1. PRELIMINARES. CONTEXTO. TEATROS
NACIONALES.
La particularidad del teatro, como género híbrido que es —una
parte literaria, otra espectacular—, lo diferencia notablemente de la novela y la
poesía. El éxito o fracaso de una obra dramática es instantáneo y puntual, y de
este depende, en buena medida, el desarrollo de la producción de un autor; también
el sueldo de actores y tramoyistas, la predisposición del empresario y del
dueño del teatro a aceptar o no más obras, incluso el jornal del taquillero y
del acomodador.
En el estudio de Víctor García Ruiz (1999) se ofrecen
detalladamente las condiciones laborales (días de trabajo o de descanso,
salarios) de todo el personal que trabajaba en torno al teatro en 1949. Según
los datos expuestos, «un actor cobraba al menos mil quinientas pesetas [9 €]
cada mes cuando tenía contrato para una temporada». No parece un salario bajo;
pero, evidentemente, no era un sueldo fijo puesto que la eventualidad era el
fantasma de la profesión: «con poco tiempo de diferencia un actor o actriz
podía pasar de vestir con lujo y obsequiar espléndidamente a tener apuros para
pagar una triste casa de huéspedes». García Ruiz también se centra en las ganancias
del autor teatral, que participaba de la recaudación diaria: obras originales
en un acto: 3%; en dos actos: 7%; y en tres o más actos: 10%.
Por el contrario, cuando un novelista o un poeta publican una
de sus obras, el éxito o no de las mismas puede llegar más lentamente o de modo
fulgurante, en realidad carece de extrema importancia; además, tanto el poeta
como el novelista parten del supuesto de que muy poca gente va a comprar su
producto. Su fracaso solo afectará al editor y al autor.
Durante todo el siglo XX se habló del “mal del teatro
español”, aludiendo a la escasa repercusión social, económica y cultural que
tenía. Desde nuestro punto de vista, dicha crisis radicaba en que precisamente
no existía en España un teatro al que pudiéramos calificar de burgués. Por
tanto, los motivos de este estancamiento teatral no habría que buscarlos en el
gusto del público, sino en factores económicos, sociales y educativos que
suponían un lastre para el desarrollo y la modernidad del país.
En 1930, España estaba habitada por veinticuatro millones de
habitantes, de los que el 43% eran analfabetos; además, la escolarización de la
población de seis a doce años alcanzaba únicamente al 55% de los niños,
concentrándose sobre todo en núcleos de población urbana superiores a 50.000
habitantes (por otro lado, muy escasos: Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao,
Sevilla y pocos más). De ello se deduce que casi la mitad de la población
española era analfabeta o, al menos, poseía una cultura ínfima. Por otro lado,
la población urbana (ciudades con más de 50.000 habitantes) apenas ocupaba un
35% del total del país. Comparando estos datos con los de otros países europeos
como Francia, Inglaterra o Alemania —en este último el grupo de población
escolarizada alcanzaba casi un 80%—, concluiremos que el analfabetismo
generalizado afectó negativamente, y de manera considerable, a la cultura
española.
Casi todos los críticos e historiadores han cargado las
tintas contra el gusto del público por la zarzuela, la pieza folclórica o el género
chico; pero, ¿a qué otro espectáculo podía acudir una gran masa de población
que carecía de la educación básica? Además, el precio de las entradas a las
funciones “serias” no estaba al alcance de cualquier trabajador u obrero. ¿Cómo
podían crearse en España obras de la densidad ideológica de George Bernard
Shaw, Eugene O’Neill, Bertolt Brecht o Jean Anouilh —por citar algunos de los
dramaturgos más relevantes de aquellas décadas—, cuando no había un público
para ellas?
Existe otro dato revelador al respecto: en 1920, sobre un
censo de poco más de veintiún millones de habitantes (con más de la mitad de
ellos analfabetos), la cifra de estudiantes universitarios ascendía a 16.000
personas. En una fecha relativamente reciente como 1960, únicamente el 1,8% de
la población (126.000 personas) posee estudios universitarios. ¿Dónde buscar,
entonces, el público de un teatro burgués, más allá del folclore o las varietés?
Desde luego no en la clase acomodada —la media-alta— que todavía era escasa y carecía
de la formación crítica suficiente.
El público teatral había que buscarlo especialmente en quienes
formaban el sector servicios y, algo menos, en el sector industrial… Y estos
eran los datos de 1940: de los tres sectores económicos, el de la agricultura
alcanzaba el 50%; el sector servicios, el 27%; y el industrial, el 23%. Poco, o
casi nada, se podía extraer de ese exiguo porcentaje del 27% —que no siempre
estaba en grandes núcleos de población, por supuesto.
