EL TEATRO DURANTE EL FRANQUISMO (II)
1. El
teatro heredado
¿Qué teatro encontraron los jóvenes
dramaturgos que, tras la contienda civil, pretendieron escribir y estrenar sus
obras?
En primer lugar, la denominada Alta comedia, cuyo máximo exponente fue el prolífico Jacinto
Benavente, que estrenó 172 piezas. Su primera comedia data de 1894 y la última
de 1954, el año de su muerte, por lo que no sería exagerado afirmar que dominó
los escenarios españoles durante toda la primera mitad del siglo XX. Se ha comparado
con Alfonso Paso no solo por su capacidad creadora, sino porque de un modo u
otro (positiva o negativamente; siguiendo su estela o atacando su dramaturgia)
condicionaron el teatro español de su época. Tuvo infinidad de continuadores,
como Manuel Linares Rivas y Gregorio Martínez Sierra, en la primera mitad del
siglo; Felipe Sassone o Julia Maura, en la postguerra, aunque también podríamos
incluir aquí a Joaquín Calvo Sotelo, José María Pemán o Juan Ignacio Luca de
Tena. Benavente centró muchas de sus obras en la descripción de una clase
social aristocrática o de alta burguesía, de quien mostraba los vicios y las
virtudes bajo el aspecto de una lección de moralidad y blanda recriminación,
como sucedía en La noche del sábado o
La comida de las fieras.
Otro subgénero dramático lo hallamos en el Teatro poético, bastante popular en las
primeras décadas del siglo XX. El Franquismo inmediatamente posterior a la contienda
civil intentó resucitarlo. Sin embargo, el fracaso fue clamoroso: consistía en
un género que, desde sus inicios, ya resultó caduco pues es continuador de una
línea que se remonta al teatro lopesco, pasa por el romántico y acaba en la
afectación modernista. Lo malo es que en el siglo XX lo que en Lope era
naturalidad e innovación (con respecto a sus antecedentes del siglo XVI), lo
que en los románticos fue furia y afán de ruptura con los corsés neoclásicos,
en los cultivadores de este teatro poético del siglo XX es a menudo pose vacua
y pretenciosa. Los ya veteranos Francisco Villaespesa y Eduardo Marquina,
figuras destacadas del Modernismo, serían los dramaturgos más relevantes de
este tipo de teatro que, en palabras de Brown: «Son imitaciones de las
imitaciones románticas de las obras históricas de los Siglos de Oro» (1993:
201).
A estos Siglos de Oro se miró, en la inmediata postguerra
nacional, en busca de un pasado esplendoroso e imperialista. De modo que la
recuperación de este Teatro poético pronto se conjugó con la creación de un
teatro ideológico-político donde prevalecieran la exaltación patriótica y la
defensa de unos ideales, provenientes de la época renacentista y barroca, que
reforzaran la política del gobierno surgido tras la Victoria. «Pretendieron
eliminar el teatro burgués, de tema privado y más o menos frívolo,
sustituyéndolo por un teatro popular-nacional de vagos contornos e imposible
realización, un teatro que aglutinara al pueblo y representara “la liturgia del
Imperio”» (García Ruiz, 2003: 17). Y, de este modo, se rescataron obras de José
María Pemán escenificadas en los años previos a la Guerra Civil, como El divino
impaciente
y Cisneros, y estrenaron otras como La santa virreina (1939). Desde luego,
la creación de los Teatros Nacionales (Teatro Español y María Guerrero, ambos
en 1940; como ya mencionamos en el anterior artículo) también sirvió para
rescatar clásicos áureos a los que se pretendió insuflar alientos
ultranacionalistas que, a poco que se escarbara, no estaban en los textos
originales. No hubo que esperar muchos años para advertir que la recuperación
de este teatro de cartón piedra y verso hueco, y a menudo ripioso, era
imposible entre un público que llenaba las plateas en busca de entretenimiento,
no de soflamas ideológicas y panfletos políticos. La ideología del Régimen, por
tanto, tuvo que buscar otro canal por donde mostrar su mensaje de un modo menos
explícito.
Otro subgénero más importante y de mayor calado entre público
y escritores lo encontramos en la Comedia
costumbrista o Sainete. Unido en
los escenarios al llamado Género Chico —el sainete en un acto con diálogo y
cantables—, la Comedia
costumbrista había alcanzado una gran popularidad en los albores del siglo XX.
