La novela-problema.

Después de la Primera Guerra Mundial, la novela criminal
sufre su primera gran transformación al avistar una meta concreta y unos fines
determinados. Es entonces cuando la novela policiaca se despoja de toda perspectiva literaria y se lanza desesperadamente al juego de adivinanzas. El
género policiaco abandona toda aspiración artística para convertirse en
ciencia, en un juego de ingenio con miras exclusivamente científicas. La
fantasía puede tener una leve participación en el planteamiento del problema,
pero el resto ha de someterse a unas rígidas normas enunciadas concretamente
por más de uno de los escritores del género.
Se pretende con ello depurar el género... La uniformidad
y la monotonía se apoderan de la novela criminal. No se exige entonces al
detective rango alguno de heroísmo, sólo que sea [tan] inteligente... como para
resolver por sí mismo los rompecabezas que se le ponen delante.
Salvador Vázquez de Parga, Los mitos de la novela criminal,
Planeta, Barcelona, 1981. página 114
Aparece
la noción de «juego limpio»; es decir, el lector debe disponer de tantos datos
como el detective. La novela es un campo donde se van colocando jalones e hitos
que también el lector debe conocer. Al final, acompañará al detective (o si es
un lector avispado, lo adelantará) en sus razonamientos. Ellery Queen, por
ejemplo, gusta de colocar en la parte final de sus novelas un «Reto al lector»,
donde le invita a averiguar la solución del enigma antes que el detective,
puesto que todas las pistas ya han aparecido. Es esta una costumbre que va a
ser imitada por otros autores como el belga S. A. Steeman en El asesino vive
en el 21 (1939), por ejemplo.
Proliferan
los asesinatos “enrevesados”, las casas de campo con mayordomo de mirada torva
y criadas de lengua viperina, las habitaciones cerradas con un cadáver en su
interior, los múltiples mecanismos para matar a un hombre (o mujer), los mil y
un inventos para poder tener una coartada o para hacer pasar por un suicidio lo
que es un crimen. En fin, el asesino juega una partida de ajedrez contra el
detective y contra el propio lector; nada es baladí —ni palabras, ni gestos, ni
el color del gato de la vecina o la humedad relativa del aire—. Más que despachar a un sujeto, el asesinato
deviene (como dijo Thomas de Quincey) en una obra de arte.
El afán
por aligerar los argumentos de todo aquello que no fuera genuinamente
misterioso llevó a los autores de novela policiaca a la confección de una serie
de obras cada vez más parecidas a crucigramas o jeroglíficos. Las décadas de
1920 y 1930 fueron, sin duda, los momentos más relevantes de esta tendencia. Un
crítico de aquel entonces, Philip Guendalla, llegaría a afirmar que «The
detective story is the normal recreation of noble minds».
También
en 1920 comienzan las novelas protagonizadas por el inspector French, personaje
creado por Freeman Wills Crofts en El tonel (The cask). A. A.
Milne publica La casa roja (1922); John Rhode, El misterio de
Paddington (1925); monseñor Ronald Knox, El crimen del viaducto
(1925). Philip MacDonald saca a la luz The rasp (1925); y Dorothy L.
Sayers comienza la serie de novelas protagonizadas por Lord Peter Wimsey en
1923 con El cadáver sin lentes (Whose body?). Muchos de ellos, y
otros más, formarán parte en 1928 del llamado Detection Club, en el que se
fundamentarían las bases del denominado “juego limpio” de la novela-problema.
Cada año (hasta la actualidad) se han ido sumando nuevos nombres: John
Dickson Carr, J.J. Connington, Clemence Dane, John le Carré, Len Deighton, P.D.
James y muchos más. Evidentemente se trata de un reconocimiento a su labor
profesional y sus cargos son meramente honoríficos.
Pero no
acaba aquí la nómina de autores, pues la moda salta hasta la otra orilla del
Atlántico y los escritores norteamericanos la desarrollan, en ocasiones, con
gran maestría.
El
detective Charlie Chan de la policía de Honolulu aparece en 1925 (La casa
sin llaves) de la mano de Earl Derr Biggers
alcanzando, a pesar de su corta vida —su autor falleció en 1933—, una
cierta notoriedad.
El orondo
y hogareño Nero Wolfe llega de la mano de Rex Stout en Fer-de-Lance
(1934).

El
admirado Ellery Queen publica su primera novela en 1929, El misterio del
sombrero de copa (The Roman Hat Mistery) y, a continuación, comienza
a crear obras maestras e irrepetibles del género: las cuatro interpretadas por
Drury Lane y firmadas por Barnaby Ross (La tragedia de X, La tragedia de Y,
La tragedia de Z y El último caso de Drury Lane, entre 1932 y 1934); El
misterio de la mandarina (1934), El misterio del ataúd griego (1932),
El misterio del zapato blanco (The Dutch Shoe Mistery, 1931), El
misterio de la cruz egipcia (1932) y El misterio de los hermanos
siameses (1933).
Tampoco
hay que olvidar a John Dickson Carr (quien firmó parte de su ingente producción
con el pseudónimo de Carter Dickson) que había iniciado su andadura con Anda
de noche (It Walks by Night, 1930) y acabó convirtiéndose en un autor
de primer orden: La cámara ardiente (The Burning Court, 1937)
, Los tres ataúdes (también titulada El hombre hueco, 1935) o Los
anteojos negros (The Black Spetacles, también conocida por The
Problem of the Green Capsules, 1939) son algunos de los títulos que no
pueden faltar en ninguna colección de novela policiaca.
Agatha Christie, Ellery Queen, John Dickson Carr y S. S. Van
Dine pueden ser considerados como los mayores creadores de la novela-problema.
No sólo por la calidad de sus obras y también su número, sino —y sobre todo—
por su afán por seguir las “reglas” que, en muchas ocasiones, ellos mismos
promulgaron.
He
centrado mi atención en algunos de los mejores o los más populares pero el listado es poco menos que
interminable: Ernest Bramah (creador del primer detective ciego, Max Carrados,
en 1914); J. S. Fletcher (The Middle Temple Murder, 1918); E. C. Bentley
(El último caso de Trent, 1913); G. K. Chesterton (y su genial padre
Brown, aparecido por vez primera en 1911, protagonizaría cinco libros de
cuentos hasta 1935); Eden Phillpotts (Los rojos Redmaynes, 1922);
Francis Beeding (La muerte va de puntillas, 1931); Anthony Berkeley (El
caso de los bombones envenenados, 1929 —una de las cumbres del género, en
la medida en que se siguen a rajatabla los postulados de “juego limpio”);
Patricia Wentworth (que inicia las aventuras de Miss Maud Silver en 1929 con Grey
Mask); Nicholas Blake (La bestia debe morir, 1938 —aunque tal vez
habría que considerarla como una obra más cercana al thriller); R. Austin Freeman (creador del doctor Thorndyke en
1907); Michael Innes (¡Hamlet, venganza!, 1937); Gaston Leroux (el
“padre” de la habitación cerrada en El misterio del cuarto amarillo,
1908); E. C. R. Lorac (Muerte de un actor, 1937); Ngaio Marsh (Death
in a white tie, 1938); Margery Allingham (Muerte de un fantasma,
1934); Earl Stanley Gardner (creador del popular Perry Mason en sus novelas El
caso de las garras de terciopelo y El caso de la joven arisca, ambas
de 1933); Stuart Palmer (El misterio
de la banderilla azul, 1937); George Simenon (cuyo comisario Maigret vería
la luz por primera vez en Pietr el Letón, 1931); y muchos más...