El afianzamiento de una educación generalizada y mínima fue
un proceso lento. En 1952, el porcentaje de escolarización ascendía únicamente
al 65%. La preocupación ante el yermo cultural del país —cuya intelectualidad, formada por un grupo
escaso, se sentía incomprendida al carecer de un público dotado de la cultura
necesaria— influyó enormemente en la fuerte campaña de escolarización y
alfabetización iniciada por el estado español en 1963 y que concluiría a
finales de la década de 1970, cuando se daría por escolarizada a toda la
población de 6 a
14 años.
En 1880, Londres contaba ya con casi cuatro millones de
habitantes; París, con tres millones; Viena, con casi dos millones y Berlín con
más de dos millones de habitantes. Sin embargo, Madrid alcanzó el medio millón
de habitantes en 1900, al igual que Barcelona; Valencia, doscientos mil. En
1930, tanto Madrid y Barcelona rondarían el millón de habitantes y Valencia,
algo más de trescientos mil.
Unida a la escolarización (o ausencia de esta) va la
alfabetización (y el analfabetismo). El siguiente cuadro puede dar una idea del
gran deterioro cultural que sufría el país durante el siglo XX.
Año
|
Población
|
Analfabetos
mayores de 10 años
|
Analfabetos
totales
|
||
1900
|
18 millones
|
10,8 millones
|
60%
|
11’9 millones
|
66%
|
1930
|
24 millones
|
8,4 millones
|
35%
|
10,3 millones
|
43%
|
1960
|
30 millones
|
4,2 millones
|
14%
|
7,5 millones
|
25%
|
Es obvio que a mayor núcleo urbano, mayor oferta e inquietud
cultural. Sin embargo, a tenor de las cifras arriba expuestas, advertimos que
los grandes núcleos urbanos eran muy pocos y por tanto el teatro —el género
literario más influido por la demografía— había de verse irremediablemente
afectado. A la postre, tal vez todo radique en una cuestión de cifras y
estadísticas: si surgía un artista (escritor, pintor, etc.) de cierta calidad
por cada diez mil habitantes, en Madrid, en 1900, nacieron cincuenta; pero en
Londres vieron la luz casi cuatrocientos, más de trescientos en París, más de
doscientos en Berlín. La misma proporción se puede realizar a la hora de
contabilizar los espectadores de teatro o los degustadores de novela o poesía.
Sin duda, la cantidad no crea necesariamente calidad, pero no hay que negar
que, por un simple cálculo de probabilidades, ayuda a conseguirla.
En 1960, el 55% de los españoles vivía en el medio agrícola y
rural; en Francia, el 20%; en Alemania, un 11%; y en Gran Bretaña, se alcanzaba
la exigua cifra del 2’5%.
Con todos estos datos sobre el tapete solo cabe afirmar que
España, durante gran parte del siglo XX, permaneció social y económicamente
anclada en las primeras décadas del siglo XIX. Este desfase habría de notarse,
necesariamente, en el ámbito cultural, y el teatro es uno de los más inmediatos
y visibles indicadores.
También el género narrativo y el lírico carecían de un gran
público. Se ha hablado mucho y bien sobre el fracaso de la llamada “literatura
social” iniciada durante la década de 1950 y dirigida a un público que era
incapaz de leer y entender las novelas que supuestamente iban a aleccionarlo.
Esta contradicción volvería a darse, de nuevo, con la denominada “literatura
experimental” de los años sesenta, casi únicamente consumida por la escasa
clase universitaria. Se dirá que, a pesar del repetido fracaso, la novela (y
también la poesía) se arriesgaron a innovar; se responderá que el riesgo era
menor, por cuanto el teatro —como ya hemos señalado— es un género
predominantemente espectacular y, por ende, subordinado a factores económicos
de capital importancia.
Se ha hablado de la trascendencia que un grupo de novelas,
como La familia de Pascual Duarte (1942)
de Camilo José Cela o Nada (1945) de
Carmen Laforet, tuvo para el desarrollo de la prosa del siglo XX pero, ¿cuántos
ejemplares se vendieron de estas novelas en los primeros años de su
publicación? Casi como una excepción, Nada
conoció tres ediciones en su primer año de publicación; peor suerte corrió La familia de Pascual Duarte, que en los
tres primeros meses de vida apenas se vendió. El precio por ejemplar oscilaba
entre ocho y diez pesetas. Si la novela de Laforet vendió cinco mil ejemplares
en un año, por ejemplo, recaudó 50.000 pesetas [300 €]. ¿Podía mantenerse una
pieza teatral en cartel durante un año recaudando esa cantidad? Evidentemente, una pieza teatral —y el teatro
que la acoge y los actores que la “recrean”— no es una obra de “largo
recorrido”, ya que necesita la inmediatez del espectador y la compra de sus
respectivas entradas, puesto que de ellas sobreviven no solo el escritor, el
editor y los libreros, sino una gran cantidad de personas que directa o
indirectamente tienen en el teatro su principal medio de subsistencia.
Hubo intentos de “cambiar” la dirección del teatro español.
