En
su decimoquinta novela, Ian McEwan nos invita a un mundo alternativo donde
humanos y androides comparten vicios y virtudes.
HOMBRES Y MÁQUINAS
Tras el tour
de force que supuso Cáscara de nuez
(2016), donde Ian McEwan (Reino Unido, 1948) rizaba el rizo al utilizar como
narrador a un feto que nos relataba todo lo que escuchaba desde el interior del
vientre de su madre, el escritor británico nos propone una novela de estilo más
clásico, de narración lineal y sin triples saltos mortales; pero donde esta
sencillez formal no va en detrimento de una profundidad de ideas. Máquinas como yo es la crónica de
Charlie y de su nueva adquisición: Adán, uno de los primeros seres humanos
sintéticos; es decir, un androide que puede pasar perfectamente por un ser
humano, como sucede en un gracioso momento de la novela. No es nada nuevo, ni
en la literatura ni en la vida: desde los autómatas del siglo XVIII hasta los
replicantes de Philip K. Dirk (y Riddley Scott), el ser humano ha invertido
parte de su tiempo y de su conocimiento en la creación de máquinas semejantes a
nosotros, capaces de emularnos en lo mejor y en lo peor.
Como McEwan es un autor al que le gusta el
juego, no puede contenerse e inventa una
realidad paralela: Alan Turning, el genio matemático que descifró Enigma durante la II Guerra Mundial, no
se ha suicidado en 1954 y sus avances en el campo de los logaritmos han
adelantado nuestro mundo del siglo XXI hasta el primer lustro de la década de
1980, donde ya existen teléfonos móviles, ordenadores con conexión a Internet y
todos los avances tecnológicos de los que gozamos (o sufrimos) ahora. Además,
se toma la libertad de narrarnos la derrota del Reino Unido en la guerra de las
Malvinas y, como consecuencia de ello, la derrota electoral de Margaret
Thatcher. ¿Una distopía? No exactamente. Más bien un tiempo alternativo, una
realidad que no existió, pero que pudo existir. Dados unos hechos históricos,
privilegio del novelista es inventar unos nuevos o, al menos, reinventar los
viejos o reubicarlos en otro lugar o en otro tiempo.
Sin embargo, Máquinas como yo no llega a la altura de Amsterdam (1998), ni a la de ese prodigio que es Expiación (2001) que es, para quien esto
firma, una de las mejores novelas de los últimos 25 años; pero es bastante
superior a otras propuestas como Amor
perdurable (1997) o La ley del menor
(2014). Y ello es así porque, Máquinas
como yo nos parece una novela descompensada, con errores de equilibrio,
como si el propio autor se hubiera cansado de su historia: se muestra lento e
incluso bastante reiterativo en algunos momentos del relato, sorprendiendo con
un final rapidísimo y sintetizado que se acelera en las últimas veinte páginas
tras más de trescientas de pormenorizada y puntillosa narración.
En Máquinas
como yo, asistimos a la relación compleja que surge entre Adán, Charlie y
Miranda, la joven novia de este último, de la que terminará enamorándose el
androide. Este es el punto de partida. A partir de ahí, McEwan acumula otros
temas que dotan de mayor enjundia el argumento: una violación (o quizá dos),
un intento de adopción, una mentira que significará un nuevo giro en la trama. Todo ello sin eludir las preguntas que
nuestro mundo continúa haciéndose: ¿hasta dónde llega el límite entre la verdad
y la mentira?, ¿puede la verdad ser un arma peligrosa, y la mentira un
bálsamo?, ¿qué marca la diferencia entre un hombre y una máquina?, ¿la bondad
de un fin justifica el uso de medios deleznables?, ¿qué nos define como seres
humanos?
Máquinas como yo, Ian McEwan,
Editorial Anagrama, Barcelona, 2019. 355 páginas.