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sábado, 29 de octubre de 2016

BOB DYLAN, un galardón con muy mala leche


     La sorpresa saltó: la Academia Sueca otorgaba, el pasado octubre, el Nobel de Literatura al cantautor (y poeta) Robert “Bob” Dylan por, según palabras de los académicos nórdicos, “haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción”. Los chistes no se hicieron esperar. Las redes sociales echaron humo comentando la decisión de los sabios suecos. Algunos la criticaron, otros la alabaron. Como siempre, nunca llueve a gusto de todos. Las librerías tendrían que comenzar a vender discos de Dylan pensando en el regalo navidadeño (junto al Premio Planeta y el último de Pérez-Reverte, claro; que tienen que ser la leche de originales y de “sorprendentes”, por cierto).

Resultado de imagen de Bob Dylan

      Entre los chistes que corrieron por Internet me hizo mucha gracia uno que me mostró mi amigo:

En la Academia Sueca, los sabios se reúnen para decidir al ganador.
-Se lo damos a Hamiku Kamuriki.
-No, es Muraki Hamikuri.
-Que no, que es Hairuki Murikiru.
-Que no, que ya está. A tomar por el saco. Bob Dylan, y se acabó.


No me dirán que no tiene su gracia.

      No voy a entrar ahora en la bizantina discusión sobre si Bob Dylan merece o no este galardón. Está claro que los académicos suecos son libres de hacer lo que les venga en gana.

     Lo que no muchas personas saben es que este premio encierra un lectura subliminar, un mensaje con muy mala leche dirigido a los literatos norteamericanos. Porque los datos no mienten: desde los años 60 del siglo anterior hasta nuestros días, la Academia Sueca no ha querido saber nada con los escritores norteamericanos. Vamos, que es más fácil que el próximo año gane el Nobel Georgie Dann, “por su inconmensurable contribución a la música verbenera y estival”, que algún autor de Estados Unidos.

     John Steinbeck fue el último escritor estadounidense en recibir el Nobel de Literatura, en 1962. ¡Hace la friolera de 54 años! En 1978 se lo dieron a Isaac B. Singer, pero sucede que aun siendo norteamericano escribía en yidish. Otro tanto podemos decir de Joseph Brodsky, un autor nacionalizado como estadounidense; pero que escribió su gran poesía en ruso. En 1993, hace 23 años, se lo dieron a Toni Morrison, también estadounidense, pero escritora que no escritor.

      Es decir, que los académicos suecos, dándole el Nobel a Bob Dylan, han venido a decir que, a menos que se descubra un fármaco que perpetúe la vida, ni Philip Roth, ni Thomas Pynchon, ni Paul Auster, ni Edmund White, ni John Irving, ni Richard Ford, por citar algunos de los más conocidos, todos ellos escritores norteamericanos en lengua inglesa, van a ser galardonados.

     Seguro que algún miembro de la Academia Sueca leerá este artículo y, solo para dejarme en mal lugar, para, como dicen en mi tierra, cagarme la cara, se lo darán el año que viene al antipático de Philip Roth. Si es así, el tipo me tendrá que dar las gracias.

martes, 25 de octubre de 2016

¿A QUE VA A SER VERDAD Y SHAKESPEARE NUNCA EXISTIÓ?

Recordaréis que en 2011 publicaba el libro "La segunda vida de Christopher Marlowe y otros relatos" (Ed. Instituto de Cultura Juan Gil-Albert) donde, entre verdades y ficciones, especulaba sobre esta posibilidad.
¡¡DA GUSTO ADELANTARSE A LOS ESPECIALISTAS!! jejeje
Aquí os dejo el enlace donde se "emparenta" a Marlowe con Shakespeare. ¡Y nada menos que lo hace la Universidad de Oxford! Habrá que creerlo, claro...

http://www.bbc.com/mundo/noticias-37754345?ocid=socialflow_twitter


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sábado, 22 de octubre de 2016

NADA, de Janne Teller


¿IMPORTA?