Obras como La Gran Vía o La verbena de la Paloma , ambas de 1886,
habían contribuido a dotar de fama este género híbrido. Sin embargo, fue el
alicantino Carlos Arniches, secundado por los hermanos Álvarez Quintero,
Antonio Paso y otros, quien dotó al Sainete de una madurez y una dignidad de la
que carecía hasta el momento.
El éxito y la fama de Carlos Arniches —uno de los pocos
comediógrafos que alcanzó el beneplácito tanto de público como de crítica— se
extendieron durante buena parte del siglo XX. Su influencia fue evidente no solo
antes de la Guerra Civil sino también durante la postguerra —llegando hasta
obras tan próximas como, por ejemplo, Bajarse
al moro, de Alonso de Santos, y algunas comedias escritas por Rafael
Mendizábal y Santiago Moncada en los años ochenta y noventa—. No creemos que
sea exagerado afirmar que su concepción del Sainete y de la Comedia de
costumbres será secundada por la mayoría de los autores españoles del siglo XX,
incluso por Antonio Buero Vallejo, en Hoy
es fiesta.
Llegados a este punto, no sería descabellado admitir que gran
parte del teatro español estrenado durante el Franquismo surgió de la conjunción
de la arriba descrita Alta comedia (o comedia burguesa) con la Comedia costumbrista.
Autores con la fineza y la sutilidad de Víctor Ruiz Iriarte, José López Rubio y
Alfonso Paso, por ejemplo, crearon una simbiosis entre estos dos subgéneros
para llevar a los escenarios unas obras elegantes y dignas que no olvidaron sus
orígenes sainetescos y, por tanto, emanaron frescura y cierta actitud más o
menos crítica (hasta donde la censura les permitía, por supuesto). Pensamos en
títulos como El landó de seis caballos
y principalmente Juego de niños de
Víctor Ruiz de Iriarte; la excelente La
venda en los ojos y Una madeja de
lana azul celeste de José López Rubio; la premiada Los pobrecitos y No hay
novedad, doña Adela de Alfonso Paso, por citar un par de obras relevantes
de cada uno de estos comediógrafos.
Hubo también un Teatro
experimental, pero circunscrito a circuitos minoritarios y a salas
denominadas de Arte y Ensayo[1].
A poco que recordemos las estadísticas que reflejamos en el anterior artículo, debemos
convenir que el Teatro experimental estaba condenado al fracaso antes de
iniciar su andadura. Y así fue. A pesar del empeño, primero, de los autores noventayochistas
(Miguel de Unamuno, Azorín, Ramón Mª del Valle-Inclán), novecentistas más tarde
(Ramón Gómez de la Serna ,
Jacinto Grau) y finalmente de los jóvenes líricos del veintisiete (Federico
García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández), estrenar (o intentarlo, al
menos) Teatro experimental fue como estrellarse de cabeza contra un muro.
Con semejantes mimbres sociales, las tentativas de innovación
—en lo concerniente a la temática, la dirección, la interpretación o el lenguaje—fracasaron.
Se puede buscar una excusa aludiendo a que los autores no estaban preparados;
sin embargo, es más sincero recordar que la mucha insistencia ha provocado
siempre el efecto contrario. Las pretensiones intelectuales de Miguel de
Unamuno o de Azorín, las filigranas técnicas y lingüísticas de Ramón del
Valle-Inclán difícilmente podían ser digeridas por un público saturado de
folklore, zarzuelas, sainetes o comedias costumbristas. El esfuerzo que
requería la comprensión y seguimiento de obras como El señor de Pigmalión, de Jacinto Grau, o Los medios seres, de Ramón Gómez de la Serna, era como pedir peras
al olmo en una España anclada culturalmente en el siglo anterior.
Tampoco, en plena ebullición política de los años treinta,
estaba el espectador para la lírica sensible y simbólica de Federico García
Lorca y sus coetáneos. Así, todo posible avance se topó con la vulgaridad de un
público poco o nada preparado. La mísera y apocada (o victoriosa, según el lado
desde donde se mirase) España de la postguerra tampoco estaba para experimentos
escénicos: emulando a la antigua Roma, los estómagos vacíos se llenaban, a
falta de pan, de circo (o de tonadilleras o de rapsodas dedicados a cantar los
parabienes del nuevo régimen político o de insignificantes triunfos
futbolísticos maquillados como grandiosos).
