Aquellos que han tenido la obligación de soportarme como orador, sobre todo pienso en mis sufridos alumnos,
saben que soy un profesor que tiende a la reflexión diletante. Me explico: sé cómo
empezar, conozco la conclusión de mi discurso; pero en el transcurso de la
exposición tiendo a saltar de un tema a otro, a conectar una idea con otra, de
tal modo que más bien me asemejo a una abeja que vuela de flor en flor
aprovechándose del alimento que pueda extraer en cada una de sus paradas. Digo
esto, al inicio de este escrito, por si algún lector decide no continuar o, de
hacerlo, advierte que mi pensamiento se mueve y viaja demasiado. No hay que
preocuparse: sé dónde quiero llegar. El artículo es largo. Lo advierto en para
aquellos adictos a la inmediatez: el conocimiento requiere tiempo.
A partir de aquí utilizaré términos como
“lengua”, “habla”, “idioma” o, incluso, “lenguaje” como si fueran sinónimos. No
lo son. Cualquier estudioso de las lenguas (lingüista o filólogo) sabe que hay
diferencias notables entre ellos y que están muy lejos de ser sinónimos. Aquí,
sin embargo, en este escrito que no está destinado únicamente a los lectores
especializados en esta rama del saber, los emplearé de modo indistinto y para
referirme al mismo concepto; a saber: la capacidad que el ser humano posee de
comunicarse mediante el empleo de símbolos lingüísticos convenientemente
organizados y relacionados entre sí.
Sucede que cuando las personas se ponen a
hablar de la “lengua”, en la mayoría de los casos hablan demasiado… O lo que es
lo mismo, hablan sin poseer los fundamentos necesarios para hacerlo. Sucede que
por el hecho de utilizar una herramienta (como el lenguaje) no estamos
capacitados para hablar “seriamente” sobre ella. Durante casi medio siglo he
utilizado mi corazón para vivir, pero no se me ocurriría discutir o intentar
enmendarle la plana a un cardiólogo; y eso que en mi época escolar aprendí las
partes del corazón: que si válvulas, que si ventrículos, etc. Utilizo el
reproductor de DVD todos los días y, desde luego, no me pasa por la cabeza
ponerme a hurgar en él si tengo un problema. Se pueden utilizar las cosas sin
saber realmente cómo funcionan. Y no pasa nada, no hay nada malo en ello. No es
nuestra obligación saber el funcionamiento de todo lo que empleamos.
Después de estos párrafos preliminares, ha
llegado el momento de presentarme. Los que tenéis la paciencia (gracias) de
dejaros caer de cuando en cuando por este mi blog, ya me conocéis; sin embargo,
pudiera darse el caso de que alguien decidiera ingresar en este pequeño grupo
(gracias) y, por tanto, no supiera nada o muy poco sobre quien esto escribe.
Me llaman Pepe (puesto que, normalmente, yo,
cuando me llamo, me llamo “yo”), aunque también admito que algunos, los más
próximos por parentesco o amistad, me llamen Pepito. Alguno hay que me llama
“¡Eh, tú!”, o Josep, o Pep, o don Pepe o don José o don Josep, si está de
broma. Durante los muchos años en que estuve dando clase por diversos institutos
de Andalucía, me llamaban “¡Eh, maestro!”. Esto del nombre tampoco tiene mucha
importancia. Al fin y al cabo es una decisión que no tomas tú, que te viene
dada desde el nacimiento (o incluso antes), y por tanto darle importancia o
mérito a ello es absurdo. Lo mismo que no hay nombres más o menos bonitos. Hay
los que hay, y ya está. A todo se habitúan las personas. Vanagloriarse del
nombre es como estar orgulloso de tu estatura o de tu color de ojos. Hay que
ser muy cretino para jactarse de algo que no has conseguido tú y que, por
tanto, carece de cualquier mérito.
Lo que decía: me llaman Pepe y tengo 47 años.
