venta)
https://espacioulises.com/libreria/un-elenco-de-perros/