Uno de los más notables fue la fundación, en 1945, del grupo de teatro
independiente Arte Nuevo, formado por Medardo Fraile, Alfonso Sastre, José
Gordón y Alfonso Paso, entre los nombres más señalados. Así lo recordaba
Alfonso Sastre unos años después:
¿Cómo eran las cosas en el teatro de 1945 y qué ha
pasado desde entonces?
[…] El teatro de entonces era así:
Se representaba con mucho éxito un teatro de burda
mecánica y grosero lenguaje, que venía a significar, creo, el último y poderoso
coletazo del “astracán”.
Se representaba, con indecible éxito, un teatro
—lejano de la auténtica tragicomedia— a través del cual se hacía llorar y reír
a la gente, casi siempre con acento gallego. Estábamos ante una de las peores
formas del melodrama sentimental.
Gran parte de los teatros estaban ocupados por
compañías llamadas “folklóricas”: una terrible plaga que infestaba muchos
escenarios que en otros tiempos se habían dedicado a más nobles formas
teatrales.
Los Teatros Nacionales, apoyados por la crítica,
trabajaban —con alguna venturosa excepción, que poco a poco se fue haciendo
regla— en el vacío público.
Benavente estrenaba sus más mediocres obras. Arniches
ya había dado a conocer los últimos productos de su viejo ingenio.
Los Quintero —el superviviente— estrenaban lo que un
crítico denominó, con brillantez, “imitaciones quinterianas”.
Jardiel Poncela era, en este triste panorama, un
poderoso islote de talento y de ingenio, en continua y heroica pugna con la mediocridad:
una desigual, descomunal lucha, que acabó con su derrota y destrucción.
Se hacía en papel, una escenografía ramplona y
detallista. No había en los teatros —salvo los Nacionales— ni un solo
proyector, ni las compañías consideraban necesaria su utilización
luminotécnica. Toda la luminotecnia consistía en encender la luz —la batería y
las diablas— y que se viera lo que pasaba en el escenario.
Se rechazaba, en el caso infrecuente de que llegara a
plantearse el problema, la necesidad, que propugnábamos, del director de escena
como piloto coordinador del espectáculo teatral. Se daba un ejemplo en los
Teatros Nacionales, pero el ambiente profesional continuaba impenetrable.
No existía, aparte del Teatro Español Universitario
(TEU), ni un solo teatro de cámara o ensayo. El vacío de las provincias era
absoluto.
Había muy pocos actores jóvenes, y los que había eran
procedentes del aprendizaje más rutinario durante horribles giras por las
provincias, en las peores condiciones de trabajo. Se declamaba, en general, con
una enorme afectación.
No era posible encontrar, naturalmente, ni un solo espectador
joven en los teatros. Solo se congregaban, y no muchos, en los estrenos de
Jardiel Poncela.
No se protestaba en el teatro; solo en los estrenos de
Jardiel. Tampoco se aplaudía con demasiado fervor.
No se publicaba nada sobre teatro, aparte de las
secciones críticas de los periódicos. No había lecturas, ni coloquios públicos
sobre esta materia. No había ninguna revista de teatro y parecía imposible que
llegara a haberla.
Este era, si mal no recuerdo, el teatro español tal
como lo encontramos en 1945.
Es decir, que si muchas cosas cambiaron tras el final de la
Guerra Civil… el teatro no fue una de ellas, lamentablemente. De hecho, la
creación de los Teatros Nacionales fue de lo poco destacable en el decenio de
1940-50. Supusieron un intento serio de dignificar la escena española, anclada en
un teatro no tanto popular como populachero, con unos textos y unos actores
cuyos regímenes de trabajo —precipitados, a contrarreloj, sin tiempo para el
ensayo detenido y serio; mirando siempre la taquilla y el beneplácito del
público, pues era el único medio de subsistencia— no contribuían especialmente
a la calidad de la representación.
La creación de los Teatros Nacionales cambiaba este proceso
caracterizado por la precipitación. Los autores, directores y actores que
tenían la suerte de entrar en estas compañías disponían del tiempo necesario
para preparar concienzudamente sus obras, al margen de la necesidad de la
taquilla para seguir trabajando. Uno de los factores que más contribuyeron al
éxito y el afianzamiento de estos teatros fueron las excelentes escenografías y
el cuidado de los figurines que hombres de la sensibilidad y el buen gusto de
Víctor María Cortezo, Vicente Viudes, Sigfrido Burmann y Emilio Burgos, por
citar algunos, llevaron a cabo.
El Teatro Nacional
María Guerrero, que dependía del Ministerio de Educación Nacional, se creó
en 1939, pero tuvo su primer estreno en 1940. Comenzó bajo la dirección de Luis
Escobar, Huberto Pérez de la Ossa
y Claudio de la Torre
(que lo abandonó en 1942). Escobar y Pérez de la Ossa dimitieron de su cargo
en 1952, pero para entonces ya habían producido veladas y éxitos memorables
como el estreno de La herida del tiempo
(Time and the Conways), de J. B.