Estudié (y acabé) la carrera de Filología Hispánica (que ahora se llama de otro
modo: ¡más nombres!), alcanzando incluso el grado de Doctor. De esto sí, de
esto sí se puede estar orgulloso… pero no del tamaño de tus pies. Desde que
tengo uso de razón me ha apasionado el lenguaje humano y lo que nuestra
especie, cuando ha querido, ha sido capaz de hacer con él. Poco a poco, sin
prisa pero sin pausa, sigo aprendiendo: no solo en las clases, con mis alumnos,
sino en mi casa, entre mis libros. Tanto es así que, como me aburría, inicié
hace muchos años la carrera de Filología Inglesa (que tampoco se llama así;
pero nos entendemos…) y todavía ando en ella, peleándome con palabras realmente
enrevesadas.
Nací, crecí, estudié (salvo algunos años en que
necesariamente tuve que irme fuera), me casé… y vivo en Biar, que es un pueblo
de la provincia de Alicante. Un lugar pequeño y cómodo, bien comunicado, con
todo lo realmente necesario para vivir (los “caprichos” no son necesarios, me
parece) que tiene, según los años, entre 3.500 y 3.600 habitantes. Nunca ha
llegado a 3.700.
Cualquiera que conozca su ubicación sabrá que
se trata de un pueblo de los denominados “fronterizos” refiriéndose a la
convivencia entre lugares castellanos/ lugares valencianos que se da en la
provincia de Alicante. Solo lo dejo caer: quizás vaya siendo hora de que a
alguien se le ocurra homenajear como se merece la gran labor de “contención lingüística”
(no es un término bélico) que las localidades fronterizas realizan. Los pueblos
no-fronterizos siempre han mirado un poco por encima del hombro a los
fronterizos, sobre todo porque su lengua ha sufrido unas variaciones que
aquellos no han tenido. Y parecen olvidar que, de no existir estos pueblos
fronterizos, ellos, los ahora no-fronterizos, serían los “influidos” por la
otra lengua. En fin, ahora me doy cuenta de que he escrito una especie de
trabalenguas; solo espero que se me haya entendido bien. ¿Sí? Pues continúo…
Soy lo que se dice normalmente una persona
valenciano hablante (o parlante, que lo mismo da). Confieso que el calificativo
no me gusta nada. Me produce una sensación extraña: es como si, pudiendo
utilizar las dos piernas para andar, me empeñe en andar a la pata coja. Creo
que la palabra correcta para expresar mi situación (y la de otros miles de
personas, de cientos de miles de personas) es que somos bilingües. Claro que,
en esto del bilingüismo, también existen sus particularidades. ¿Hasta qué punto
se es o no se es bilingüe? ¿Cuántas palabras ha de saberse una persona para
serlo o no serlo? Lo que está claro es que los que afortunadamente somos
bilingües sabemos muy bien en qué consiste esto del bilingüismo: la capacidad
de cambiar de un idioma a otro en una misma conversación, de manera automática,
inadvertidamente; la capacidad de “vivir” mediante dos lenguas.
Porque aquí también hay un mito que conviene ir
desterrando: ¿en qué idioma piensas tú? Pues bien, te dicen, esa es tu lengua
madre. Como si fuera tan sencillo. Ahora estoy pensando en castellano porque es
el idioma que utilizo para crear este texto. Hace una hora, mientras comía con
mi familia, pensaba en valenciano porque era esa la lengua que empleábamos para
hablar entre nosotros. Cuando estoy dando clases a mis alumnos pienso en
castellano porque esa es la lengua que empleo para transmitirles información.
Si veo una película en castellano es así como mi cerebro registra y descifra la
información. ¿O es que voy traduciéndola al valenciano conforme los personajes
hablan en la pantalla? Absurdo. Tendría que ir deteniéndola cada dos minutos
para procesar la información… Eso de que “yo pienso en valenciano” y luego “lo
paso al castellano”; o viceversa… no es cierto. Al menos en mi caso no lo es y,
creo, que no lo es en el caso de los miles de personas que conozco y que son
bilingües. Y que reflexionan de cuando en cuando sobre cuestiones tan
intrascendentes como esta. Voy a decir “el llibre” y pienso, “lo diré en
castellano: el libro”; voy a decir “és meu” y pienso, “lo diré en castellano:
es mío”. Ninguna persona bilingüe habla o piensa así. Otra cosa es que los
políticos de turno nos hagan creer que estudiando inglés o francés en el
colegio (o donde sea) nos vaya a convertir en bilingües. Sabremos ese idioma
mejor o peor, con mayor o menor fluidez; pero hasta que no “vivamos” en, con y
a través de él, no seremos bilingües.