Resultado de imagen de nada janne teller    Publicada en nuestro país hace cinco años, la novela Nada, de Janne Teller (1964), vio la la luz de los escaparates daneses por vez primera a principios de los 90. Gracias a la contraportada me entero de que un montón de críticos la aclaman como una novela fundamental de nuestra época (“A la altura de un Premio Nobel”, afirma uno); la propia autora notifica que la novela tuvo (y seguirá tenido, imagino) muchos detractores: escuelas de Dinamarca y Noruega que la prohibieron a su alumnado (que me explique alguien cómo puedo yo prohibir un libro a mis alumnos… si antes no les he dicho que debían leerlo); librerías francesas que se negaron a venderlo (imagino que ganaban suficiente con otras ventas); padres alemanes impidiendo que sus hijos lo leyeran, aun siendo lectura escolar obligatoria (riete tú del follón de la LOMCE). En fin, como en otros casos no muy lejanos (Dan Brown y sus secuaces, por ejemplo), un montón de propaganda gratis para autora y para libro. De lo cual me alegro mucho: no solo de calidad vive el escritor. Yo no lo he comprado. Lo he sacado de la biblioteca de mi pueblo y lo he leído.

     La primera palabra que me viene a la mente tras concluirlo es DESCONCIERTO.

    Desconcierto porque no entiendo los vituperios exagerados (¿ha sabido alguna vez la gente la definición de “novela”?) ni los grandes elogios: el libro es notable, pero ya está. Tiene a favor la brevedad (que lo hace más contundente), el empleo de una prosa funcional (imagino que se deberá a que la historia la relata una muchacha de veintidós años, recordando los hechos acaecidos cuando contaba con catorce; o a que la autora no sabe hacerlo de otro modo, que también puede ser, claro), el atractivo punto de partida —nada original, por cierto; aunque, ¿qué hay de original en la literatura a estas alturas de la película?—: el adolescente Pierre Anthon llega a la conclusión de que en esta vida no importa NADA y se encarama a un ciruelo (¿y por qué no se ahorca de él?), desde donde empieza a lanzar dudas existenciales cual profeta nihilista —¿ningún crítico ha hablado antes de su ilustre antecesor: Cosimo Piovasco de Rondò quien, a los doce años, trepó a un acebo y no volvió a descender? Es El barón rampante (1957) de Calvino.

Resultado de imagen de nada janne teller      Desconcierto porque no sé si me gusta o no (se lee bien, no aburre), porque no sé si es una novela para la posteridad u otra más de las que leo al cabo del año; porque, en definitiva, no llego a captar el mensaje de la obra. Se me podrá decir que tal vez no haya: error. Hay novelas escritas para entretener; esta, desde su inicio (“Nada importa. Hace mucho que lo sé. Así que no merece la pena hacer nada. Eso acabo de descubrirlo”), apunta a obra con ambición trascendental. Los amigos de Pierre Anthon —o ni eso: sus compañeros de clase— deciden mostrarle pruebas de que SÍ hay cosas importantes. Igual que cuando se arroja una piedra en un lago y las ondas van creciendo y multiplicándose, la novela avanza progresivamente en una escalada de odio, crueldad y, finalmente, asesinato. Y aquí creo que está su mayor defecto: no me impresiona, no me afecta; si la autora pretendía preocuparme, no lo consigue… Esa prosa tan sencilla (barnizada con una pátina de religiosidad que recuerda al Hemingway de El viejo y el mar) muestra su trampa, su impostura: no es natural, sino el artificio del que se vale Janne Teller para dotar de “veracidad” sus palabras. Los personajes no están individualizados, personifican un sentimiento, una actitud vital: el patriotismo, la religiosidad, la cobardía, la dedicación al arte, la vulgaridad, la fortaleza, la homosexualidad, la paranoia, la crueldad… Valen como personajes de una fábula de Samaniego o de La Fontaine, pero con toda la ambigüedad de estos tiempos en donde los intelectuales parecen empeñados en no admitir el maniqueísmo ni en lo más evidente, pues se quedan un modo como meros monigotes.

     Voy a recomendarla a mis alumnos; les convenceré con que el libro es delgado, la letra es grande, hay mucho diálogo y los párrafos son breves; además, si no les gusta siempre puede servir para calzar una mesa. Espero que sus padres (no) se escandalicen. Tal vez alguien lo ha leído y me dé una alegría (por leerlo, claro). Quizás él o ella puedan ayudarme a entenderlo mejor, puedan mostrarme ciertos detalles que yo no he podido ver, me hagan solventen las dudas sobre ciertas inconsistencias argumentales —Pierre Anthon es derribado del árbol a pedradas; si nada importa, ¿por qué cura sus heridas?—. Estoy seguro de que, no siendo un adolescente, no he sabido captarlo en su totalidad. Va a ser eso, seguro. Y di no es eso... ¿qué importa?