Se quejan los críticos de que el teatro no diera un golpe en
la mesa, no intentara imitar las nuevas tendencias procedentes de Italia (con
un Luigi Pirandello que debía bastante a la Niebla unamuniana, por cierto), de Inglaterra
(con George Bernard Shaw removiendo las conciencias de la sociedad bienpensante
inglesa con comedias sobre la prostitución o la santidad), de Alemania (con
Bertolt Brecht inventándose un nuevo modelo teatral con la pretensión de romper
el “contrato ficcional” entre público y obra), de Francia (con Antonin Artaud y
su teatro de la crueldad). ¿Pero qué se podía esperar de una sociedad, la
española, anclada todavía en el modo de vida y de pensamiento del siglo
anterior? Por otra parte, tal vez hubiera que buscar ese revulsivo no en el
teatro ortodoxo que Gerarld Brown analiza y describe (y con él el resto de
historiadores de la literatura), sino en unos géneros teatrales repletos de
vitalidad y de desvergüenza: la
Zarzuela y el Género chico.
Únicamente la figura de Alejandro Casona (La sirena varada, 1934; Otra vez el Diablo, 1935; y Nuestra Natacha, 1936) tuvo en su mano
ese nuevo empujón en el espectador para ascender otro nuevo peldaño. «Con
Jardiel Poncela y Federico García Lorca formó Casona, en 1936, el triunvirato
de los más afortunados autores teatrales de España, de los que se esperaba la
renovación total del teatro español, harto desnutrido y arrugado por aquella
época» (García Ruiz, 2003: 9).
El estallido de la Guerra
Civil y el exilio del dramaturgo —junto a otros muchos
autores— imposibilitaron y, al tiempo, generaron un amplio debate de lo que
pudo ser y no fue, y nunca sabremos si hubiera podido llegar a ser.
Lo más parecido al Teatro Experimental lo hallamos en el Teatro del humor absurdo.
La risa siempre ha sido el arma más peligrosa de la que ha
dispuesto la humanidad: tiranos y dictadores la han perseguido porque han visto
en ella un modo de agrietar el statu quo
imperante. Y desde la risa llegaron a la escena nacional los primeros intentos
serios de renovación. Aunque la guerra ralentizó este empuje, la búsqueda de la
carcajada se hizo más necesaria durante y tras la contienda. De modo que, en
este aspecto, se puede afirmar que sí hubo una cierta continuidad tras el
paréntesis bélico.
La principal figura de este subgénero teatral fue Enrique
Jardiel Poncela que estrenó su primera obra en 1927, Una noche de primavera sin sueño. El comediógrafo madrileño alternó
la producción teatral con la novelística y la colaboración en periódicos y
revistas. El contacto con corrientes y autores extranjeros —no hay que olvidar
que fue contratado, junto a José López Rubio y Gregorio Martínez Sierra, por la
productora cinematográfica Fox como guionista cinematográfico para las versiones
españolas de las películas, por lo que los tres vivieron una temporada en
Hollywood— lo llevó a estar en contacto con los renovadores del humor (Charles
Chaplin, los hermanos Marx, Buster Keaton, Harold Lloyd, etc.)—. Aunque su
producción teatral no fue muy extensa, pues solo llegó a estrenar veinticuatro
piezas (desde 1927 hasta 1949), no hay duda de que cambió la manera de escribir
y de contemplar el teatro en España. Ninguneado en ocasiones por la crítica y
el público, la perspectiva que el tiempo nos otorga lo convierte en el autor
más interesante de la primera mitad del siglo XX.
Sabedor de que el humor era el único modo de llegar hasta el
público y modificar su gusto, Enrique Jardiel Poncela lo intentó a través de
todos los subgéneros de la época: parodió el sainete en la farsa El cadáver del señor García (1930);
concibió un nuevo tipo de comedia burguesa donde la “inmoralidad” era su
tarjeta de visita, tal es el caso de Usted
tiene ojos de mujer fatal (1932); se burló de los melodramas realistas y
tardo-románticos de José de Echegaray y sus imitadores del teatro poético en Angelina o el honor de un brigadier
(1934) y Madre (El drama padre)
(1941); hizo, tras la contienda, su contribución a la comedia detectivesca en Los ladrones somos gente honrada (1941),
Los habitantes de la casa deshabitada
(1942) y Las siete vidas del gato (1943).
No obstante, la gran aportación teatral de Enrique Jardiel Poncela se halla en
el grupo formado por Cuatro corazones con
freno y marcha atrás (1936), Un
marido de ida y vuelta (1939) y Eloísa
está debajo de un almendro (1940) que fueron, también, sus mayores éxitos
de público y crítica.