Priestley, en 1942; Ni pobre ni rico,
sino todo lo contrario, de Miguel Mihura y Tono, en 1943; Nuestra ciudad, de Thornton Wilder, en
1944; y «el Tenorio de Dalí», en
1949, que supuso un antes y un después en los montajes teatrales españoles.
Citamos estas obras porque, al margen de ser considerados como hitos en la
escena española, ejercieron un fuerte influjo sobre las obras que los autores
que comenzaron a estrenar a partir de los 50.
El Teatro Nacional
Español, que dependía de la Falange, comenzó su andadura en 1940, bajo la
dirección de Felipe Lluch, a la sazón Jefe Provincial del Sindicato del
Espectáculo. Un año después, y tras la muerte de Lluch, se hizo cargo de la
dirección Cayetano Luna de Tena quien dimitió, junto a sus colegas del María
Guerrero, en 1952. La labor de recuperación del teatro áureo resultó
espléndida: con unos montajes memorables —Fuenteovejuna,
Peribáñez— y sobre todo el gran éxito de Historia de una escalera, de Antonio Buero Vallejo, en 1949. Para
hacerse una idea del éxito de esta obra baste decir que ese año, por primera
vez desde 1844 no se representó Don Juan
Tenorio la víspera de la festividad de Todos los Santos. Otro estreno
importantísimo fue, en 1951, el de Llama un inspector, de J. B. Priestley, obra
fundamental para conocer el devenir del teatro mundial en el siglo XX.
La creación del Teatro
Nacional de Cámara y Ensayo tuvo un proceso más lento. En primer lugar se
creó el Teatro Español Universitario
de Madrid, en 1941, bajo la dirección de Modesto Higueras, vinculado al partido
de la Falange por su relación con el SEU (Sindicato de Estudiantes
Universitarios). Pronto comenzaron a surgir más grupos teatrales universitarios
en otras ciudades (Sevilla, Valencia, Barcelona). Sin embargo, a partir de 1945
el TEU dejó de depender del Sindicato Español Universitario y pasó a la tutela
del Frente de Juventudes de Falange, de modo que se rompía la vinculación con
el grupo estudiantil, del que se nutría en cuanto a actores y público. Quizás
eso explique, en cierto modo, la progresiva decadencia del TEU y el surgimiento
de otros grupos independientes como Arte Nuevo, la Compañía Lope de Vega, el
Teatro de Cámara de Madrid, la Carátula, el Teatro Universitario De Ensayo, el
Teatro Popular Universitario, El Duende, La Vaca Flaca, El Candil, Dido Pequeño
Teatro, La Carbonera, etc.
En 1951 se crea el Ministerio de Información y Turismo con el
propósito de controlar, bajo el visto bueno de la censura, todo lo relativo al
teatro. Al frente está Gabriel Arias Salgado:[1] uno de los hombres más fieles al dictador y a su
ideología en lo concerniente a la esencia católica de España, con una formación
integrista, rígida y clerical. Según parece, el ministro se mostró
intransigente con la conducta moral de los directores de los Teatros Nacionales
—Luca de Tena vivía con la esposa de otro señor; y la homosexualidad de Luis
Escobar y de Pérez de la Ossa era notoria—, de modo que forzó la dimisión de
los aludidos en 1952, iniciándose la denominada «crisis de los Teatros
Nacionales»: la institución que tanto había hecho por el teatro español en los
años cuarenta dejaba de ser el factor clave en la renovación teatral y entraba
en un periodo de grisura y de falta de ideas».
Salvo estas cuatro excepciones —Español, María Guerrero, TEU
y, más tarde, Teatro Nacional de Cámara y Ensayo—, además de los numerosos
grupos independientes, muchos de ellos de corta y tortuosa andadura, la escena
madrileña (y por supuesto la del resto de las provincias) era más de lo mismo:
sainetes caducos, vodeviles infames, espectáculos de varietés o folclóricos,
revistas, dramas desaforados provenientes del “torradismo” y sus imitadores.
Las innovaciones —que las hubo— tuvieron que emanar de otros ámbitos menos
populares.
Y en este ambiente de privaciones económicas —la cartilla de
razonamiento no desaparecerá hasta 1952— y de restricciones ideológicas —a
través del brazo censor y del poder eclesiástico, muy influyente entre la
población—, Antonio Buero Vallejo estrenó su primera obra, Historia de una escalera, el 14 de octubre de 1949.
2. TEATRO Y CENSURA.[2]
Aunque durante la Guerra Civil existen aparatos de censura en
ambos bandos, la censura franquista nace como tal a partir de la Ley de Prensa de
1938. En noviembre de ese mismo año se crea la Junta Superior de Censura
Cinematográfica, la Comisión de Censura Cinematográfica y la comisión General
de Teatros Nacionales y Municipales, dependiendo todas ellas del Ministerio de
Educación Nacional. Esta primera junta está presidida por el dramaturgo Enrique
Marquina, y entre sus miembros figuran José María Pemán, Manuel Machado, José
Ignacio Luca de Tena y Luis Escobar.