Janne Teller,

Nada,  Seix Barral, 2011. 158 páginas.

sábado, 15 de octubre de 2016

CAROLUS REX, de Ramón J. Sender: el último de su estirpe


    Fue a mi amigo Emilio Soler a quien oí hablar por primera vez de la novela Carolus Rex. Ante mi visible interés, Emilio no solo me la recomendó, sino que me la prestó. Era un ejemplar de 1971, de tapa dura, gastado por el mucho uso y por los no pocos años, publicado por la editorial Destino en su colección «Áncora y Delfín». Después de leerlo, de casi devorarlo en apenas tres tardes, tuve —lamentablemente— que devolvérselo. En la ficha que hice a propósito del libro escribí: «Una novela para comprar, para subrayar todos los pasajes interesantes... que son la mayoría. Un libro de consulta imprescindible». Aquel deseo se hizo cuando Destino, con buen criterio, volvió a publicar una nueva edición dentro de su colección de bolsillo Destinolibro.
    Ramón J. Sender (1901-1982) publicó Carolus Rex en 1963 en México, donde había fijado su residencia tras el final de la Guerra Civil y su exilio. Escritor prolífico, el conjunto de su obra se resiente del extenso caudal novelístico. Y así, junto a obras señeras como Réquiem por un campesino español, las nueve novelas que componen Crónica del alba, o Mr. Witt en el Cantón, hallamos auténticos disparates como Los cinco libros de Ariadna.

     El reinado de los últimos Austrias —Felipe IV y su hijo Carlos II— ha sido con relativa frecuencia material literario. No es extraño: la decadencia siempre ha resultado ser más productiva, literariamente, que el esplendor. Así, a bote pronto, me vienen a la memoria tres títulos donde, de un modo u otro, se menciona el reinado de Felipe IV: Crónica del rey pasmado (1990) de Torrente Ballester; Las Meninas, pieza teatral de Buero Vallejo, estrenada en 1960; y, por último, la saga o ciclo de El capitán Alatriste que, casualmente (o no), comienza justo con el inicio del reinado de Felipe IV, que abarcó desde 1621 hasta 1665. Culturalmente fue el gran momento de España: Góngora, Lope, Quevedo, Villamediana, Calderón, Tirso, Ruiz de Alarcón, Moreto, Rojas Zorrilla, Gracián, Velázquez, Zurbarán, Ribera, Murillo; política, militar y económicamente fue uno de los momentos más bajos. El mandato de Felipe IV tuvo, al menos y como contrapartida, el esplendor cultural y artístico. El reinado de Carlos II — el Carolus Rex del título— ni siquiera tuvo eso: baste decir que el mediocre Bances Candamo fue nombrado dramaturgo oficial del rey, antes de morir quizás envenenado.

Resultado de imagen de carolus rex ramon j sender      Según advierte Sender al inicio de su obra, la novela intenta traducir, reconstruir e incluso glosar y aumentar, un informe secreto que, en 1680, Thomas Brown, embajador inglés en Madrid, envió a su soberano Charles II (hijo de aquel Carlos I a quien Cromwell mandó decapitar). Como advierte el propio Sender: «los hechos que cuento, aun los más inusuales, son ciertos». Y, conforme avanzamos en la lectura, la advertencia no cae en saco roto. Carlos II fue un rey —y un hombre— débil y enfermizo, coronado a la temprana edad de cuatro años (momento en el que tuvieron, forzosamente, que destetarlo). El último de una dinastía cuya sangre apenas se había regenerado, Carlos II fue el poso de los Austrias, el crisol de todos sus defectos y sus bajezas. El rostro que inmortalizó Carreño de Miranda —y que figura en la portada del libro— es el ejemplo de la decadencia de una estirpe: dotado de poca capacidad mental (a los nueve años todavía no leía ni escribía), poco menos que dejó hundirse un país que, ya de por sí, hacía agua por todas partes.
    Sender se centra en la relación entre el rey y su primera esposa, María Luisa de Orleans. No es, desde luego, una novela soberbia: la extrema meticulosidad de ciertos pasajes resta viveza a la narración; la opción —cuanto menos llamativa— de no dividir la novela en capítulos o fragmentos la dota de un cariz farragoso; el final extremadamente abrupto deja al lector con ganas de seguir adentrándose en aquella España chusca y grotesca, obsesionada por la religión y las supersticiones, desgobernada por un joven atemorizado por el fantasma de su padre.


     Si literariamente no es de lo mejor de Sender, como documento histórico no puede desperdiciarse ni una sola línea, ni una sola desgracia, ni una sola dramática carcajada.