2. El teatro durante el Franquismo: el lustro fundacional (1949-1953).
El fin de la guerra no supone
para el teatro una ruptura semejante a la producida, por ejemplo, en la novela.
La causa se halla en que, en realidad, se trata de una prolongación de la
dramaturgia tradicional, de corte decimonónico, anterior, solo muy alterada
durante la República
y, sobre todo, la guerra. El signo más evidente de esa continuidad es la
presencia de Jacinto Benavente. (Sanz Villanueva, 1991: 207)
¿Pero qué otra cosa se podía pedir a un
país que había dejado atrás una guerra fratricida y que entraba ahora en lo que
aquel personaje de Fernando Fernán-Gómez llamó la Victoria : «Pero no ha
llegado la paz, Luisito; ha llegado la Victoria.»?
Muchas cosas cambian
dramáticamente en España en 1939, pero el teatro, a mi juicio, no es una de
ellas. Casi todo sigue bastante igual en términos estructurales. Me parece que
los años cuarenta son una década de liquidación de géneros, una etapa de
derribo que se consuma hacia 1950, momento en que cuajan los cambios que
tendrían que haber acaecido diez años antes. Para el teatro español en su
conjunto es una década de retraso, de superabundancia y de confusión.
[…] Entre 1939 y 1945 el rasgo
más caracterizador es el imperio de lo consabido, lo viejo y lo tópico, clavo
ardiente al que se agarra el público adocenado o desorientado, en forma de
comedia andaluza, drama rural, comedia sentimental, melodrama, sainete. (García
Ruiz, 2003: 15)
No obstante, a partir de 1945 y hasta el final de la década,
se producen unos cambios significativos por cuanto auguran una desviación en
los derroteros de la escena española:
a) Desaparecen los dramaturgos que habían ejercido su
influencia y magisterio en las primeras décadas del siglo (Eduardo Marquina,
Carlos Arniches, los hermanos Álvarez Quintero, Jacinto Benavente).
b) Se crea el Grupo de Teatro “Arte Nuevo”, formado por
Medardo Fraile, Alfonso Sastre, José Gordón, Enrique Cerro, Carlos José Costas,
Alfonso Paso, José Franco y José María Palacio, que estrenarán más de una
docena de obras en un acto entre 1946 y 1948, en el empeño, ingenuo pero
meritorio, de remover la conciencia y el gusto del espectador y, por tanto,
renovar el teatro gris de la época.
c) La creación de los Teatros Nacionales, de los que ya
hablamos pormenorizadamente en el artículo anterior.
Sin embargo, el hecho más significativo tuvo lugar en el
lustro de 1949 y 1953. El estreno de Historia
de una escalera (1949), de Antonio Buero Vallejo, ha sido considerado como
el principal cambio de rumbo y revulsivo del teatro español del Franquismo. A
este estreno habría que añadir el de un puñado de obras extranjeras que,
traducidas y adaptadas, contribuyeron a reforzar el nuevo empuje y cambio de
rumbo de la dramaturgia nacional: La
herida del tiempo y Llama un
inspector, de J. B. Priestley; La
muerte de un viajante, de Arthur Miller[2];
La Plaza de Berkeley, de J. L.
Balderston y J. C. Squire; Cocktail Party,
de T. S. Eliot; El cuarto de estar,
de Graham Greene; Diálogos de carmelitas,
de George Bernanos[3]; y Nuestra ciudad, de Thornton Wilder.
En el ámbito rigurosamente español, al estreno de Buero
Vallejo habría que sumar el de dos piezas que marcarían el desarrollo del
teatro del siglo XX y que servirían para consagrar a los otros dos autores
españoles que, junto con Buero Vallejo, trazarían el camino posterior del
teatro español hasta los años 70: Alfonso Sastre y su Escuadra hacia la muerte; y Alfonso Paso con Una bomba llamada Abelardo, ambas estrenadas en 1953 por la misma
compañía teatral, el Teatro Popular Universitario, bajo la dirección de Gustavo
Pérez Puig, y en las que intervinieron los todavía incipientes actores Adolfo
Marsillach, Agustín González, Juanjo Menéndez, Manuel Aleixandre y Fernando
Guillén.