En 1951, la censura deja de depender del Ministerio de
Educación Nacional y pasa a hacerlo del Ministerio de Información y Turismo,
situación que se extenderá hasta el final del franquismo. Este Ministerio controlará
y vigilará los contenidos de la prensa, propaganda, radio, cine y teatro; y a
partir de 1956 se añadirá televisión.
La Ley de Prensa de 1938 permaneció vigente hasta la entrada
de la Ley de Prensa e Imprenta de 1966, máximo exponente de denominado
“aperturismo informativo”. El equipo liderado por Manuel Fraga Iribarne,
ministro de Información y Turismo entre 1962 y 1969, introduciría una serie de
reformas encaminadas a dar a la política española un tono de liberalización y
apertura, aunque la desviación de la línea general solo iba a ser permitida
hasta un límite razonable. De hecho, aunque se autorizarían obras antes
prohibidas (entre ellas, Aventura en lo
gris, de Buero Vallejo, y Escuadra
hacia la muerte, de Alfonso Sastre), aún se siguieron prohibiendo y
reteniendo muchas otras.
A
finales de 1962, por ejemplo, Fraga Iribarne permitió, por primera vez, que la
prensa informara sobre la existencia de huelgas, [...] Por primera vez también
se permitió la traducción al castellano de los escritos de Carlos Marx y la
edición de las arengas revolucionarias de Fidel Castro. Se autorizó la
traducción al catalán de las mejores obras de la literatura y el pensamiento
universales; aumentó el número de fascículos locales de crítica a la política
social y económica del gobierno, sobresaliendo especialmente la obra de Ramón
Tamames, que recurrió al ejemplo marxista para criticar el plan del Opus Dei.
La estadística señalaba un incremento del 29 por 100 en la edición de libros
durante los primeros tres años de Fraga al frente del Ministerio de
Información. (MUÑOZ CÁLIZ, 2005: 126)
Por otra parte, a partir de los años 60, el contacto con el
exterior propiciado por el turismo y la emigración trajo consigo nuevas formas
de sociabilidad y nuevos hábitos contrarios a la ideología oficial del
nacional-catolicismo, lo que contribuyó a alejar a los españoles de la religión
tradicional y, por ende, propició las quejas de los obispos nacionales. La
propia “apertura” de los medios de comunicación, a pesar de sus limitaciones,
se encontrará con la oposición de los sectores más reaccionarios del régimen.
El 18 de marzo de 1966 se aprobó la nueva Ley de Prensa e
Imprenta, por la que se abolía la censura previa de publicaciones. La nueva Ley
constituyó el máximo exponente de la política aperturista y se justificó
alegando a las transformaciones sociales y económicas que había sufrido la
sociedad española. A partir de ese momento, la responsabilidad de la obra
recaía sobre el escritor y, en última instancia, sobre la empresa, pues si
antes se podía editar un texto una vez autorizado por la censura, ahora, en
cambio, podían imponerse sanciones a
posteriori. De ese modo se fomentaba una mayor autocensura, pues el autor
(y el empresario teatral) debían ir con pies de plomo antes de poner una obra
en los escenarios, pues la prohibición y las sanciones podían llegar tras las
primeras funciones, provocando un enorme descalabro económico y de prestigio.
Lo que primeramente tenía el aspecto de una mayor dotación de libertad
terminaba creando grilletes en la mente del autor.
Tras la muerte del general Franco se dan los primeros pasos
para la desaparición de los aparatos de censura en la prensa; pero hasta el año
1977 no se tomarán medidas de envergadura para su completa abolición que se
realizará ese año en lo referente a la prensa y el cine. La libertad de
representación de espectáculos teatrales entrará en vigor en marzo de 1978.
3. COLECCIONES. REVISTAS. ANTOLOGÍAS.
Junto al teatro representado, adquiere
una especial importancia el teatro publicado, pues permite la duración de la
obra a lo largo del tiempo y posibilita, además, que grupos amateurs de toda
España tengan acceso al texto.
A partir de 1949 y hasta
1972, la editorial Aguilar inició la publicación de un volumen anual que
recogía los títulos más emplemáticos de la temporada teatral madrileña. El
libro estaba coordinado por Federico Carlos Sainz de Robles bajo el título
genérico de Teatro español, y la
temporada madrileña correspondiente: Teatro
español 1956-1957, por ejemplo (las temporadas teatrales abarcaban desde
septiembre hasta junio del año siguiente). El antólogo reunía en cada volumen
cinco o seis títulos de las obras más representativas de esa temporada. El
valor de esta colección radicó en que se dio cumplida cuenta de autores y obras
que, hoy en día, difícilmente podrían pasar un rasero de calidad y, mucho
menos, de ese confuso (y discriminado) concepto que se ha dado en llamar
“actualidad”… es decir, caprichos de la moda. En el primero de los volúmenes se
publicó Historia de una escalera, de
Buero Vallejo, quien vio publicados diez títulos en estas antologías —superado
únicamente por Joaquín Calvo Sotelo, con doce títulos.
