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sábado, 25 de octubre de 2014

BREVÍSIMA HISTORIA DE LA NOVELA DE MISTERIO (VII)

LOS CLÁSICOS DE LA NOVELA ENIGMA


        Durante la II Guerra Mundial (1939-1945) y las décadas posteriores (hasta los primeros años de la década de 1970), la novela-enigma (o novela-problema) continuó produciéndose al margen de nuevas modas o cambio de tendencias. Como si el mundo no hubiera asistido a una hecatombe, los grandes divos de la novela-enigma continuaron poblando sus obras de habitaciones cerradas a cal y canto, rompecabezas para superdotados y sospechosos con férreas coartadas. Aunque algunos de sus máximos exponentes habían ya fallecido (G. K. Chesterton, S. S. Van Dine) o habían  disminuido su producción (Dorothy L. Sayers), el resto siguió escribiendo encerrado en una burbuja de cristal que lo aislaba tanto de los campos de batalla como de los campos de exterminio. No debe sorprendernos, sin embargo, que siguieran gozando de un considerable éxito y de un público fiel: en medio de un mundo en guerra o de la Humanidad a un paso de la destrucción nuclear (durante los años más álgidos de la Guerra Fría), la alternativa de la novela-enigma se presentaba como un refugio donde, al final, la justicia siempre triunfaba y el orden social, que se rompía con cada crimen, recobraba la normalidad y el statu quo.
      Aunque los tres grandes clásicos del género —Agatha Christie, John Dickson Carr y Ellery Queen— habían dado sus mejores obras en las primeras décadas del siglo XX, sus producciones posteriores a 1939 seguían conservando la genialidad que años antes les había llevado a lo más alto de la novela de misterio.
       Agatha Christie (fallecida en 1976) escribió algunas de sus novelas más populares: Diez negritos (1939), Un cadáver en la biblioteca (1942), Cianuro espumoso (1944), Testigo de cargo (1948, llevada al cine por Billy Wilder en una extraordinaria película de 1957), Tres ratones ciegos (1950) —que la propia autora transformó en La ratonera y que estrenó en 1952. Con más de veinticinco mil representaciones ininterrumpidas es la obra teatral más representada de la historia; de hecho, todavía hoy en día sigue escenificándose en el mismo teatro en que se estrenó—, El tren de las 4:50 (1957) o El espejo se rajó de parte a parte (1962). Aunque ninguno de los anteriores títulos alcanzó el ingenio ni la calidad de su producción anterior a la guerra, no por ello disminuyó su reconocimiento público. Al morir, Agatha Christie había dado a luz setenta y ocho novelas de misterio a las que se añadieron dos más publicadas póstumamente. La fama de la gran dama del crimen se consolidó y extendió a raíz de múltiples versiones cinematográficas y varias series de televisión protagonizadas por los detectives que inventó: Hércules Poirot, mis Jane Marple, el matrimonio formado Tuppence y Tommy Beresford o Parker Pyne. Se calcula que su obra ha sido traducida a más de cien lenguas y ha vendido (sigue vendiendo) la friolera de dos mil millones de ejemplares.