3. Antonio Buero Vallejo.
Antonio Buero Valllejo nació en Guadalajara en 1916 y
falleció en Madrid en 2000. Al terminar la Guerra Civil fue condenado a muerte
y, posteriormente, indultado; de todas formas, pasó algunos años en la cárcel
donde coincidió con Miguel Hernández. El dibujo que el comediógrafo realizó del
poeta ha pasado a la posteridad al ser una de las últimas imágnes que se
conservan del famoso oriolano. Buero Vallejo, que había sido estudiante de
Bellas Artes y había vivido intensamente la actividad cultural de Madrid de la
II República, obtuvo un enorme éxito con el estreno de Historia de una escalera, en 1949, con la que consiguió el premio
Lope de Vega. Esta obra marcó un nuevo rumbo en el teatro contemporáneo. Sus
siguientes estrenos, casi siempre triunfales, lo convierten en el dramaturgo
más importante de nuestra escena. No obstante, no fue un autor prolífico como
alguno de sus contemporáneos. Estas fueron las piezas que alumbró:
Historia de
una escalera, 1949.
Las palabras
en la arena, 1949. (Un acto)
En la
ardiente oscuridad, 1950.
La tejedora
de sueños,
1952.
La señal que
se espera,
1952.
Casi un
cuento de hadas, 1953.
Madrugada, 1953.
Irene o el
tesoro,
1954.
El terror inmóvil, sin estrenar. Publicada en
1954.
Hoy es
fiesta,
1956.
Las cartas
boca abajo,
1957.
Un soñador
para un pueblo, 1958.
Las Meninas, 1960.
El concierto
de San Ovidio, 1962.
Aventura en
lo gris,
1963.
|
El tragaluz, 1967.
La doble
historia del doctor Valmy, 1968.
Mito, sin estrenar. Publicada
1968.
El sueño de
la razón,
1970.
Llegada de
los dioses,
1971.
La Fundación, 1974.
La
detonación,
1977.
Años
difíciles,
sin estrenar. Publicada en 1977.
Jueces en la
noche,
1979.
Caimán, 1981.
Diálogo
secreto,
1984.
Lázaro en el
laberinto,
1986.
Música
cercana,
1989.
Las trampas
del azar,
1994.
Misión al
pueblo desierto, 1999.
|
Nos parece redundante glosar los comentarios que a lo largo
de los años se han vertido sobre la obra de Buero Vallejo. Por ese motivo nos
limitamos a copiar las palabras de Farris Anderson con las que comenzaba la
edición crítica de dos obras de Alfonso Sastre (Sastre, 1987: 8-10). Son estas
unas consideraciones que suscribimos y que definen muy bien el trabajo de
nuestro dramaturgo dentro de su contexto histórico.
Alfonso
Paso, Antonio Buero Vallejo y Alfonso Sastre son los principales dramaturgos
españoles de la postguerra. […] Paso, Buero y Sastre representan aspectos muy
distintos de la experiencia del teatro en España después de la Guerra Civil,
pero también se complementan. Cada uno ha hecho una aportación esencial, y cada
uno es, dentro de los límites de lo que se ha propuesto ser, el escritor más
destacado del teatro español contemporáneo.
El
lugar destacado que tiene Buero dentro del panorama teatral español
contemporáneo se debe fundamentalmente al hecho de ser Buero el único
dramaturgo de esta época que ha conseguido cierto éxito de público con un
teatro que hace pensar y que tiene dignidad artística. Ni el grado de éxito
comercial, ni el número de estrenos, ni el número de obras escritas por Buero
se aproximan a los de Alfonso Paso. Pero Buero nunca ha pretendido producir
obras teatrales con la facilidad mecánica y la frecuencia asombrosa de su
colega. Escribe despacio, a veces penosamente, como él mismo reconoce. […]
El
hecho de que Buero haya podido estrenar con pocos impedimentos oficiales
significa, con toda evidencia, que ideológicamente ha quedado dentro de los
límites permitidos, o que ha consentido modificaciones en sus obras cuando eran
indispensables para que estas alcanzaran el escenario. Su éxito de público
significa una disposición —y una capacidad— para presentar formas, caracteres y
sugerencias ideológicas aceptables al público español. […]
Buero
ha encontrado un digno teatro “posible”, que es el que corresponde a su
talento, temperamento y aspiraciones.
