portada

portada

domingo, 14 de diciembre de 2014

LOS DIOSES TIENEN SED: los actores del drama

Los-dioses-tienen-sed
       La primera vez que escuché el nombre de Anatole France (1844-1924) fue en el Paraninfo de la Universidad de Alicante. Era alrededor de 1990 (año más o menos) cuando el recordado Manuel Alvar, a la sazón presidente de la RAE, nos agasajó con una conferencia. Recuerdo poco de aquella charla, salvo la sensación de estar ante la presencia de un gran comunicador… y el nombre de un escritor francés del que lo ignoraba todo: Anatole France. No había transcurrido un año cuando el azar depositó en uno de los estantes del mueble del salón familiar La isla de los pingüinos. Entonces recuperé el nombre de France. Aunque lo he releído en varias ocasiones, el recuerdo de la primera lectura de La isla de los pingüinos es algo imborrable, como una sacudida a la conciencia. Siempre supe a qué quería dedicar mi vida; pero la lectura de Anatole France vino a corroborar mi decisión.
     Después de más un siglo de su publicación, la editorial barcelonesa Barril & Barral rescata para el buen degustador de la literatura Los dioses tienen sed (1912) —con la traducción clásica de Luis Ruiz Contreras—; no sé si la mejor novela del premio Nobel francés (lo recibió en 1921), pero es sin duda una de sus grandes creaciones.
       La tesis de la obra es sencilla: a Anatole France no le interesa cuestionar la validez o moralidad de la Revolución francesa, él prefiere detenerse en los actores de aquel drama rebosante de sangre y muerte. La novela se nos presenta como la anatomía y el análisis del fanatismo —político, en este caso— a través de los hechos y los pensamientos del protagonista, Evarito Gamelin, un gris y triste pintor, durante el París de los Años del Terror. La obra, que apenas supera las doscientas páginas, nos muestra el ascenso social —y el descenso moral bajo la sombra amenazadora de la guillotina— de este personaje inmerso en la vorágine de aquellos años. Asistimos impasibles a la metamorfosis de un simple ciudadano en un fanático, en un monstruo sanguinario que se cree señalado por el destino transcendental de la búsqueda de la Democracia y la Libertad, y que no dudará en condenar incluso a sus amigos.
     A las pocas páginas, el lector es ya consciente de que otro autor menos dotado —pienso en los muchos mamotretos que pueblan actualmente las estanterías— hubiera convertido esta historia en una interminable novela llena de peripecias redundantes y de personajes tan reales que resultarían increíbles. France, en cambio, opta por lo contrario: los hechos descritos y las situaciones argumentales son ventiladas con breves pinceladas. Leemos: «Estaban los detenidos amontonados en las cárceles; el acusador público trabajaba dieciocho horas diarias. A los descalabros de los ejércitos, a los motines de las provincias, a las conspiraciones, a las intrigas, a las traiciones, la Convención opuso el terror. Los dioses tenían sed». Por el contrario, al autor le interesa más detenerse en el carácter humano del sanguinario Gramelin, en la descripción minuciosa de las relaciones afectivas que mantiene con su madre y su amante. Ya lo dijo Nietzsche: «También los malvados cantan».

      Al cerrar la novela constatamos que hemos sido testigos de esos milagros que, en ocasiones, consigue el arte: no se puede decir tanto, con tan poco. Ya lo comentó Josep Pla hace años: «No leemos a Anatole France porque nos asusta su perfección». Inmersos en un mundo gris y cortado por el rasero de la mediocridad, tan poco acostumbrados a la palabra exacta (pienso en Azorín y Miró, en Rulfo, en Borges; ocasionalmente en Delibes), ahogados bajo cientos de líneas que se extienden por las páginas sin decir nada, la prosa diáfana y límpida de Anatole France nos devuelve la finalidad primigenia de la literatura: mostrar el mundo en su sencilla, y también monstruosa, desnudez.



Anatole France,

Los dioses tienen sed,

Ed. Barril & Barra. 235 páginas.