Había llegado a Toulouse a principios del 39, tras la caída del frente de Aragón, cuando ya todo estaba perdido. Durante los primeros meses sobrevivió de los restos de comida en los contenedores de los bares, mendigando unos francos en la puerta de las iglesias, irrumpiendo en campos y bancales donde podía arrancar y comer alguna fruta o verdura, siempre bajo el temor de la escopeta del dueño. Con la llegada del buen tiempo y el final de la contienda, el número de compatriotas huidos se multiplicó y la posibilidad de sobrevivir a base de limosnas y de desperdicios se redujo considerablemente.
Una tarde pasó por delante de un cartel que lo invitaba a unirse a la lucha. El Partido necesitaba de su ayuda: más al norte, los alemanes estaban pasándose por la entrepierna a todo bicho viviente y, después, se orinaban contra los parapetos de hormigón de la Línea Maginot, tan macizos como inútiles. No se lo pensó dos veces y entró en la oficina.
Carecía de documentos: los había perdido al cruzar los
Pirineos, cuando se deshizo de la casaca mugrienta y colmada de chinches y
pulgas, del último vestigio de un ejército derrotado; pero podía citar todas
las escaramuzas en las que había matado. Se presentó con su auténtico nombre,
pero el Viejo no tardó ni un minuto en cambiárselo.
—Desde hoy te llamarás Ricardo —afirmó mientras se llevaba
el cigarrillo a los labios, pero lo detenía antes de darle una calada—. Ricardo
Arce Eslava. ¿Te parece bien?
Se encogió de hombros, resignado. ¿Por qué el Viejo había elegido ese nombre y esos apellidos? Lo desconocía. A saber qué extrañas y ocultas conexiones había realizado el anciano hasta llegar a aquellas tres palabras que, desde entonces, serían su única identidad.
—El tuyo, tu nombre —le dijo—, olvídalo. Desde ahora serás
Ricardo Arce Eslava —insistió. Golpeó el cigarrillo y la ceniza se desparramó
sobre los papeles que cubrían la mesa. No hizo ademán de limpiarla—. ¿Cómo te
llamas?
—Pa…
—¡Que no, hombre, que no! —Tosió, respiró hondo y tosió por
segunda vez, aclarándose la garganta. No estaba enfadado: se notaba a una legua
que era un hombre cubierto por una coraza de paciencia y cachaza—. Vamos a
intentarlo otra vez: ¿cómo te llamas?
—Ricardo Arce Lava.
—¡Eslava, Eslava! Ricardo Arce Eslava. Venga, otra vez.
—Ricardo Arce Eslava.
El Viejo volvió a tirar la ceniza del cigarrillo. En ningún momento se lo llevó a los labios.
—¿Cómo te llamas? —cortó el Viejo.
—Ricardo Arce Eslava.
—Bien —zanjó el Viejo—. Está bien. Que no se te olvide. Ese es tu nombre desde ya. —Apagó el cigarrillo en un cenicero colmado de colillas—. Ahora me dices tu fecha de nacimiento, la auténtica, claro, porque tampoco hay nada especial en ello y es mejor que tengas la edad que realmente tienes y aparentas. ¿Cuántos años tienes?
Ricardo dudó unos segundos, pero el silencio de su
interlocutor se le hizo insoportable.
—Diecinueve.
Iba a anotar algo, pero se detuvo. Tenía los dedos manchados de tinta y nicotina
—¿Solo diecinueve? Pues pareces mayor.
—Mentí cuando me alisté. Y luego, bueno, la guerra… Ya sabe
usted. Curte mucho.
—Ya. ¿Fecha de nacimiento?
—El doce de febrero de 1920.
—¿Lugar de procedencia?
Ricardo quiso hablarle de su pueblo, de sus padres, pero el
otro se lo impidió con un gesto. Abrió el cajón y extrajo una hoja
mecanografiada que depositó sobre la mesa.
—¿Sabes qué es esto?
—Ni idea, señor.
—No me llames señor, ¡leche! Soy camarada. Aquí todos somos
camaradas. Si no, ¿para qué te crees tú que hemos hecho una guerra? Ni señores
ni siervos. ¿Está claro?
—Sí, se… Digo, camarada.
—En el Partido nadie es más que nadie —sentenció.