          John Dickson Carr (nacido en EE.UU. pero instalado en Inglaterra desde los años 30) es otro de los clásicos de la novela-enigma que continuó produciendo durante los años de la postguerra. Menos conocido para el lector actual, pero muy estimado por los especialistas del género, dio a luz más de setenta novelas de misterio hasta su muerte en 1977. Creó al doctor Gideon Fell, detective amateur, firmando las novelas protagonizas por este personaje con su nombre auténtico. Las novelas de otra de sus creaciones, el excéntrico pero eficaz sir Henry Merrivale, jefe del servicio secreto, aparecieron bajo el pseudónimo de Carter Dickson. En el periodo que aquí nos ocupa, Dickson Carr publicó grandes títulos del género como Las gafas negras (o Los anteojos negros, 1939; considerada como una de las diez mejores novelas de misterio de todos los tiempos), Muerte en cinco cajas (1939), El caso de los suicidios constantes (1941), Hasta que la muerte nos separe (1944), Se alquila un cementerio (1949), El reloj de la muerte (1956) y La muerte acude al teatro (1966). Muy superior a Agatha Christie en el planteamiento y el desenlace de sus novelas, Dickson Carr fue uno de los más serios defensores del denominado “juego limpio” consistente en no ocultar datos al lector, convirtiéndolo así en un lector-detective.
       Manfred B. Lee y Frederic Dannay eran los primos hermanos, estadounidenses, que se ocultaban bajo el pseudónimo de Ellery Queen, el tercer vértice del triángulo que formaron los clásicos de la novela-enigma. Bajo el pseudónimo de Barnaby Ros habían creado un detective, Drury Lane, que protagonizó cuatro novelas durante el primer lustro de los 30. Sin embargo, el personaje que les dio la inmortalidad fue Ellery Queen, el sagaz hijo del inspector Queen de la policía de Nueva York. Al igual que había sucedido con Christie y Dickson Carr, las novelas de Ellery Queen anteriores a la II Guerra Mundial son, en general, muy superiores al resto. No obstante, continuaron escribiéndose hasta la muerte de Manfred B. Lee, en 1971. Por aquel entonces el nombre de Ellery Queen se había convertido en una marca que ocultaba a todo un taller de escritores coordinados por los dos primos. Algunas novelas dignas de recordar fueron La ciudad desgraciada (1942), El gato de muchas colas (1949, una de sus obras más conseguidas), La aldea de cristal (1954), El cadáver fugitivo (1961) y Cara a cara (1967).
       A partir de 1960, Ellery Queen introdujo en sus novelas más dosis de “humanidad” en perjuicio del enigma. Así surgieron obras más alejadas de los postulados originales de la novela-problema y más cercanas al thriller o la novela negra: Un tesoro en la cartera (1962), Los cuatro Johns (1964), Muerte dirigida (1966), Asesinatos en la universidad (1969) y la excelente Besa y mata (1970), por ejemplo.