4. Polémica a tres bandas: el posibilismo, el imposibilismo y el pacto.
El estreno, en enero de 1960, de La boda de la chica, de Alfonso Paso, y las críticas que generó por
parte de un grupo de escritores encabezados por José Monleón, desató en la
revista teatral Primer Acto una
discusión a tres bandas entre Antonio Buero Vallejo, Alfonso Sastre y Alfonso
Paso. Esta polémica tenía su origen en un artículo de Alfonso Paso —«Traición»—
aparecido también en la misma revista en 1957 y cuyos postulados fueron
retomados por Alfonso Sastre y Antonio Buero Vallejo para lanzar su discusión
en torno al posibilismo o imposibilismo de la obra teatral.
Dos artículos firmados por Alfonso Paso: «Traición» (nov.-dic.
1957) y «Los obstáculos del pacto» (feb. 1960) fueron el detonante de la citada
polémica.
Tras los exitosos estrenos —tanto de público como de crítica—
de Mónica, 48 horas de felicidad, Lo
siento, señor García y Los pobrecitos,
Alfonso Paso estaba ya, antes de noviembre de 1957 —cuando apareció el artículo
«Traición»— convenientemente instalado en el circuito comercial. No es de
extrañar que algunas voces le recordaran sus orígenes —en el grupo Arte Nuevo—
y sus intenciones de “transformar, revolucionar” el teatro español. El artículo
«Traición» es, por tanto, un intento de justificación de un autor teatral que,
en apariencia, ha renegado de sus primeras intenciones y se ha sumado al tren
del teatro comercial y acomodado.
Para justificar el desapego a las ideas literariamente
“revolucionarias” —que no abandonará su amigo Alfonso Sastre, por ejemplo—,
Alfonso Paso arguye que no se puede ser revolucionario si no se es efectivo, es
decir, si no se estrena. Y para estrenar, el autor ha de acudir a un PACTO.
Esta es la palabra clave, el vocablo fetiche que Alfonso Paso va a esgrimir
—andando los años— como defensa ante los ataques de una crítica cada vez más en
desacuerdo con sus obras.
Resumiendo: una revolución
teatral no puede jamás hacerla un solo autor. Una revolución no puede lograrla
—en la mayoría de los casos— la juventud desde sus puestos. Un revolucionario
en el sentido de la palabra no es nunca un autor que rompe violenta y
totalmente con la tradición.
En consecuencia, ¿hasta qué
punto se traiciona un autor joven que al incorporarse al teatro profesional
acepta algunas de las fórmulas vigentes en ese teatro?
O se “pacta” —esto es: se hacen concesiones que permitan el
estreno de la obra— o se “grita” —y, por tanto, se deja de estrenar—. ¿Cómo
realizar una revolución teatral sin estrenos teatrales? Alfonso Paso defiende
un pacto en el que, paulatinamente, vaya sembrándose la semilla de esa
revolución teatral.
Una vez hecha la primera comedia
con concesiones, advertimos que nuestro resuelto fondo revolucionario ha ganado
muchos puntos porque hemos entrado en el camino de la efectividad. Las empresas
leen nuestra producción, estrenamos, vamos hacia adelante y en cada obra
añadimos un grano más de
cal y restamos dos de arena. Esto en un futuro próximo equivale a hacer con
eficacia el teatro revolucionario que se había ambicionado con posibilidades de
estreno.
Alfonso Paso justifica la existencia del pacto recordando que
el público está formado por una extraña mezcolanza social.
Si a esta clase media —casi
siempre culta, ávida de conocimientos, sagaz y entendedora— se mezcla una clase
advenediza, compuesta por gentes sin escrúpulos, enriquecida en el negocio
oscuro y educada en el más puro y negro de los egoísmos, el cataclismo es seguro.
La solución pasa por un pacto entre autor y espectador que
propicie la asistencia de este último al teatro.
Frente a este público pelea el
autor joven. Él escribe, el público paga. Su grito de rebeldía no hará venir
más espectadores al teatro; por el contrario, los alejará.
[…] ¿Y si
logramos que ingrese dinero en taquilla? ¿Y si autores jóvenes y
revolucionarios imaginan un final, un acto, unas escenas que satisfacen a ese
público más torpe, y traga finalmente el anzuelo, y acude al teatro, y vuelve a
ir cuando lo que el autor ofrezca sea absolutamente suyo y sincero?
[…] ¿Y si el
autor joven —y revolucionario—, como ya he dicho, entre dos piezas con ciertas
condiciones de índole comercial, placenteras al empresario y al público más
inferior, logra introducir una obra de auténtico teatro puro y nuestro?
Díganme, al final de cuentas,
¿quién se ha traicionado: este o el energúmeno implacable? ¿Quién ha
traicionado a la juventud realmente y al teatro de nuestro tiempo? ¿Quién es
más eficaz?