Retomando: que eso de pasar o no pasar a una
lengua u otra es un mito. El bilingüismo no puede permitirse ese despliegue (y
desperdicio) de energía. Pensamos (si es que pensamos, claro, porque tampoco es
una actividad que se dé con mucha frecuencia; la mayoría de las veces
simplemente vivimos, nos comunicamos, damos alguna información para recibir
otra —más información—); decía, pensamos en la misma lengua que empleamos para
hablar. Admito que a determinadas edades (antes de los seis o siete años,
depende del niño) o por cuestiones de “aislamiento cultural” (pienso en
personas que vivieron hace un siglo y que nunca salieron de Biar) esta
situación de trasvase de palabras de una lengua a otra pueda darse o pudo
haberse dado; pero desde hace casi medio siglo (que es mi edad), ya no existe.
Al menos yo no la he experimentado nunca. Que la creencia perviva en muchas
personas, no lo niego. Por eso remito al lector al tercer párrafo de este
documento.
Pido un poco de paciencia. Vamos avanzando.
Espero, durante el trayecto, no aburriros mucho y, en cambio, haceros
reflexionar sobre cuestiones que voy dejando caer como quien no quiere la cosa…
No lo había dicho; lo digo ahora. También
escribo, es decir, que he tenido la suerte de haber visto mi nombre en media
docena de libros publicados, principalmente novelas. Novelas que,
inevitablemente, he de presentar ante diversos auditorios y de las que debo
hablar para intentar convencer al público de que mi libro es fenomenal y no
pueden perdérselo bajo ningún concepto.
Muchas veces, dependiendo del lugar, la
localidad, donde presente mi trabajo, surge una pregunta que es ya casi una
especie de estribillo que se repite: “¿por qué si eres una persona valenciano
hablante, no escribes en valenciano?” La respuesta que les digo es siempre la
misma: “Porque no sé”. Y ahora me doy cuenta de que no es la mejor respuesta,
de que es una respuesta cómoda por ser breve; pero es una respuesta incompleta. Hora es ya de que exponga mis motivos para no escribir en valenciano.
Motivos que son, por supuesto, míos y ya está. No pretendo que nadie esté de
acuerdo con ellos o los rechace. Los motivos son personales y, realmente, no
necesitan ninguna justificación porque pertenecen a la libertad de cada cual de
actuar como le plazca (siempre dentro de la legalidad y las normas de una
convivencia civilizada, claro).
Lo primero. Existe una lengua (abstracta) que
un grupo de personas utiliza (el habla) en una determinada ubicación
geográfica. A esa lengua se la denomina, de un modo general, “catalán” o lengua
catalana. Lo cierto es que no existe como tal, pues cada uno de sus usuarios la
emplea según juzga conveniente o según su realidad física determine: es decir,
que no hay dos personas que hablen exactamente igual porque no hay dos personas
que posean la misma estructura física. Así que, en el ámbito lingüístico, nadie
habla la “lengua catalana pura” (ni la castellana, ni la inglesa, ni la
china…); sino que cada individuo de esa comunidad emplea una variante de ella.
Sucede que, para que no existan miles o millones de variantes, los lingüistas
han decidido crear diversos grupos según las semejanzas a la hora de utilizar
esta lengua. Es lo que se conoce por variantes o dialectos. Palabra esta que
suele tener un cariz peyorativo, como si todos los idiomas no fuesen, en el
fondo, dialectos de idiomas anteriores… Evidentemente, este proceso que aquí
describo se da en todas las lenguas de la tierra (por “pequeñas”, en cuanto a
número de hablantes, que sean) y quien crea que solo se da en la “lengua
catalana”… mejor que no siga leyendo.