      La creación de la revista mensual Ellery Queen’s Mistery Magazine en 1941 (que todavía hoy continúa en activo) contribuyó a fomentar el género y dio cabida, en sus páginas, a jóvenes autores que comenzaban a escribir, convirtiéndose en la publicación de misterio más influyente en el ámbito anglófono. En 1975 se realizó una serie para televisión Las aventuras de Ellery Queen, que aumentó la fama y la expansión de sus autores y su personaje.

sábado, 18 de octubre de 2014

MAE WEST Y YO: a la vejez... humor

    Que el humor es algo muy serio, uno comienza a comprenderlo con la edad, tras recorrer los tres estadios que contenía el enigma de la Esfinge.
      Cuando se es joven, el humor consiste en un puñado de chistes y anécdotas, una acumulación de chascarrillos soeces y burdos: a más gritos y exabruptos, más risas. Con la madurez, la seriedad del humor es vislumbrada, pero todavía está muy lejos. Lo escatológico y lo dicharachero deja paso a una risa más inteligente (digo “más”, pues la risa casi siempre lo es), a una pátina de sarcasmo y crítica donde no se busca la carcajada repentina y rompedora, sino la comunión ideológica, la hermandad al compartir una ironía fina y sutil. Cuando llega la vejez, el humor deviene en una simple sonrisa que lo contiene todo: las novedades nos llegan empequeñecidas, carentes de importancia; las situaciones que considerábamos únicas y originales, no son sino repeticiones; los chistes que nunca antes habíamos escuchado resulta que son los mismos, pero con otro collar…
      Mae West y yo, la penúltima novela de Eduardo Mendicutti —que tanto nos hizo reír en anteriores entregas—, está escrita desde esa vejez clarividente y límpida, donde incluso las desgracias más terribles (la enfermedad del protagonista podía ser una de ellas) son acogidas con la resignación de la sonrisa y el encogimiento de hombros de quien no se rebela contra su destino. Confirmando esta idea, el propio autor antepone a su obra una cita de Joyce: “La única pregunta que importa acerca de un libro es a qué profundidad en el alma de quien escribe se ha originado”. Y cuando se cierra la novela, cuando el lector se queda con ganas de más —porque en las obras de Mendicutti uno siempre se queda con ganas de seguir leyendo más y más y mucho más allá del punto final—, somos conscientes de que la obra se originó en lo más profundo del alma y de los sentimientos, donde sólo la edad nos puede conducir: el pedestal sobre el que nos alzamos y que está formado por la sucesión de “yos” que hemos ido dejando en el camino.
´     Por todo lo antedicho, el fiel lector de Mendicutti tal vez se sienta un poco defraudado al no extraer de la obra las carcajadas estruendosas de anteriores novelas; pienso en Ganas de hablar, en Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy o en Una mala noche la tiene cualquiera, por citar algunas de las más relevantes. Sin embargo, Felipe Bonasera, el personaje protagonista y narrador, sin caer en lo “estrambótico” de El Cigala, de Rebecca de Windsor o de La Madelón, no tiene desperdicio: diplomático en horas bajas tras diagnosticarle una grave enfermedad, no dudará en emplear su afición a la ventriloquía como el modo más efectivo de esconder o atenuar sus miedos. La Mae West del título no es la despampanante actriz de los años 30, sino la voz de la enfermedad de Felipe. La novela, escrita con la prosa rectilínea y funcional de Mendicutti, alterna dos primeras personas que son una sola: la voz del protagonista y el contrapunto de su enfermedad, expresada a través de la ventriloquía.
     Ambientada en el verano de 2010, con el Mundial de Fútbol y las victorias de la Roja —sencillamente magistral el capítulo donde Mae West narra la final del Mundial— como telón de fondo (curioso: Todo está perdonado, de Rafael Reig, también en Tusquets y también ese año, está ambientada durante el otro gran éxito de la selección de fútbol: la Eurocopa de 2008), Mae West y yo se nos presenta, además, como un sentido homenaje al cine clásico: la sombra sin duda de La ventana indiscreta es evidente. Sin embargo, como buen periodista, Mendicutti no deja de pasar revista a los males de este tiempo que padecemos: la crisis inmobiliaria, la debacle financiera, la degradación de cierta parte de la juventud, la depravación de la prensa del corazón…
      Todo ello desde la mirada lúcida y fina de un humorista de la vieja escuela, de un escritor asombroso que nunca defrauda y al que debemos recurrir cada vez, cada día, cada momento en que pensemos que nada merece la pena. Con Mendicutti, todo merece la pena.



Eduardo Mendicutti,
Mae West y yo,
Tusquets editores, Barcelona, 2011. 259 páginas.