La Colección Teatro,
publicada por la editorial Escélicer (también llamada inicialmente Alfil),
conforma el corpus teatral más importante de la postguerra española.
Semanalmente y durante un cuarto de siglo, fueron apareciendo títulos hasta
alcanzar la crifra de 785 números. La colección comenzó su andadura en 1951 (Entre el no y el sí, de José María
Pemán, era el primer número) y concluyó en 1976 (El tornillo, de Manuel Muñoz Hidalgo, fue el último). Los 785
volúmenes no se corresponden con el mismo número de piezas teatrales, que
sobrepasaron las ochocientas, pues en múltiples ocasiones se recurrió a
volúmenes dobles o especiales que contenían dos o incluso más comedias. Gracias
a esta publicación, el teatro llegó también a cualquier rincón de la geografía
española. Los grupos de aficionados pudieron acceder a textos teatrales que de
otro modo nunca hubieran salido de las grandes ciudades. Se publicaron
dieciséis títulos Antonio Buero Vallejo de los 27 que estrenó.
El tercer vértice de este triángulo fundamental para conocer
el teatro de la postguerrra está ocupado por la revista Primer Acto, fundada en 1957. Junto a las críticas a los estrenos
más destacados y los artículos de opinión, se publicaba el texto de una pieza
teatral estrenada en meses anteriores. En ocasiones, sin embargo, el texto reproducido
no había sido estrenado en España. Desde su primer número —en el que se
reprodujo el texto de Esperando a Godot,
de Samuel Beckett—, el equipo de redacción se centró en el intento de mostrar a
sus lectores un teatro distinto al más comercial, centrado principalmente en
autores y obras extranjeras. Las obras y autores españoles publicados en sus
páginas lo fueron en la medida en que sus propuestas intentaban insuflar nuevos
aires a la escena española. Intentaron —y creemos que lamentablemente no lo
consiguieron— crear y educar a un nuevo espectador teatral: un público
minoritario que fue creciendo progresivamente y que en la década de los 70 tuvo
gran fuerza pues se asoció a cierta tendencia política, coincidente con un
cambio y una radicalización en la sociedad que ya visualizaba el final de un
periodo y el advenimiento de otra época. Seis piezas dramáticas de Buero
Vallejo aparecieron en esta revista.
4. GENERACIONES CRONOLÓGICAS.
Los autores adscritos a estas características pueden contarse
por decenas. Nos centraremos en los más conocidos que, en la mayoría de los
casos, coinciden con los de una mayor calidad. Distinguimos tres generaciones
de creadores de esta comedia de evasión (o teatro público, como lo denominó
Ruiz Ramón en su Historia del teatro
español).
En primer lugar debemos situar a aquellos nacidos en las
postrimerías del siglo XIX, pero que escriben hasta mediados del siglo XX: Juan
Ignacio Luca de Tena, Claudio de la Torre, José María Pemán y Edgar Neville.
Nacidos con el primer estreno de Jacinto Benavente (1894), pueden ser
considerados como hijos y sucesores de este. También habría que añadir los
nacidos en la primera década del siglo XX: Tono, Enrique Jardiel Poncela, José
López Rubio, Miguel Mihura y Joaquín Calvo Sotelo. Estos se apartarán de la
comedia benaventina y buscarán su espacio al acentuar el humor y la comicidad
en sus piezas. Todos ellos van a elaborar un teatro caracterizado
principalmente por ser amable, aunque algunos no dudarán en acudir a lo melodramático,
como son los casos puntuales de José María Pemán (La casa), Juan Ignacio Luca de Tena (¿Dónde vas, Alfonso XII?) o Joaquín Calvo Sotelo (Plaza de Oriente y La muralla). Al mismo tiempo, el resto de escritores generacionales
se sumergirá en el humor absurdo (Enrique Jardiel Poncela, Tono y Miguel
Mihura) o en la canónica comedia de evasión (Edgar Neville y José López Rubio).
La generación posterior abarcaría a los nacidos en la segunda
década del siglo XX: Víctor Ruiz Iriarte, Carlos Llopis, Luis Escobar y Antonio
Buero Vallejo, este último alejado de la comedia y centrado en el drama.
Algunos de ellos, como Víctor Ruiz Iriarte y Carlos Llopis, estrenarían sus
obras antes que algunos de la primera generación.
La tercera generación comprende los nacidos en la década de
1920: Álvaro de Laiglesia —que comenzaría su andadura junto con los autores de
la primera generación—, Alfonso Sastre, Alfonso Paso, Jaime Salom, Jaime de
Armiñán, Santiago Moncada, Julio Mathias y Pedro Mario Herrero, por citar
algunos nombres. Una generación con dos figuras centrales, los “dos Alfonsos”,
que ejercerían su magisterio consciente o inconscientemente sobre el resto de
escritores generacionales: uno en el ámbito del teatro crítico y social; el
otro dentro de la comedia burguesa y, cada vez, más convencional.