Pero más adelante sabría que aquello no era del todo cierto,
que en toda organización siempre hay quien ordena y quien obedece. El Viejo era
de los que mandaban y él, de los que acataban las órdenes sin rechistar, sin un
parpadeo. También el Viejo obedecía a sus superiores: siempre hay un pez más
grande que se come a otro más pequeño.
El anciano comenzó a leer en voz alta. Al principio Ricardo
no entendía nada, pero pronto comprendió la salmodia que recitaba su
interlocutor: era un listado formado por nombres de pueblos. Algunos le
sonaban: Frondoso, Belchite, Carcamel…
—Son pueblos. Son nombres de pueblos —dijo, interrumpiendo
la cantilena.
—Se trata de una lista de los pueblos que fueron destruidos
o casi destruidos durante la guerra.
—¿Como Belchite?
—¿Los nombres de verdad?
—Sí.
—Pedro y Carmen. Pero yo no nací en Belchite.
—Pero ¿quién puede saberlo? Belchite quedó convertido en un
montón de cascotes: la iglesia, el ayuntamiento, todos los lugares donde
existían documentos sobre los nacidos en ese lugar fueron borrados de la faz de
la tierra, sepultados bajo toneladas de escombros, quemados por el fuego de las
bombas.
¿No lo entiendes? Nadie puede demostrar que eres de Belchite; pero
tampoco lo contrario: que no eres de Belchite. Así que, si en tu cédula escribo
que naciste en uno de estos pueblos destruidos durante la guerra, ¿quién va a
poder probar lo contrario?
Un tipo listo, el Viejo.
—¿Entonces soy de Belchite?
—No, no tienes acento maño.
Encendió lentamente otro cigarrillo. Algo debió de desviar
la atención de Ricardo porque, cuando volvió a mirar, su interlocutor arrojaba
el humo por la nariz mientras se enfrascaba en la lectura de la hoja
mecanografiada. Había dado una calada al cigarrillo, pero el joven no había
captado el instante.
—Ni acento andaluz, ni catalán. Más bien un acento neutro,
castellano.
—Como que soy de…
Lo detuvo con un gesto.
—No quiero saberlo, ni tampoco quién fuiste. De ese modo, si
pasara cualquier cosa, lo peor, ¿entiendes? —el muchacho asintió—, pues no
podría decir nada de ti salvo lo que ahora mismo estamos inventando. ¿Está
claro?
—Sí.
—Es como si hubieras nacido hoy…, solo que con diecinueve
años.
El cigarrillo humeaba sobre el cenicero. Consultó de nuevo
la lista de los pueblos.
—Ya está. Eres de Pajares, provincia de Guadalajara. Es una aldeúcha con cuatro casas, una pedanía de Brihuega. El lugar quedó prácticamente arrasado durante la ofensiva del Jarama y la batalla de Guadalajara. Los italianos, primero, y después los nuestros estuvieron pasando por los cascotes de las casas durante más de una semana. No quedaron ni los árboles de la plaza. Por no quedar, no quedó ni la puñetera plaza. —Cerró los ojos, como si intentara recordar. Los abrió de golpe—. Sí, Pajares. Ese es o, mejor dicho, ese fue tu pueblo, donde naciste el doce de febrero de 1920, del matrimonio formado por… —Consultó la hoja en la que había estado escribiendo—. Formado por Pedro Arce y Carmen Eslava. Es mejor conservar algunos datos que sean ciertos; así te resultará más fácil recordarlos. ¿Te parece bien?
Ricardo se encogió de hombros y no respondió. No le costaría
memorizar su nuevo nombre ni su origen: Ricardo Arce Eslava, natural de
Pajares, provincia de Guadalajara.
Después todo vino rodado: más de un lustro de disparos y
gritos en lugares cuyo nombre había olvidado, igual que el rostro de los
compañeros que habían caído; cientos de noches durmiendo con un ojo abierto y
la mano derecha debajo de la almohada, sosteniendo la pistola que podía
salvarle la vida; miles de horas invertidas en viajes donde el paisaje no podía
ser admirado, donde las balas mordían a los compañeros como perros hambrientos.
Fragmento de Los hilos invisibles, publicada por Grupo Tierra Trivium, Madrid, 2022.