En un ensayo ya
clásico, José-Carlos Mainer calificó el periodo de 1902 a 1939 como la “Edad de
Plata” de la literatura española. Tal calificativo debería ser extensible a
toda la cultura occidental. La novela dejó el lastre naturalista y documental e
inició una renovación sin precedentes desde El Quijote: Conrad, Joyce,
Woolf, Proust, Gide, los malogrados Svevo y Kafka, los norteamericanos de la Lost
Generation... y desde luego nuestros Unamuno, Baroja, Valle-Inclán. En el
campo lírico (tan íntimamente ligado al pictórico, por otra parte) la
revolución había comenzado quizás un poco antes: los Simbolistas franceses y
Darío... y luego Eliot, Pound, Yeats, Valéry, Pessoa, Jiménez, Machado... y la
irrupción vanguardista —de la que no debemos separar a los integrantes de la
generación del 27—. También la escena había tenido sus precursores en dos
autores tan distintos como Ibsen y Jarry; a partir de ellos la renovación sería
palpable en dramaturgos como Bernard Shaw, Priestley, Pirandello, Giraudoux,
O´Neill, Brecht... Valle y Lorca.
A cualquier
amante de la literatura le hubiera gustado ser testigo de aquella época. El
inglés Gilbert Keith Chesterton no sólo fue testigo —dejando constancia en
miles de artículos y reseñas periodísticas—, sino que fue también protagonista.
Las Enciclopedias, las Historias de la Literatura apenas lo despachan con una
docena de líneas. Los que hemos gustado de su obra, los que “desgraciadamente”
abrimos uno de sus volúmenes sabemos que las Enciclopedias son escasas; sabemos
que nunca podremos dejar de releerlo. Borges —uno de sus grandes valedores—
declaró: «su obra es vastísima y no encierra una sola página que no ofrezca una
felicidad».
Los sesenta y
dos años que vivió Chesterton (1874-1936) fueron más que suficientes para edificar
una obra ingente y, para muchos, inalcanzable por su dificultad y densidad.
Quizás la muerte le privó de ser un gran novelista; pero lo cierto es que sus
aportaciones a dicho género resultan lo suficientemente originales como para no ser nunca olvidadas: la crítica
y ambigua El Napoleón de Notting Hill —su primera novela, publicada en
1904— es una sátira contra el imperialismo y contra el nacionalismo, plagada
—como toda su obra— de axiomas y paradojas. El hombre que fue Jueves
(1908) sigue siendo su novela más leída y alabada: un juego —de “pesadilla” la
subtitula el autor— de máscaras y apariencias, todo un divertimento para el
corazón y la razón.
Chesterton
tocó todos los géneros: fue siempre periodista (escribió más de cuatro mil
artículos, y llegó a crear un semanario propio: el GK´s Weekly); tras
probar con la pintura (otra de sus pasiones) se decantó hacia la poesía —nunca
dejó de escribir poemas—; desde 1902 hasta su muerte escribió —solo o en
colaboración— quince biografías: Carlyle, Stevenson, Tolstoi, Dickens,
Browning, William Blake, Bernand Shaw, San Francisco de Asís, Santo Tomás de
Aquino, etc. La última de todas fue su propia Autobiografía de la que
Borges dijo que era «el menos autobiográfico de sus escritos» y en la que el
autor declaró: «Supongo que hay muchos imbéciles que pueden tratarme de amigo y
también... muchos amigos que pueden tratarme de imbécil». Incluso escribió una
pequeña obra teatral El Mago y un libro sobre nuestro don Quijote: El
regreso de Don Quijote (1927). También fueron populares sus charlas
radiofónicas. Pero fueron las andanzas de ese sacerdote católico —credo al que
Chesterton se convirtió en 1922 después de defenderlo durante años—, bajito y
regordete, el padre Brown, “el despreciable cura papista” en un país protestante,
las que han hecho inmortal a su autor.
El
candor del padre Brown (1911) fue el primero de
los cinco libros que dedicó a tan entrañable y racional personaje. Siguieron La
sabiduría del padre Brown, La incredulidad del..., El secreto
del... y El escándolo del... Sumando un total de 49 relatos
interpretados por tan variopinto detective amateur. Cada uno de ellos es una
alabanza al sentido común y, desde luego, la mejor manera —concentrada,
directa— de presentar un problema detectivesco. Chesterton sabía que una
narración policiaca es una adivinanza... y que resultaba absurdo pretender que
ésta se alargara durante doscientas páginas. Su credo —que mantuvo hasta el
final— fue que «el primer capítulo sea también el último». La fórmula se
repitió en otros volúmenes: El club de los negocios raros, El hombre que
sabía demasiado, El poeta y los lunáticos, Cuatro granujas sin tacha y
Las paradojas de Mr. Pond, su obra póstuma.
Fue tan
exaltado por su catolicismo como denostado por él. Durante la España franquista
ésa fue su mejor tarjeta de presentación. Desde la década de 1970 ése fue,
también, su estigma; y así, durante varias décadas, sus obras fueron
prácticamente ilocalizables: circunscritas a la hipócrita y falsa etiqueta de
“literatura juvenil”, o a la todavía peor de “literatura cristiana”; relegadas
por una sociedad “progresista” que dio culto a la ideología en detrimento de la
calidad literaria. Por suerte desde hace unos años la obra de Chesterton se ha
visto revalorizada: las editoriales Valdemar y Pre-Textos (por citar algunas)
han reeditado sus textos más conocidos. Ojalá esta resurrección no termine aquí.
Leída
con el detenimiento que merece, soslayando etiquetas y prejuicios, la obra de
Chesterton se muestra todavía fresca y dinámica. Quizás no acorde con estos
tiempos que han divinizado la velocidad; pues sus cuentos —sobre todo— deben
ser dosificados a riesgo de sufrir una indigestión. Humor, ingenio y
profundidad son sus condimentos. La fina ironía que emana cualquiera de sus
páginas es congénita. No en vano Chesterton fue, más que un individuo, un
personaje (como nuestro Valle-Inclán): sus polémicas —en cualquier orden— y su
vehemencia dialéctica —sin menoscabo de una inteligencia prodigiosa— fueron
famosas en la época. Como muestra este botón: Chesterton, el inglés pero
católico (o mejor: creyente) y G. Bernard Shaw, el irlandés pero protestante (o
mejor: agnóstico) mantuvieron una relación de amor y odio que llevó al primero
a escribir una biografía del segundo. Fue su mayor admirador y también su mayor
crítico. Existe una anécdota al respecto que ilustra muy bien la mordacidad de
aquellos dos genios que tuvieron que convivir en la misma isla. Shaw envió dos
entradas a Chesterton acompañadas del siguiente escrito: «Aquí tiene usted dos
entradas para el estreno de mi última obra, a fin de que usted pueda asistir en
compañía de algún amigo, si lo tiene». Chesterton respondió: «Le devuelvo las
entradas que tan amablemente me ha enviado porque, sintiéndolo mucho, no podré
acudir a la primera representación de su obra. Asistiré a la segunda, si la
hay».
Cuando uno termina de leer un volumen o un
relato de Chesterton tiene la sensación de ser más inteligente y más feliz. La
primera sensación es, evidentemente, una alucinación; juro que la segunda es
cierta.