domingo, 12 de octubre de 2014

JORGE JUAN: el viaje de un ilustrado


    Visto desde lejos el libro asusta un poco. Y no es de extrañar: son casi 400 páginas; en un formato más bien grande, alejado de los libros de bolsillo; con la letra densa y prieta, para no dejar escapar ni una idea ni una reflexión. Pero una vez que nos acercamos y lo abrimos comprendemos que el tocho es menos lobo de lo que podríamos suponer. Para empezar no tiene ninguna nota a pie de página —cosa que agradecemos los lectores profanos—; pero no defrauda a los eruditos, pues cada fuente o documento utilizado aparece explicitado del modo más sencillo, sin romper la continuidad de la narración.
    Con la meticulosidad y el buen hacer que lo caracterizan, Emilio Soler ha conseguido crear una obra magnifica, que no sólo adoctrina, sino que entretiene como una novela de aventuras. Podría parecer que la biografía de un personaje —tan nombrado pero tan ignorado— como Jorge Juan debía enfangarse en una sucesión interminable de fechas y datos ociosos, aspectos todos ellos tan científica e históricamente válidos como aburridos para el lector corriente. Emilio Soler, sin perder de rumbo la seriedad histórica y la documentación, ha dotado a la biografía del marino noveldense de un soplo de aventuras y de amenidad digno de alabanza.
     Podríamos hablar de Jorge Juan, y del olvido en que se le tuvo y se le tiene (olvido generalizado a todo el siglo XVIII español ¿y europeo?); pero no lo haremos. Basta con leer el libro y comprender que la postración de una nación que había llegado a ser la primera potencia mundial devendría en un lastre que —todavía hoy y desgraciadamente— venimos arrastrando.
     Implícitamente la obra está dividida en 5 partes: una primera, muy breve, narra la infancia y juventud del personaje alicantino; la segunda —la más extensa y al parecer la preferida del autor— relata el viaje de Jorge Juan, y su compañero Antonio de Ulloa, acompañando a una expedición de científícos franceses a las colonias españolas de ultramar, donde debían medir un grado de meridiano en el ecuador; la tercera —la que yo especialmente prefiero— narra las vicisitudes de Jorge Juan con la Inquisición a la hora de publicar las conclusiones de su viaje de once años; la cuarta parte nos dibuja magníficamente a Jorge Juan como espía en los astilleros ingleses; por último, la obra se cierra con la misión diplomática a Marruecos y la muerte del marino, en Madrid, vencido por los continuos achaques y el agotamiento. En fin, sesenta años de intensas vivencias recogidos magistralmente por un autor que sabe qué hay que decir y cómo hay que decirlo.
       Debo confesar que soy, por natural, sedentario (cualidad o vicio que se acrecienta con los años); por tanto, la lectura de este libro ha supuesto un viaje estival inolvidable. Junto con Jorge Juan y su amigo Antonio de Ulloa, y ejerciendo de cicerone Emilio Soler, he contemplado el aspecto de una España dieciochesca postrada y renqueante: hemos visitado las colonias del Pacífico, hemos ascendidos a las cumbres inhóspitas de los Andes; hemos disertado sobre la forma real del planeta; hemos combatido a ingleses, amén de espiarlos en su propia nación; hemos atesorado méritos y honores de todas las academias europeas; hemos deambulado por el África marroquí a los pies de los blancos Atlas; hemos llorado por una nación y hemos deseado la recuperación de ésta... en fin, un sinnúmero de peripecias, hazañas, penalidades y alegrías han sido nuestro alimento durante la travesía por las páginas de este libro —que, al fin, de tocho se convierte en un volumen efímero y ligero.

     Lamentablemente los males y las carencias culturales que tanta mella hicieron en el ánimo de Jorge Juan apenas han sido sanados. Ante el aspecto del libro quizás haya alguien que huya: tanto peor para él. Tengo comprobado que quien en este país se aburre o bien es analfabeto, o bien es masoquista... o ambas cosas.

Emilio Soler Pascual,

VIAJES DE JORGE JUAN Y SANTACILIA.
Ciencia y política en la España del siglo XVIII.

Ediciones B, Madrid, 380 págs.

sábado, 4 de octubre de 2014

LA CUARTA MANO: amor, humor, sexo y televisión.


