A finales del verano de 2006 veía la luz la novela El
viento de la Luna
con la que el autor jiennense volvía a los temas de obras anteriores (El jinete polaco, sobre todo). Era una
especie de marcha atrás para coger impuso y procurar que el salto fuera más
largo, más seguro: tras el devenir sin rumbo en que se había enfangado el autor
(en Ventanas de Manhattan, en En ausencia de Blanca, en —quizás un
poco menos— Sefarad), El viento de la Luna suponía un soplo de
aire si no totalmente fresco, sí al menos refrescante.
Tres años más invirtió Muñoz Molina en pulir un tocho de casi un millar de páginas: la espera ha
valido la pena porque La noche de los
tiempos es una de esas novelas densas e irrepetibles, en donde no sobra ni
una sola línea ni tan siquiera una de las palabras que con tanta sabiduría el
autor utiliza. Tanto es así que cuando se cierra el libro parece que ha sabido
a poco: la historia del arquitecto Ignacio Abel y de su amante Judith se nos
queda en el aire, tambaleándose como un funambulista en una cuerda floja y
nosotros, los lectores, no sabremos si terminará destrozada contra el pavimento
o conseguirá llegar indemne al otro extremo.
Comienza la historia en los meses previos
al inicio de la Guerra Civil
y concluye a finales de 1936. Aunque la columna que vertebra la narración es la
historia de los dos amantes, Muñoz Molina nos muestra el mosaico de la España prebélica donde
transitan personajes reales tanto del mundo político como del cultural. A medio
camino entre el narrador en primera persona y la omnisciencia de una voz que lo
observa todo desde una altura considerable, jugando continuamente con el verbos
en presente, tachonando las páginas con continuos flash-backs, La noche de los tiempos debe
considerarse como un tour de force en
lo que a estilo se refiere, una filigrana barroca y sofisticada que sirve para
elevar a Muñoz Molina a una de las cumbres de la novelística de los últimos
decenios. También hay dos cartas, la de la amante y la de la esposa Adela,
fragmentadas, confundidas a veces por el propio narrador para mostrarnos a un
Ignacio Abel tan inseguro como cobarde, tan inmaduro como desesperado. De un
modo u otro estas las dos epístolas dibujan al verdadero Abel quien, lejos de
ser un héroe, se nos expone como un ser humano débil e indeciso… uno de
nosotros.
No
hay duda de que en esta ocasión el autor ha arriesgado todo y ha saltado sin
red: atreverse con un novelón de tal envergadura y de tamaña dificultad (un
somero vistazo del lector curioso le permitirá comprobar que apenas existen
diálogos, que todo la novela está trufada de extensos enunciados donde la prosa
y el pensamiento del autor andaluz subyugan al lector y lo arrastran a una
vorágine sin retorno). Deberán abstenerse aquellos incautos que pretendan a
estas alturas de la película “conocer” a Muñoz Molina (a estos les recomiendo
que empiecen con El invierno en Lisboa
o con Beltenebros, por ejemplo), o
aquellos otros que hayan accedido a la literatura a través de la prosa
funcional de Ken Follet, Dan Brown o Stieg Larsson: de un tiempo a esta parte
estamos demasiado acostumbrados a la enunciación “cinematográfica”, a la
rapidez y la brevedad, a las novelas saturadas de acontecimientos y verbos,
huérfanas de descripciones y digresiones, al veloz relato de historias más que
a la concienzuda construcción de mundos. Sin ánimo de insultar a nadie, hay que
reconocer que no todo el mundo puede leerlo todo, al menos sin una preparación,
sin un aprendizaje previo (la suma de lecturas, la paciencia, la elección de
los conocimientos, la solidez del bagaje cultural, el tiempo disponible, la
predisposición a la vida sedentaria). La
noche de los tiempos es literatura de veinticuatro quilates donde el lector
no sólo busca entretenerse sino, sobre todo, aprender a través de la lectura,
dejarse atrapar por un estilo que en muchísimas ocasiones te hace exclamar (como
al crítico Pozuelo Yvancos): “¡Escribe como nadie!”.
Se mueven por entre las páginas del libro
personajes históricos (o no, como el entreñable profesor Rossman) a los que
Muñoz Molina dibuja con pinceladas optimistas y cálidas: el tranquilo Moreno
Villa, el vehemente Juan Negrín; frente a otros donde el retrato nos muestra la
intransigencia —el caso de José Bergamín— o la estupidez y el papanatismo —el
del poeta Rafael Alberti, que no sale muy bien parado—.
El autor pone toda la carne en el asador
para dibujarnos el precipicio del fanatismo (de un lado u otro), la sinrazón de
la locura en una España caótica, rancia, repleta de esperanza… contradictoria,
en suma. La progresión de la historia, el incremento del interés del argumento
va emparejado a los acontecimientos históricos que sirven de marco (los
asesinatos, el levantamiento militar, el inicio de la contienda, la explosión
del odio acumulado durante siglos) por el que los dos amantes —el arquitecto
español y la estudiante norteamericana— transitan poco menos que ciegos,
concentrados exclusivamente en su deseo y su pasión, absorbidos luego por la
vorágine cuando ya es poco menos que imposible escapar de ella. También están
los hijos del protagonista y sus suegros y el cuñado fanático y algo ingenuo; pero
sobre todo Adela, la esposa, tal vez uno de los personajes más bien construido
en esta novela donde Muñoz Molina describe magistralemente a todos los
personajes, en ocasiones únicamente con breves pero precisas pinceladas.
Podía haber resumido todo este artículo y
todos mis halagos hacia La noche de los
tiempos con un único adjetivo, pero entonces los coordinadores de este
suplemento me hubieran reñido. Ahora, y ya como colofón, no puedo dejar de
hacerlo: DESLUMBRANTE.
Antonio Muñoz Molina,
La noche de los tiempos, Seix Barral, 2009. 958 págs.