Evidentemente, Alfonso Paso va a predicar con el ejemplo y
así, en el periodo 1958-1960 su producción va a alternar la cal con la arena.
Obras de cierto contenido social como Catalina
no es formal, Juicio contra un
sinvergüenza, No hay novedad, doña
Adela y Cena de matrimonios,
alternarán con otras comedias que únicamente buscan el favor del público y el
éxito de taquilla: Usted puede ser un
asesino, Adiós, Mimí Pompón y Receta para un crimen, por citar solo
algunas.
Las cuestiones expuestas en el artículo «Traición» —el PACTO
y la necesidad de la alternancia de temas (“añadimos un grano más de cal y
restamos dos de arena”)— serán aparcadas durante dos años. La producción de
Alfonso Paso y los éxitos que siguen, en cierta medida, su propia propuesta se
muestran como la prueba más tangible de que el autor tiene razón y de que una
alternancia de obras más o menos comprometidas con otras que no lo son tanto es
posible. Al menos durante estos años…
La caja de los truenos, si se nos permite la hipérbole, se
destapa en febrero de 1960 cuando, en el número 12 de Primer Acto, Alfonso Paso firma un artículo con el revelador título
de «Los obstáculos del pacto». El texto se presenta distribuido en cuatro
apartados: “Límites del pacto”, “Época de compromiso”, “Los equilibrados” y
“Vieja historia”.
Alfonso Paso echa mano de sus propios éxitos —Juicio contra un sinvergüenza y Cena de matrimonios— como muestra de que
el pacto que proclama y defiende es posible, pues hallamos junto a elementos
accesorios otros conceptos más serios “contra los tópicos, falsedades y
convencionalismos de mi época”. Es decir, que el comediógrafo es un autor
eficaz. Sin embargo, surge la pregunta: “¿Hasta qué límite puede llegar el
pacto?... ¿Cuándo dejamos de ser nosotros mismos —con nuestras ideas y nuestros
propósitos— por querer llegar al ánimo de todos?”.
La solución que propone Alfonso Paso es variada. Por un lado,
cabe la posibilidad de alternar obras “con posibilidades comerciales” con otras
“de porvenir económico incierto” que versarán sobre “los problemas que nos
afectan en cuanto a comunidad, las encrucijadas de nuestro momento, una conciencia
de la época en que vivimos”. Por otro lado, el autor puede alternar, dentro de
una misma obra, lo que él denomina “partes duras y blandas”.
Una de las actitudes, mantenida
(que yo sepa) por Antonio Buero Vallejo, cristaliza, especialmente, en una
crítica del “imposibilismo” en el Teatro. La otra, cuyo mantenedor en estas
mismas páginas es Alfonso Paso, apunta a la recomendación de firmar el pacto
social que posibilita el trabajo.
¿De dónde saca Alfonso Sastre que Buero Vallejo mantiene una
crítica al imposibilismo? Berta Muñoz Cáliz (2005) demuestra que el nombre de
Buero había sido introducido por Alfonso Sastre sin ningún motivo, pues el
dramaturgo no se había pronunciado sobre este particular.
Alfonso Sastre va a oponerse a ambas posiciones, que resume
del siguiente modo:
Antonio Buero Vallejo
|
Alfonso Paso
|
1º.
En España se está escribiendo, deliberadamente, un teatro cuyo estreno es
imposible, ya sea por razones privadas (empresas) o de tipo oficial.
2º.
Los autores del teatro imposible pretenden con ello atraer sobre su trabajo
la atención de determinados círculos; pues no es de suponer que se trate,
sencillamente, de autores-suicidas.
3º.
El último objetivo de estas posturas puede ser el lanzamiento de ese teatro
en el extranjero.
4º.
Estas posturas “imposibilistas” son dolorosamente estériles.
5º.
Es preciso hacer un teatro posible en España, aunque para ello sea preciso
realizar ciertos sacrificios que se derivan de la necesidad de acomodarse de
algún modo a la estructura de las dificultades que se oponen a nuestro
trabajo.
|
1º.
La vida del teatro español se rige por un pacto de intereses establecidos.
2º.
Sólo suscribiendo este pacto es posible la acción profesional, en la que
reside toda eficacia.
3º.
El rechazo del pacto conduce irremediablemente a la inoperancia social, a la
esterilidad.
4º.
