Los críticos más catastrofistas
(«apocalípticos» los denominó Eco) vieron en el cine un enemigo declarado de la
literatura. La proliferación de películas —argumentaban— iba a devenir en una
disminución de los hábitos lectores. Ello es doblemente exagerado: por un lado,
ni antes ni ahora ha existido —y menos en este país— una masa ingente de
“lectores”; y por otro lado, a poco que se observe el desarrollo del arte
cinematográfico se llegará a la conclusión de que han sido precisamente las
obras literarias la principal materia prima de la que dicho arte se ha surtido.
Un ejemplo manifiesto de ello (aunque hay a miles) es la novela que aquí
reseñamos. Solaris fue escrita por el polaco Stanislav Lem en 1961. El
director Andréi Tarkovski realizaba, en 1972, una primera adaptación mediante
una película soporífera y pretenciosa. La segunda versión de la novela se
estrenó entre nosotros en 2002: protagonizada por el atractivo George
Clooney y con claros y evidentes rasgos hollywoodienses, aunque igual de pretenciosa Si cualquiera de estas
dos adaptaciones ha servido para que el espectador pasivo se convierta en
lector activo debemos alegrarnos; y, de ese modo, de «apocalípticos» trocarnos
en «integrados». Aprovechando esta última adaptación cinematográfica la
editorial barcelonesa Minotauro ha lanzado al mercado una segunda edición de la
novela. Hay que recordar que la primera se remontaba a 1974.
Al margen de lo cinematográfico, el libro
se justifica per se. Confieso no ser especialmente proclive a los relatos
de ciencia-ficción: exceptuando a Bradbury y a Asimov mi ignoracia en este
subgénero es manifiesta. De hecho del doctor Stanislav Lem (1921) me atrajeron
otras obras donde era más evidente el impulso “detectivesco”; hablo de La
investigación y de La fiebre del heno.
La novela Solaris presenta una
estructura semejante a la teatral. Hay un escenario único: en un lejano planeta
—el que da título a la obra— la Humanidad ha emplazado una estación cuya misión
es la de observar el «comportamiento» del océano que cubre el planeta. Aparecen
únicamente seis personajes, de los cuales uno es un cadáver y otros dos son
meras “apariciones”. El tiempo está convenientemente reducido y anotado: la
vida de los habitantes de dicha estación se alarga en la rutina y la cotidianidad
más aburrida. Igualmente la acción es también única: ¿el océano que deben
observar —y sobre el que viven— puede ser considerado como un «ser
inteligente»?. La respuesta, desde luego, no es clara. Lo que sí es evidente es
el afán de Lem por mostrarnos un ser humano nunca hecho a la medida del
Universo; una Humanidad pretenciosa y con afán imperialista que debe
enfrentarse con especies tan innombrables como inescrutables. En cierto modo
Lem desprende un aroma típicamente swiftiano (algo semejante ocurre también en
su novela La investigación) y nos muestra los lados más absurdos del
progreso humano y, desde luego, el desequilibrio existente entre los límites
propios del conocimiento terrestre y el desarrollo, a veces incontrolado, de la
búsqueda científica.
Kelvin, el narrador y protagonista, llega a
Solaris para sustituir a un científico. Tan pronto como penetra en el
habitáculo advierte que la normalidad brilla por su ausencia: el científico de
marras se ha suicidado; los otros dos investigadores muestras signos evidentes
de histeria, cansancio, desconfianza y miedo; una enorme mujer negra —que,
desde luego es imposible que pueda estar allí (aunque esté)— se pasea
impunemente por la estación. Cuando, tras pasar la primera noche, Kelvin
despierta entre los brazos de Harey, su atractiva novia, a la cual ha dejado ha
dejado ¡¡muerta!! en la Tierra... no hace falta ser un lince para advertir que
algo no marcha bien.
El tema, pues, se ha planteado desde las
páginas iniciales: ¿Qué sucedería si viéramos realizados nuestros sueños? ¿Cuál
sería nuestra comportamiento si se nos ofreciera una segunda oportunidad? En el
marco del océano “inteligente y omnipotente” que cubre Solaris, Stanislav Lem
nos propone sumergirnos en una historia de amor que (créanme) nunca olvidaremos.
Stanislav Lem
Solaris,
Ed. Minotauro, Barcelona, 2002. 236 páginas.