       Las novelas de John Irving (1942) nos pueden agradar más o menos, pero nunca nos dejan indiferentes. Desde que saltó a la fama con El mundo según Garp (1976), el escritor norteamericano parece haber hecho un pacto mefistofélico con la calidad. Dicho pacto suele poner en un brete a sus seguidores: ¿cuál de sus novelas es la mejor?. Los hay que prefieren el mundo excéntrico de Garp y su madre Jenny; o quien se decanta por las peripecias del la familia Berry en el Hotel New Hampshire; particularmente soy de los que no podrían vivir sin la voz triste y un tanto desvalida del amigo de Owen Meany; otros admiran el altruismo del doctor Wilbur Larch y sueñan cada noche con sus palabras de despedida; en fin, incluso habrá quienes se decanten por el doctor Farrokh Daruwalla y sus enanos, o las dudas sexuales de Ruth Cole, la protagonista de Una mujer difícil. En cuanto a Pat Wallingford, el protagonista de La cuarta mano, no dudamos de que también tendrá su grupo de seguidores.
        La cuarta mano refleja los mejor y lo peor de un autor cuyo principal fin es divertir y divertirse, o emocionar y emocionarse. Muchos han sido los que han tildado de inverosímiles los argumentos de sus novelas; pero ante la descripción de la vida todo es literariamente válido.
       Entre lo mejor: la situación de partida. Patrick Wallingford, un reportero de televisión que trabaja en una cadena de noticias que, curiosamente, no se interesa por las noticias, ve como su carrera ¾tanto profesional como sexual¾ sufre un contratiempo cuando un león devora su mano izquierda. Cinco años después del suceso, el cirujano doctor Zajac se atreve a realizar una operación de implante de mano. A partir de entonces, un nuevo universo va a presentarse ante el triste Patrick: el nuevo miembro, ajeno a él, va a permitirle experimentar sensaciones nuevas. El argumento se enriquece con los toques propios del estilo de Irving cuando la viuda del donante realiza una propuesta extraordinaria: desea el derecho a visitar y “disfrutar” de la mano de su difunto marido.
       Desde ese momento, las situaciones van a adquirir trazas casi oníricas. Sólo la maestría de la prosa de Irving consigue hacernos verosímil lo que es a todas luces ridículo. Multitud de personajes, cada uno con su frustración a cuestas, van a desfilar por las páginas del libro: Doris, la viuda del donante; Mary, la compañera trepa de Patrick; Sarah Williams, la misteriosa mujer madura que enseña a nuestro protagonista de qué modo los libros contienen lo que todos necesitamos; incluso la voz del propio autor ¾a la manera realista de su admirado Dickens o nuestro olvidado Galdós¾ nos va a ir guiando por este mosaico de nuestra época. El cuadro descrito, bajo el humor y el sexo, deviene como una crítica feroz contra la sociedad consumista y, sobre todo, contra la bulimia de noticias (¡de noticias tergiversadas y manipuladas, de periodismo carroñero!) que pueblan nuestra vida diaria.
       Entre lo peor: una exagerada utilización por parte de Irving de elementos sexuales (tendencia acentuada, quizás, desde la aparición de Un hijo del circo (1994)). Tal proliferación de sexo (los personajes de Irving quizás sean los que más veces realizan el acto sexual de toda la historia de la literatura) y de elementos afines llega, a veces, a ocultar el argumento inicial de la obra; y, en muchas ocasiones, consigue confundir (¿y alegrar?) al lector.

        Publicada en España apenas una semana antes del fatídico 11 de septiembre, La cuarta mano se asemeja bastante a una premonición. La televisión norteamericana estimó que era conveniente no grabar los aspectos más trágicos de la tragedia (la recogida de los restos); visto esto cabe la posibilidad de preguntarse qué habíamos estado viendo hasta entonces. La televisión se ha convertido en la realidad (Aquello que no se muestra no existe), manejando, cambiando y creando imágenes a sus anchas. Y de repente, cuando todo era grabable (y cuanto más horroroso mejor) acontece el atentado: decide entonces la televisión “comportarse éticamente” (ergo hasta ese día había actuado sin la menor ética ¾y lo habíamos aceptado¾), renunciando a grabar las imágenes del horror. ¿Habría entonces que deducir que este horror no existe porque no es “grabable”?. John Irving pone en solfa la capacidad de la televisión para informar objetivamente... pero, ¿qué es la verdad?





John Irving
La cuarta mano, Ed.Tusquets, 2001. 345 págs.