5. PARA REFLEXIONAR.
Para concluir este rápido,
selectivo e incompleto repaso al contexto teatral español del siglo XX, traemos
a colación las palabras de Francisco Ruiz Ramón (1978) en torno a la visión que
el mundo occidental ha tenido del teatro español o, mejor, a la falta de visión
de que el mismo ha padecido.
El crítico e historiador del
teatro se lamentaba de la “invisibilidad” del teatro español del siglo XX:
«¿Por qué el teatro español contemporáneo es un teatro invisible dentro del
panorama del teatro occidental contemporáneo?» (1978: 126). El crítico
intentaba responder a esta pregunta mediante un extenso texto que no nos
resistimos a reproducir y que nos sirve para invitar a la reflexión:
Al principio de los años 60
el Ministerio de Turismo español lanzó un slogan
que hizo fortuna: Spain is different.
Multiplicado en carteles, prospectos y anuncios de distintos tamaños satisfacía
el gusto, un tanto maniaco, de las viejas burguesías occidentales y el de las
nuevas burguesías por lo distinto o lo raro. España se ofrecía así como el
lugar ideal para unas vacaciones, un lugar con el excitante de lo físico y
culturalmente exótico, al alcance de todos los bolsillos, y de la mayor parte
de los automóviles europeos: diferente, pero cercano. Bastaban unas horas de
viaje para encontrarse en otro mundo, otro mundo dentro de Europa, pero
diferente de Europa.
Ese slogan turístico no era, sin embargo, nuevo. En realidad, lo habían inventado o, mejor, reinventado,
los románticos franceses, y había sido explotado a conciencia por el
Romanticismo europeo, con el beneplácito de los propios españoles, aunque no de
todos. Surgió así el topos cultural
de la España apasionada y romántica por naturaleza, la de la crueldad y la
sangre, la del fanatismo y el honor celoso, la «espléndida y áspera España», la
Virgin Spain, etc. Todos conocemos el
cliché. Ese topos cultural y su nueva cristalización lingüística en el
mencionado slogan ha sido, sin
embargo, terriblemente funesto, pues lo que, en el fondo, venía a aceptarse
casi por definición es que España es diferente de Europa, otra que Europa. Consecuentemente, todos los productos culturales
españoles han tendido a ser juzgados como frutos distintos, diferentes, que
llegan —cuando llegan— al mercado internacional, con su made in Spain, es decir, con una etiqueta que irradia sobre el
producto una espesa red de connotaciones que aíslan y separan los frutos de
España de los frutos del Mercado Común, predisponiendo a sus posibles
degustadores a acomodar su paladar a un
sabor sui generis, ajeno al de los
frutos europeos; o a admitirlos, sin distingos, cuando van envueltos en papel
internacional.
Lo que pretendo sugerir en
estas metáforas frutales es la existencia de una falacia, tópicamente aceptada,
según la cual la crítica europea occidental tiene que acomodar sus órganos de
visión a un objeto histórico —el español— que solo puede ser visto críticamente
desde un punto de vista español, entendido este como otro que el tenido por
occidental, y ello en virtud del pervertido slogan
Spain is different a que vengo refiriéndome. Lo que pocas veces se está
dispuesto a ver es que tal vez España no es otra
que Europa, sino la otra Europa que
se revela a veces sin máscaras, a rostro descubierto, con una mueca fija y
terrible, a veces cómica, a veces trágica, casi siempre tragicómica o grotesca,
que preferimos ver como la no Europa.
Piensen ustedes en el famoso
cuadro de Picasso, Guernica. Ese
cuadro expresa, ciertamente, el monstruoso y terrible rostro de España, la de
la guerra civil, pero ese rostro de España, es, a la vez, la más honda
expresión de la Europa de la segunda guerra mundial, la de los campos de
concentración y las bombas incendiarias. Reducir la significación global del
cuadro picassiano a significación específicamente española, y entender esta
como no europea y no occidental, es una amputación de sentido inaceptable. Y,
aún peor, culpable, pues, por virtud de una deshonesta operación ideológica,
convierte lo español en signo de lo distinto, de lo otro, sin detenerse a
pensar que pueda ser signo de lo mismo, del mismo mundo occidental. La cultura
europea, como el dios Jano, tiene dos caras [o muchas, diríamos nosotros].
España es una de esas caras. La crítica occidental prefiere, sin embargo,
negarla y quedarse con una sola a la que, por reducción, llama Europa,
Occidente. Esa cara, la única aceptada, será la sola que es visible y se
convertirá en patrón y medida de occidentalidad, mientras que la otra,
rechazada, y por tanto invisible, si alguna vez aparece se la considerará como
ajena, como aberración, incluso como caricatura o como deformación. Y lo
curioso del caso —por no decir otra cosa— es que tal esquema reductivo
funcionará también desde dentro de la misma España, produciéndose la siguiente
paradoja: cuando el rostro de España coincida con el rostro visible de Europa,
se hablará desde dentro de antiEspaña o de europeización, según el punto de
vista, y desde fuera se hablará de imitación, importación, mimetismo. Si, por
el contrario, el rostro de España coincide con el rostro invisible de Europa,
se hablará desde dentro de antiEuropa o de la verdadera España, según también
los puntos de vista; desde fuera, se entusiasmarán, con tan turbia delectación
como turbio horror, por el “caso” España, tan apasionante por diferente.