El valenciano es una variante de esa lengua
abstracta que hemos denominado “catalán”. Y quien no quiera verlo así… de nuevo
le remito al tercer párrafo. Digamos que existe una distancia igual o semejante
entre el valenciano y la “lengua catalana” a la que existe entre la “lengua
castellana” y el castellano hablado en Cádiz o en Tegucigalpa. Otra cuestión es
cuándo se decide que un dialecto deja de ser tal para erigirse como lengua
“independiente”. ¿Cuándo el catalán se convirtió en tal y dejó de ser una
variante o dialecto del latín? Es una cuestión interesante que rebasa la intención
de este artículo que, como el lector recordará, se titulaba (se sigue
titulando) “Reflexiones sobre la literatura en valenciano”.
Dejado esto claro, continúa la pregunta: “¿por
qué no escribes en valenciano?”
Lo segundo. Cualquiera que haya leído con
cierto detenimiento, o que haya escrito alguna cosa más allá de la lista de la
compra (o incluso solo esto), habrá advertido que nunca se habla tal y como se
escribe; y viceversa: que nunca se escribe tal y como se habla. Pero no ahora,
en estos tiempos: nunca se escribió del mismo modo en que se habló. Ni Virgilio
ni Homero escribían igual que hablaban; ni mucho menos Góngora (y quien lo lea
no podrá ponerlo en duda); ni siquiera Cervantes… Nadie escribe tal y como
habla. Creo que Enric Belda (un escritor de literatura juvenil) no escribe como
habla. Sé que mi amigo el poeta Pep Calero (y lo cito a él porque estoy seguro
de que no se molestará) no habla tal y como escribe. Si alguien lee a Antonio
Muñoz Molina y luego lo escucha advertirá que es andaluz (nacido en Úbeda) y
que, evidentemente, hay una distancia entre su escritura y su dicción. Siempre
fue así y siempre lo será. Si hay que ponerle un nombre a esto diríamos que es
el “uso literario” de la lengua. Es decir, existe una especie de diglosia, a pequeña
escala, mediante la que se crean dos niveles de lenguaje: el lenguaje de la
cotidianidad y el literario. Y todo lector y todo escritor lo saben, entran en
este juego, son conscientes de que son dos ámbitos distintos.
Continúa la pregunta: “¿por qué no escribes en
valenciano?”
Lo tercero. Los jóvenes no leen. En este país
no se lee. Los índices de lectura están por los suelos. En otros países se lee
mucho más. Son enunciados que continuamente aparecen en los medios de
comunicación y que algunos, entre ellos algunos amigos, terminan por creerse.
Los jóvenes leen lo mismo que leían hace
cincuenta años; es decir, leen los cuatro o cinco “raritos” que también había
en mi generación (y entre los que estaba yo, claro). Lo que se demuestra con
los “índices” es la venta de libros, no la lectura de libros. Y se realizan
encuestas… ¿Siempre ha contestado sinceramente a una encuesta; cree que los
jóvenes son sinceros cuando responden a cualquier pregunta —por ejemplo, ¿a qué
hora volviste anoche? ¿Que se lee más en otros países? ¿En EE.UU.? ¿Alguien se
cree que si los estadounidenses leyeran a Paul Auster, a John Irving, a
Chomsky; o a Mark Twain, a Poe, a Melville… hubieran votado a Donald Trump como
presidente? ¿Alguien piensa que si los británicos leyeran a Dickens, a
Trollope, a Chesterton, a Wells, a Shaw, a Martin Amis, a Julian Barnes, a
David Lodge… hubieran votado el Brexit? Seamos serios: no se lee ni aquí ni
allí ni en ninguna parte. Más allá de los lectores contados que surgen en cada
generación, nadie más lee. Hay personas que no leen un libro en su vida (ni
siquiera en su etapa escolar), y otras que leen un centenar cada año. Hay
escritores que no leen, salvo lo que ellos mismos escriben. No exagero. Pero
siempre ha sido así. Los apocalípticos que claman por el final de la lectura
parecen creer que hubo un tiempo, una Edad de Oro, en que todos los seres de
este planeta andaban con un libro abierto… Bien es cierto que la mayor
alfabetización y el aumento espectacular de estudiantes universitarios debería
haber incrementado los índices de lectura en este país; pero es que estos
adelantos culturales han coincidido con la aparición y el auge de nuevos
entretenimientos mucho más cómodos, como fue, en su época, la televisión y
ahora la irrupción de las nuevas tecnologías.
