La segunda idea se refiere al optimismo que destilan las
páginas, al afán de seguir viviendo que posee el octogenario escritor y que el
lector advierte conforme van avanzando las palabras. No he leído toda la
bibliografía de Saramago, pero de todas las novelas que he tenido la dicha de
leer (y con las que espero todavía deleitarme) estoy por asegurar que esta
novela es la más optimista, la más alegre de todas. ¡Y eso que el tema —con la
muerte como protagonista— parece presagiar lo contrario!
He aquí, muy sucintamente, el argumento: En un país innominado,
pero que el lector asiduo a Saramago muy pronto reconoce —porque se parece
mucho al que ya utilizó en Ensayo sobre
la ceguera (1995) y Ensayo sobre la
lucidez (2004)—, la muerte deja de actuar. Parte el autor de una proposición
contraria a la evidencia de los hechos corrientes y terrestres: puesto que la
muerte deja de actuar durante muchos meses, nadie fallece en ese país. Lo que
puede parecer una bendición no tarda en devenir en desgracia: los hospitales se
abarrotan; las funerarias quiebran; los familiares viven en un estado de ánimo
siempre alterado al ver que sus mayores no fallecen; la iglesia pierde su razón
de ser puesto que si nadie muere nadie ha de resucitar en otra vida mejor. El
hundimiento económico del país se prevé en pocos años puesto que el
mantenimiento de las personas ancianas es cada vez mayor. Surgen las mafias
(maphia, en la novela) que ayudan a transportar a los enfermos al país vecino,
donde nada más cruzar la frontera fallecen.
No es una obra pesimista, sino todo lo contrario porque la
muerte es tratada como un ser humano y no como una entelequia o un poderoso
espíritu: tiene sus dudas, sus vanidades e incluso sus errores.

No les desvelaré el final de la novela, pero ustedes mismos
podrán comprobar que termina tal y como empieza: «Al día siguiente no murió
nadie». Una gran obra crepuscular de una de las voces más originales de la
literatura universal.