Estas Navidades han traído a las librerías españolas la última novela de Eduardo Mendoza, El secreto de la modelo extraviada. Para celebrar el acontecimiento, rescatamos la reseña que escribimos, años ha, sobre una de sus obras más conseguidas y populares, La aventura del tocador de señoras.
A Eduardo Mendoza le cuesta escribir porque
escribe bien. Cuatro años han transcurrido desde su anterior novela Una
comedia ligera. Los números lo dicen todo: en 26 años ha publicado nueve novelas incluyendo ésta
que hoy nos ocupa. Mendoza piensa y calibra cada párrafo, cada línea y cada
palabra que utiliza. Alguien dijo que aquello que más fácilmente se lee es
aquello que más ha costado de escribir: las obras de Mendoza se leen de un
tirón, casi sin percatarse del esfuerzo, asombrándose cuando uno llega al final
y advierte, con tristeza, que la obra ha concluido.
La aventura del tocador de señoras posee varios niveles de lectura: el
retrato (exagerado y paródico; pero real, al fin y al cabo) de la España actual
¾la falta de norte de una sociedad cegada por el dinero fácil y el
mercantilismo caníbal, poblada por políticos y empresarios venales y
corruptos¾; o bien, un disparate catártico, una
novela picaresca y desvergonzada donde prevalece el humor y la chanza. A la
postre (como en toda gran novela) ambas interpretaciones terminan solapándose y
complementándose.
Mendoza recupera al entrañable protagonista
de El misterio de la cripta embrujada (1979) y El laberinto de las
aceitunas (1982): el narrador innominado y algo estrambótico que abandona
el manicominio donde está internado para enfrentarse a las más peculiares
intrigas policiacas. Han transcurrido casi veinte años desde su última aparición y
nuestro protagonista sigue tan adicto a la Pepsi-Cola y a los bocadillos de
calamares encebollados como entonces; tan perdido en una sociedad que no
entiende, como entonces. Esta vez el narrador abandona definitivamente el
manicomio ¾tras ser obligado a firmar el alta¾ y muy pronto se ve sumido en una vida medioburguesa como empleado
en una peluquería. Cualquiera de nosotros puede pasarse cuarenta años realizando su
trabajo un día tras otro; si uno es peluquero puede pasarse cuarenta años ahogándose
en la monotonía y la rutina. El protagonista de Mendoza apenas emplea unas
semanas (38 págs.) para que las aventuras (y los problemas) acudan a él. Como
todo pícaro que se precie, posee la facilidad innata para atraer problemas e,
igualmente, la labia y las trazas necesarias para solucionarlos.
A través de un lenguaje pretendidamente
barroco inclinado a las digresiones y las chanzas; a través de las peripecias
de un individuo extravagante, mentiroso, lujurioso, interesado y hambriento, el
lector asiste al desfile de un singular número de personajes, reflejo exagerado
pero fiel de la España actual: una ramera redimida casada con un homosexual
inclinado al juego; un director de manicomio convertido en promotor sin
escrúpulos; un fascista ex-comisario de policía internado en un asilo; un
alcalde (el de Barcelona) con evidentes disfunciones mentales pero propenso a
los chanchullos; un abogado corrupto y corruptor; un empresario adultero y
(como no) asesinado; un chófer negro sin carnet de conducir pero con un gran
corazón; un guardaespaldas con muletas y pistola; dos muchachas llamadas Ivet
pero tan distintas como la noche y el día; un teniente coronel de la guardia
civil con inclinaciones sadomasoquistas; un mosso d´esquadra y un policía
nacional que se comunican mediante una coiné o lingua franca; un inválido
aficionado al tango. Todos ellos retratados mediante unos diálogos incendiarios
y magistrales, cargados de un descaro y una poca vergüenza de la que
(lamentablemente) ya no se estila.
Poco importa el argumento central: las
vicisitudes realizadas por el protagonista para apartar de si una acusación de
asesinato. Lo que realmente nos atrapa es el desfile de “despreciables
figurones” y la crítica a una sociedad inclinada a los espectáculos
sangrientos, a la tele-basura, a la comida rápida y mala, a la permisividad y
la cerrazón de ojos, y a un largo etcétera.
Dicen que la risa rejuvenece. Cuando
comencé a leer la novela tenía 31 años; ahora que escribo estas líneas apenas
me reconozco veinticinco.
Eduardo Mendoza,
LA AVENTURA DEL TOCADOR DE SEÑORAS, Ed. Seix Barral 2001. 350 pp.