Ramón J. Sender,

Carolus Rex,  Destino,2004. 228 páginas.

domingo, 9 de octubre de 2016

FANTASMAS DEL INVIERNO, de Luis Mateo Díez


Resultado de imagen de fantasmas del invierno luis mateo díez    Creo que fue el llorado Gila quien contaba el siguiente chiste: «En pleno invierno de postguerra española, un hombre, tiritando de frío, comenta a su compañero: ¡Qué ganas tengo de que llegue el verano para solo pasar hambre!». Una vez cierro esta (ya) vieja novela de Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942) es la sensación del frío, del hambre, del silencio y del servilismo más patético y denigrante la que me atenaza. A lo largo de 100 capítulos agrupados en tres partes, Mateo Díez realiza todo un ejercicio de encaje de bolillos para hacer desfilar ante nuestros ojos una cantidad ingente de personajes (todos, como siempre, con esos nombres tan peculiares y queridos al autor) que arrastran sus miedos, sus frustraciones y sus remordimientos en una ciudad ya mítica, Ordial.

     Fantasmas del invierno es, como todas las novelas del académico Luis Mateo Díez, una obra difícil bajo una apariencia de lo más sencilla; o lo que es lo mismo: un lobo con piel de cordero. No hay experimentos editoriales ni extensos párrafos digresivos (pienso en las producciones de Muñoz Molina o Javier Marías, por poner un ejemplo); por contra, la prosa de Mateo Díez discurre de una manera “visualmente” sencilla. La dificultad proviene de otro ámbito: su discurso se forja a modo de mosaico, narrando los hechos desde puntos de vista diferentes. Junto a la narración canónica realizada en tercera persona, el autor intercala fragmentos en primera persona procedentes del diario íntimo de Voldián Peña, uno de los personajes. Sucesos cuya narración se ve truncada, se resuelven decenas de páginas más adelante, acoplándose como las piezas de un mecano.  Díez vuelve a jugar con el lector al presentar una narración elíptica que deviene en mecanismo de perfección y donde no parece sobrar una pieza. Pero no es sencillo hacerlas encajar: el lector ideal del autor leonés es un “lector macho” a la manera de Cortázar. El disfrute no va reñido con la actividad y el trabajo; el ocio y la relajación no existen en las lecturas de las novelas de Luis Mateo Díez. De ahí, quizás, que resulte de difícil acceso al gran público.

       En Fantasmas del invierno no hay un hilo argumental que prevalezca, una columna vertebral que sostenga el edificio de la novela, a menos que aludamos a la sensación de miseria (económica, moral, física e, incluso, geográfica) que puebla sus más de 300 páginas. En el invierno de 1947 la nieve no deja de cubrir la ciudad de Ordial. El hambre no solo atenaza a sus pobladores, incluso los lobos que viven en las sierras circundantes deben bajar a la ciudad o bien para buscar comida desesperadamente, o bien para domesticarse y recibir las dádivas pertinentes. Durante esos meses varios sucesos soliviantan a la población: a la invasión de los lobos se une el asesinato de un niño del hospicio y la entrevista, en una emisora clandestina, que concede alguien que dice llamarse el Diablo. Junto a estos grandes trazos, el escritor hace desfilar ante nuestros ojos gran cantidad de personajes y situaciones.

     En una escena cómica y trágica asistimos a la inauguración de un pantano y al peculiar banquete que los gerifaltes locales ofrecen al Caudillo; nos sumergimos en el diario de Voldián, el boticario, quien utiliza la literatura para acallar los fantasmas del remordimiento; contemplamos la figura lánguida y atemorizada del morfinómano Oridio; dudamos ante la esquizofrenia del aviador alemán Klüber; sonreímos con los trapicheos del estraperlista Benicio el Cojo; nos compadecemos ante las vicisitudes de los carteristas Emilio y Mansalva; la expresión triste de la prostituta Dorela parece esconder un secreto que queremos desvelar; los subterfugios del topo Marisma y sus salidas nocturnas son la ración de angustia que necesitamos para no abandonar la lectura; nos identificamos con la figura parsimoniosa y los paseos y las deducciones del comisario Moro.


     Son muchos más los personajes y los acontecimientos que pueblan el invierno eterno de Ordial. Un desfile más trágico que cómico de vidas grises, truncadas y cojas en una ciudad de provincias donde ni siquiera la nieve puede hacer desaparecer el olor a col hervida, el hedor a hambre, a miedo... 

Luis Mateo Díez,

Fantasmas del invierno, Alfaguara, 2004. 362 págs.