Vistas así las cosas tal vez
pueda empezarse a entender por qué el teatro español contemporáneo es un teatro
invisible dentro del panorama del teatro occidental contemporáneo, pues, por
principio, se le considera teatro español solo, y no teatro occidental en
español (1978: 126-9).
Para ejemplificar su tesis,
el crítico toma como ejemplos las figuras de Ramón María del Valle-Inclán y de
Federico García Lorca, ambos autores anteriores a la Guerra Civil, «para hacer
ver que el fenómeno en cuestión no es específicamente predicable del teatro
español posterior a la Segunda Guerra Mundial, el que corresponde a la España
de Franco» (Ibidem).
La invisibilidad de que
nuestro teatro fue objeto en el mundo occidental incentivó el papanatismo de
los críticos (e incluso de muchos dramaturgos) españoles que, siguiendo la
estela foránea, menospreciaron o, incluso, ignoraron autores y obras que
estaban a la altura (no diremos a más altura) de la inmensa mayoría de sus
contemporáneos extranjeros. Se mencionó a Albert Camus, Eugène Ionesco, Samuel
Beckett o Edward Albee, pero se olvidaron de los centenares de autores
mediocres que poblaban los escenarios extranjeros, como si en Francia, por
poner un ejemplo cercano, únicamente Jean Cocteau, Jean Anouilh, Albert Camus o
Samuel Beckett estrenaran obras.
Con parecidas palabras se
despachaba Federico Carlos Sainz de Robles:
Pensaba yo, otras veces, que
nuestra inoperancia escénica era excepción, y que todos sus titubeos,
repeticiones, esterilidades, influencias y mediocridades podían ser imputables
a causas privativamente españolas: causas calificadas, con delicadeza y tacto,
de imponderables.
Reconozco que he tardado en
darme cuenta de que en otros países, donde no existen —al parecer— tales
imponderables, el estado de sus respectivos teatros no presenta superaciones de
mucho bulto ni en la invención, ni en la intención, ni en la técnica. Con las
naturales —¡claro está!— excepciones: media docena de obras, por temporada, en
cada país de los que más presumen de renovadores del arte escénico. Hace pocos
meses leí en una revista francesa la rotunda afirmación de que «solo en Anouilh
podían esperarse sorpresas y renovaciones». […] Pues si ello sucede en Francia,
¿puede extrañarnos el estancamiento de nuestro teatro, sin demasiadas novedades
desde hace más de un siglo a rastras siempre de lo extranjerizo a partir del
siglo XVIII? […] En los países ya no cuentan los autores, por muy notables que
sean —muy desiguales en su producción—, sino las obras. […] Lo único que
interesa —desconfiado, y con razón, de los nombres— es la trascendencia de cada
obra.
[…] De cuanto llevo expuesto
se deduce que mi pesimismo subsiste relacionado con el arte escénico, pero que
se diluye cuando con él envuelvo no solo nuestro teatro, sino el teatro actual
mundial. En el que, insisto, se cuenta por obras de éxito y no por autores.
Comprendiéndolo así, quien no se consuela es porque no quiere (Teatro Español 1955-6: XI-XIII).
¿Y todo esto?, se preguntará
el lector de estas líneas. Pues todo esto explica los criterios escasamente
objetivos con los que se ha juzgado el teatro español del siglo XX.
[1] Será
sustituido por Manuel Fraga Iribarne en 1962.
[2] A veces olvidamos (o nadie nos lo recordó) que también hubo aparatos de
censura en otros países occidentales durante estos años. En Mª Elvira Roca
Barea (2018: 386) leemos: “En 1737 el Parlamento inglés votó una ley que
establecía la creación de un Examiner of
Stage para censurar las obras de teatro de contenido político, moral o religioso
considerado intolerable. […] Esta censura no fue abolida hasta 1968. El trabajo
del examiner consistía en leer las
obras, comprobar que no había en ellas nada objetable y autorizar o
desautorizar su puesta en escena, previa comunicación al lord Chamberlain que
era quien finalmente firmaba el permiso. El delito de blasphemy contra la Iglesia anglicana ha sido parte fundamental de
la censura británica y ha sido considerado delito hsta el 8 de marzo de 2008,
aunque no había condenas por este concepto desde 1977. Durante los años setenta
el Committee on Obscenity and Film Censorship, popularmente conocido como
Williams Committee, veló por la limpieza de las películas que se veían en Gran
Bretaña”.
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