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viernes, 28 de agosto de 2020

UN CRIMEN OTOÑAL. Nueva entrega... contando ya los días...

    

 Si nada ni nadie lo impide, el próximo mes de septiembre la editorial madrileña Grupo Tierra Trivium publicará mi último libro. Aunque pueda parecer otra cosa, mi nueva propuesta es, sobre todo, una obra de ficción que, estoy seguro, os sorprenderá. Como adelanto, aquí os mando otro breve fragmento. Espero que os guste...



En 1924, Chicago era una de las ciudades más importantes de los Estados Unidos de América. Su población ascendía casi a tres millones de habitantes —casi la mitad de todos los residentes en el estado de Illinois— y su superficie se había extendido hasta alcanzar los límites del vecino estado de Indiana. De ser una pequeña aldea de poco más de dos mil almas en 1820, había pasado, cien años más tarde, a ser una de las ciudades más pobladas de Norteamérica.

     El barrio de Hyde Park se extendía por la parte sureste de la ciudad, junto a la orilla oeste de lago Míchigan. El campus de la Universidad de Chicago, el cementerio Oak Woods y los parques Washington y Jackson eran algunos de los lugares más emblemáticos de la zona; más al sur estaba enclavado el parque Wolf, junto al lago de su mismo nombre. Hyde Park se caracterizaba por la riqueza de sus moradores y la envergadura de muchas de sus casas, erguidas junto a anchas calles arboladas, rodeadas de jardines, con amplios porches donde sus propietarios se sentaban con la higiénica intención de ver la puesta de sol. Había dinero en aquella parte de la ciudad y sus vecinos no se avergonzaban de mostrarlo. La proximidad y la influencia de la universidad habían creado un vecindario formado por las familias más cultas, las más adineradas, las más ostentosas, aquellas que formaban la pseudo-aristocracia en una república que había renegado de la nobleza con el advenimiento de una nueva época, pero que no perdía ocasión para crear otra aristocracia más apabullante que la europea: la que propiciaba el dinero.

     Nathan Leopold Jr. residía, junto con su padre, en el 4754 de la avenida South Greenwood, al sur del cementerio Oak Woods. Dueños de una inmensa fortuna, padre e hijo vivían en una enorme mansión donde la ausencia de la madre, fallecida cuando Nathan era un infante, había convertido el hogar en una residencia cómoda pero fría, masculina, colmada de las necesidades e inutilidades que proporciona el dinero, pero huérfana del aliento femenino y maternal que ni siquiera la más increíble fortuna puede comprar ni restituir. Había destacado desde su más tierna infancia como un niño prodigio, dotado de una inteligencia sobresaliente que lo había llevado, con solo dieciocho años, a licenciarse en Filosofía en la vecina Universidad de Chicago. Cuando el sangriento y absurdo suceso aconteció, en mayo de 1924, Nathan contaba con diecinueve años y cursaba Derecho; además, dominaba nueve idiomas y era un experto en botánica y ornitología. Sus enormes conocimientos sobre las aves lo habían llevado a presentar un artículo en la Convención Anual de la Sociedad Ornitológica Americana que había recibido los más entusiastas elogios.

       En el número 5017 de la avenida South Ellis, al norte de la residencia de los Leopold, vivía Richard Loeb, que contaba con dieciocho años en 1924. El joven, hijo de una familia pudiente, había destacado también por ser poseedor de una mente prodigiosa. Sin embargo, no había sabido o no había querido sacarle tanto partido ni con tanto éxito como su amigo Nathan. No obstante, matriculado en la universidad a la edad de catorce años, había conseguido licenciarse en Derecho a los diecisiete, convirtiéndose en el licenciado más joven de la Universidad de Chicago. Sin embargo, sus notas no fueron todo lo brillantes que cabía esperar de él. Era un ser algo apático y retraído, sabedor de su superioridad intelectual, pero inclinado a la holgazanería: la ley del mínimo esfuerzo era su código. Sin necesidad alguna de ejercer la profesión de abogado, Richard Loeb se matriculó en la facultad de Historia y se dedicó a haraganear por los edificios del campus convirtiéndose en un conocido jugador y en un irredento bebedor.

Ruta por el Chicago criminal de los años veinte

      La relación homosexual entre Richard Loeb y Nathan Leopold Jr., dentro de un ambiente profundamente puritano, era una provocación que los jóvenes mostraban con insolencia, sabedores de su superioridad intelectual. Las ideas del filósofo Nietzsche los encandilaron desde el primer momento: Nathan consideraba a su amante como una especie de Superhombre, alguien por encima del bien y del mal, ajeno a toda moral y ética. Una sociedad y un mundo donde los débiles tenían tantas ventajas (o más) que los fuertes, donde eran protegidos y cuidados… era una sociedad condenada a la desaparición. La naturaleza —como ya había mostrado y demostrado Darwin— carecía de ética y de moral: la ley del más fuerte era el código que hacía progresar y evolucionar a las especies. Y el ser humano —como promulgaba Nietzsche al trasladar las ideas evolucionistas de Darwin al campo de la filosofía— no podía estar al margen de esa ley natural que privilegiaba al más fuerte y no dudaba en eliminar al más débil.

