Como nació en 1842, Ambrose Bierce todavía llegó a tiempo para
participar en la Guerra Civil estadounidense. De su experiencia en la contienda
fratricida surgió uno de sus libros más conocidos: Cuentos de soldados y civiles (1891), que contiene algunos de
los mejores relatos de la literatura
universal, como «Chickamauga» o su famoso «Un incidente en el puente del río
Owl» que, tal vez, Cortázar releyera varias decenas de veces antes de escribir
«La isla al mediodía».
Aunque nació en Ohio, la familia Bierce
tuvo que trasladarse a Indiana siempre dentro de un ambiente agrícola, pobre y,
como él mismo afirma, “propenso a la malaria”. Ambrose fue el décimo hijo de un
total de trece, todos ellos bautizados con nombres que empezaban por la letra
A. Marcus Aurelius, el padre campesino y calvinista, podía llegar a ser tan
excéntrico como pobre.
Tras la Guerra de Secesión, nuestro escritor se
estableció finalmente en San Francisco donde comenzaría a trabajar en
periódicos de la zona hasta recalar en el Examiner,
contratado por el todopoderoso William Randolph Hearst, aquel que se “inventó”
la guerra de Cuba y que nació para servir de inspiración a Orson Welles.
La publicación del breve volumen La mirada cínica, con introducción y
notable traducción del filósofo valenciano Miguel Catalán, puede ser una
oportunidad excelente para acercarse —aquellos que todavía la desconocen— a la
brillante producción literaria de Ambrose Bierce. Como afirma el traductor y
editor de la obra, en el volumen “se congregan algunas de las piezas cínicas de
Bierce menos conocidas o, simplemente, desconocidas en castellano”.
Dividida en
cinco apartados, “Epigramas de un
cínico” —el primero de ellos— aglutina casi una treintena de páginas salpicadas
de aforismos hirientes como clavos al rojo vivo: “ ’Inmoral’ es el juicio que emite el buey estabulado cuando ve
al cordero retozando al aire libre”; “Mi persistencia es firmeza; la tuya,
obstinación”; “El ignorante no conoce la profundidad de su ignorancia, pero los
sabios sí conocen la superficialidad de su conocimiento”. Son algunas de las
perlas que componen la primera sección del libro. Los restantes cuatro
apartados son breves ensayos o digresiones donde el ingenio y el cinismo de
Bierce continúan punzando en nuestro intelecto.
La brevedad del libro puede
llevar a error al lector confiado: el cinismo, como su hermana la ironía,
requieren del oyente o lector un alto grado de complicidad con el escritor. El
contrato “ficcional” entre emisor y receptor ha de establecerse en un mismo
nivel de conocimiento y de referencia, pues, de lo contrario, gran parte de la
capacidad de zaherir, de remover la conciencia y el intelecto, se pierde.
Los enemigos, incluso los amigos (que
algunos tuvo), lo apodaron “El amargo Bierce”. Como muy bien lo describe
Catalán en su introducción: «como todo cínico auténtico, es un idealista
contrariado. No es que odie a la humanidad, sino que ama una idea tan alta de
ella que, al mínimo contacto con la experiencia, cae del pedestal para
quebrarse en mil pedazos».
En 1913, un septuagenario Bierce marchó a
México para unirse al ejército de Pancho Villa. Lo último que se supo de él fue
una carta fechada a finales de diciembre de ese mismo año: «Adiós. Si oyes que
he sido colocado contra un muro de piedra mexicano y me han fusilado hasta
convertirme en harapos, por favor, entiende que yo pienso que esa es una manera
muy buena de salir de esta vida. Es mejor que la ancianidad o la enfermedad o
la caída por las escaleras de la bodega. Ser un gringo en México, ¡ah, eso sí
es eutanasia!». Y nada más… o nada menos.
En 1985 Carlos Fuentes fabuló los últimos
días de Bierce en su novela Gringo viejo.
Unos años más tarde el cine le daba el aspecto de un anciano Gregory Peck… y la
profecía de la carta se cumplía.
Ambrose Bierce
La mirada cínica, Editorial Sequitur, 2010. 64 páginas.