Vivo, convivo diariamente, me muevo
constantemente entre jóvenes de entre doce y dieciocho años. Los oigo hablar,
presto oído a sus comentarios, recojo sus conversaciones cuando los sobrepaso
en el pasillo; algunas veces ellos mismos me transmiten sus dudas y sus
necesidades. Hay un sentimiento que noto en la mayoría de ellos, en la inmensa
mayoría de ellos, cuando me hablan sobre los libros escritos en valenciano que
leen: es el sentimiento de “extrañeza”. Y ese es el mismo que yo he hallado las
veces en que he comenzado a escribir en valenciano: “extrañeza”. En mí puede
achacarse a que no tuve una educación en valenciano, no me enseñaron a
escribirlo ni a leerlo. Tuve que aprender de manera autónoma y, por tanto,
deficitaria. ¿Pero en los jóvenes de hoy en día? ¿Sobre todo en los jóvenes
bilingües que son a los que llevo dando clase durante más de diez años y que
desde su ingreso en la escuela, ya hora ya en el instituto, reciben el 80% de
las asignaturas en valenciano? Por suerte (sí, por suerte) ahora los jóvenes de
mi entorno son bilingües completos. Yo solo soy un bilingüe oral que entiende y
habla en valenciano y castellano. En lo referente a la lectura y a la escritura
tengo muchas deficiencias: puedo entender lo que leo, pero no con la fluidez
con que lo hace, por ejemplo, mi hija; podría escribir, si me lo propusiera,
pero no con la naturalidad con que lo hace mi hijo. Y doy gracias porque han
tenido la oportunidad de poder aprender y aprehender (que no es lo mismo,
aunque lo parezca) dos lenguas con todas sus competencias de recepción de
información y de creación y transmisión de información.
Pero la pregunta continúa: “¿por qué no
escribes en valenciano?”
“Extrañeza”: esa es la palabra clave. Cojo los
libros de mi hija (literatura juvenil), compro y leo novelas que requieren un
público más formado… Y en todos ellos hallo lo mismo, el mismo sentimiento:
“extrañeza”.
Comentaba con anterioridad que existe la lengua
cotidiana y la lengua literaria. La extrañeza es la franja, el abismo, que separa
una lengua de otra. La distancia entre la lengua cotidiana de Muñoz Molina y su
lengua literaria es mucho menor que la que existe entre mi lengua cotidiana
(valenciana) y la lengua literaria (valenciana) con la que debo escribir. Y los
jóvenes sienten lo mismo. La lengua que leen no es la que hablan. La distancia
entre ambas es enorme. Como muestra un botón: leo “el meu oncle”, leo “el cap
de la policia secreta”. Han pasado casi quinientos alumnos distintos por mis
aulas. He conversado con ellos (en valenciano) en los minutos previos a las
clases, en los recreos: todos han dicho “el meu tio o mon tio”, “el jefe de la
policia secreta”. Esta es la extrañeza que también siento yo. Se me dirá: el
sonido “jota” no existe en esta lengua valenciana. Bien, hagamos que exista.
Tampoco existía el sonido [ ʃ
] en castellano y se introdujo “show” y ningún académico se arrojó por el
balcón. Una lengua está viva y ha de nutrirse de todo aquello que la ayude crecer.