          De aquí a la comisión de un asesinato había un corto trayecto que los dos amantes no tardaron en cruzar. Llevarían a cabo el crimen perfecto porque eran lo suficientemente inteligentes como para cometerlo y salir impunes, porque estaban por encima de todo y de todos, porque eran Superhombres.

         En la mañana del 21 de mayo de 1924 y tras asistir a las clases en la universidad, Nathan y Richard se presentaron a las once en una agencia de alquiler de coches, en la parte norte de la ciudad. Unos días antes el primero había abierto una cuenta en un banco con el nombre falso de Morton D. Ballard. La idea era utilizar dicha cuenta para ingresar el dinero del rescate que pensaban pedir. Eligieron un automóvil de color oscuro. Descendieron, de nuevo, hacia su barrio; pero antes se detuvieron para comprar una cuerda y una botella de salfumán. Es para un experimento en el laboratorio de clase, dijeron al dependiente de la farmacia. Si alguien hubiera mirado bajo la chaqueta de Richard, hubiese hallado un escoplo de sesenta centímetros de largo y casi cuatro kilos de peso.

      Estuvieron durante horas dando vueltas con el coche, buscando una posible víctima. Se aburrían. Pararon y compraron algo de comida que ingirieron mientras circulaban por las calles arboladas, bajo el sol y el calor de una radiante tarde primaveral. A las cinco de la tarde, cansados y desesperados, a punto de regresar al taller del norte y devolver el coche, descendieron por South Ellis y vieron que Bobby Franks caminaba hacia ellos. Tenía catorce años, vivía en la misma calle que Loeb y eran parientes lejanos. Se conocían. Los dos amantes no hablaron; intercambiaron miradas de complicidad y detuvieron el coche.

        Loeb saludó al muchacho y salió del vehículo. El aludido devolvió el saludo. Era un chico bien educado, algo tímido, recién ingresado en una pubertad de la que nunca saldría. Aficionado al deporte, Loeb lo tentó. ¿Quieres ver la raqueta nueva que me he comprado? Seguro que te gustará. Nathan, que permanecía al volante, le sonrió. Bobby observó el coche. Supuso que el señor Leopold se lo había comprado a su hijo. Podían permitirse caprichos de esas dimensiones e incluso mayores. Todos se conocían en el barrio. Bobby afirmó estar encantado y su primo lo invitó a subir al automóvil. El muchacho se sentó junto a Nathan y Loeb ocupó el asiento trasero. El vehículo arrancó y rodó hacia la vivienda de Loeb. Entretuvieron a Bobby hablando de intranscendencias para que no se diese cuenta de que habían sobrepasado la residencia de Richard Loeb. Cuando se percató de que el coche seguía rumbo al sur, no tuvo tiempo de reaccionar. Desde el asiento trasero Loeb le tapó la boca con su mano izquierda y le golpeó con la derecha en la cabeza. El sonido del cráneo al fracturarse resonó en el automóvil y la sangre salpicó la ventanilla, ensució el techo y la manilla de la puerta a la que Bobby intentó asirse pero que no llegó a atrapar. Loeb golpeó de nuevo: el muchacho parecía no admitir que ya estaba muerto, que la parca había cortado el tenue hilo que lo sostenía. El escoplo se hundió una segunda vez en la cabeza del joven y en esta ocasión la sangre brotó hacia la izquierda y ensució la camisa de Nathan, quien aceleró para alejarse cuanto antes de las calles transitadas. Con el vaivén del coche el cuerpo de Bobby cedió y se inclinó hacia la izquierda. Unas gotas mancharon el pantalón del conductor y sus zapatos. El vehículo, lejos de detener su marcha, aceleró más, espoleado por el nerviosismo al constatar que el crimen se había realizado. Loeb enderezó al moribundo y golpeó dos veces más: era la saña del poderoso, el abuso del Superhombre que festeja su victoria y se regocija aplastando sin miramientos al pobre insecto que, desde el primer pisotón, ya estaba muerto.

   

Chicago', de Carl Sandburg (1878 – 1967)

  Bordearon el cementerio Oak Woods y más al sur encontraron un descampado donde detuvieron el vehículo. El cuerpo de Bobby, sentado, rebullía bajo los espasmos nerviosos; un tenue gemido brotaba de los labios del niño, como si la vida no se resignase a abandonar a aquel joven cuyo único delito había sido estar en el peor momento en el lugar equivocado. Loeb salió del coche, abrió la portezuela e introdujo un calcetín en la boca del moribundo. ¿De dónde había salido aquella prenda? No quedó claro en el juicio. Cabe suponer que el asesino la había cogido de su dormitorio antes de salir de casa.