Lo que leo en valenciano me parece tan “antiguo” (hablo, principalmente, del
léxico; de unas reglas ortográficas que, en algunas cuestiones, me parecen un
auténtico desperdicio de energía: ¿son necesarias cuatro grafías —s, ss, c, ç—
para transcribir un único sonido? Se me dirá: también existe este “problema” en
otras lenguas. No digo que no, pero esa respuesta no me consuela ni da una
solución); leo un léxico tan alejado a lo que escucho por la calle que,
evidente, no es extraño que surja la extrañeza (y valga la redundancia). ¿Qué
hacer entonces? No sé. Pero sé que si una lengua no se “abre”, que si no se
“aligera”… está condenada a la marginalidad.
Un
ejemplo propio. No escribo en valenciano, no puedo por esa causa que he
intentado explicar. Sin embargo, dos de mis novelas sí las he traducido al
valenciano. Puzle de sangre, escrita
con Mario Martínez Gomis, y Morirás
muchas veces. Con la ayuda del Salt, de un vocabulario y la supervisión de
mis amigos (y también filólogos) Pep Vañó y Pep Calero, conseguí llevar a cabo
sendas traducciones. Traducir es diferente que escribir: no es crear,
propiamente dicho… es más bien volver a pintar con otros colores un cuadro que
ya existe. La acción es más ajena y, por tanto, el traductor no se implica
tanto: el material ya le viene dado, solo tiene que cambiar su aspecto. Pues
bien, ingenuo de mí, envié las traducciones a algunas editoriales de libros en
valenciano. Nones. ¿Para qué publicarlas si ya están en castellano? Como
conocía (y conozco) a una editora catalana que vive en Madrid y que en su
editorial madrileña publica libros en ambos idiomas, catalán y castellano, le
envié mi Morirás muchas veces (cuyo
título había traducido por Morirás moltes
voltes). La respuesta fue casi inmediata: si lo publicaba debía cambiar el
título: Morirás moltes vegades.
García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar o Vargas Llosa, ¿cambiaron
palabras, expresiones, giros, variantes del castellano cuando publicaron sus
novelas en España? Lo dudo mucho puesto que precisamente esas variantes son las
que confieren grandeza a una lengua. En fin, una lengua que se resiste a la
apertura… no es una lengua con la que pueda escribir a gusto.
En
conclusión, ¿por qué no escribes en valenciano? Porque no me siento a gusto con
la lengua literaria que he de utilizar, porque la grieta producida por la “extrañeza”
es todavía demasiado grande.
Sin embargo, quizás haya alguna esperanza.
Ayer asistí a la presentación de varios libros a cargo del escritor, traductor
y profesor Vicent Satorres, natural de Bocairent. Fue una charla realmente
interesante que giró principalmente en torno a la figura y la obra de Vicente
Blasco Ibáñez de quien el mencionado erudito había traducido dos novelas al
valenciano: La barraca y Flor de maig. Además, presentó y habló
sobre un libro de artículos, Pren la
paraula, de Josep Lacreu. Me pareció que Satorres también defendía la
eliminación o, al menos, el adelgazamiento (por que una supresión total es
imposible en cualquier lengua) de esa “extrañeza” a la que yo he aludido y que
ha sido el acicate para escribir este extenso artículo. No sé. Cuando lea los
libros de Blasco Ibáñez y el de Josep Lacreu quizás encuentre esa solución que
me facilite la escritura en una lengua que, evidentemente, amo. El inicio de Pren la paraula parece prometedor: “La
llengua —qualsevol llengua— està sotmesa a un procés de mutació constant. Els
parlants aprenen un codi que van transformant amb l’ús”. Si acaso, ya os diré
más adelante… Y si no fuera así, me basta con recordar una anécdota que me
contó no sé si Paloma Martínez o Biel Sansano (cito a los dos porque la memoria
me falla y no quisiera que mi olvido dejara huérfana una anécdota que tiene
dueño o dueña): Manuel Vicent, también bilingüe como un servidor, hablaba un
día con Joan Fuster y el, por aquel entonces, joven autor se lamentaba ante el
maestro y casi pedía disculpas por no escribir en valenciano. Imagino que, como
a mí, también nos poseía esa “extrañeza”. Fuster lo calmó: no tenía que
justificar nada, ¿o es que acaso el castellano hablado en nuestra tierra no es
también la lengua de los valencianos?
Gracias
por vuestra paciencia.