Una vez suscrito tal pacto es posible la traición a sus cláusulas y, en suma,
la acción progresiva.
|
Alfonso Sastre desmonta el concepto de imposibilismo arguyendo que hay un teatro momentáneamente imposibilitado que, con el tiempo, puede
llegar a ser posible, es decir, a estrenarse.
En cuanto a la propuesta de Alfonso Paso, Alfonso Sastre
insiste en que “es posible actuar profesionalmente sin suscribir el pacto. Lo
que no es posible es alojarse cómodamente en la profesionalidad”. Según Alfonso
Sastre, cuando un autor se profesionaliza y estrena varias obras en el circuito
comercial está anulando la eficacia de ese pacto. Podría hacerlo en circuitos
más incómodos (de Arte y Ensayo, por ejemplo) y, desde luego, de menor rango
económico. Si opta por el circuito profesional es porque busca una ganancia
económica que, de otro modo, no obtendría.
Alfonso Paso no respondió al envite de su amigo e,
imaginamos, prefirió contestar escribiendo y estrenando comedias.
Sin embargo, Antonio Buero Vallejo sí contestó en el artículo
«Obligada precisión acerca del imposibilismo», aparecido en Primer Acto (agosto 1966, n. 15). La
discusión se zanjó en un segundo artículo de Alfonso Sastre, «A modo de
respuesta», aparecido en Primer Acto
(octubre 1960, n. 16), que no obtuvo contestación ni de Alfonso Paso
—desplazado ya de la cuestión— ni de Antonio Buero Vallejo.
Santos Sanz Villanueva (1991: 257) concluye:
Sastre termina por afirmar que “la
postura posibilista pueda ser el caldo de cultivo en que se desarrollen enmascaradas
actitudes conformistas”. El imposibilismo predicado por Sastre se convirtió,
por lo que se refiere a su propia obra, en una imposibilidad real de llegar a
los escenarios.
Basta con echar una somera mirada a los estrenos de ambos
dramaturgos durante este periodo. Mientras Antonio Buero Vallejo estrena casi
todas sus obras —salvo contadas excepciones—, Alfonso Sastre apenas estrena sus
piezas, pues son prohibidas por la censura.
Analizada la polémica y las posiciones de los tres
dramaturgos con la distancia temporal que nos proporcionan más de cincuenta
años, advertimos que Alfonso Paso no pudo llevar adelante su proyectado pacto
con el público, pues muy pronto fue absorbido enteramente por él y por —no hay
que negarlo— la tentación del éxito fácil y las ganancias económicas.
Tampoco Alfonso Sastre consiguió lo que se proponía. Muy
reconocido entre los críticos, apenas su obra pudo verse en los escenarios
españoles y, por tanto, como diría Alfonso Paso, fue un autor poco eficaz. Su
“griterío” imposibilitó el estreno de sus obras y la revolución teatral que
tanto había pregonado se vio truncada al no existir (al no ser escenificadas)
las piezas que podían haberla hecho posible.
Únicamente Antonio Buero Vallejo, pese a las concesiones
admitidas por él mismo y a las críticas (tal vez demasiado vehementes) de un
sector de la intelectualidad de la época, ha permanecido como ejemplo de autor
teatral pleno, sin claudicar por entero al gusto más comercial ni inclinarse a
los experimentos más ruidosos.
José Payá Beltrán
Departamento de Lengua Castellana y Literatura
BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA
BROWN,
Gerald G. (1993), Historia
de la literatura española 6/1. El siglo XX, Barcelona, Ariel.
BUERO
VALLEJO, Antonio (1960), «Obligada precisión acerca del imposibilismo», revista Primer Acto, n. 15. pp. 3-5.
CÁLIZ
MUÑOZ, Berta (2005), El teatro crítico español durante el franquismo, visto por sus censores,
Tesis doctoral, Madrid, Fundación Universitaria Española.
PASO,
Alfonso (1957), «Traición», revista Primer Acto, n. 5. pp. 1-2.
——————
(1960),
«Los obstáculos del pacto», revista Primer
Acto, n. 12. pp. 7-9.
SANZ
VILLANUEVA, Santos (1991), Historia de la literatura española 6/2. Literatura actual,
Barcelona, Ariel.
SASTRE,
Alfonso (1960a), «Teatro imposible y pacto social», revista
Primer Acto, n. 14. pp. 1-2.
———————— (1960b), «A modo de respuesta»,
revista Primer Acto, n. 16. pp. 1-2.
SASTRE,
Alfonso (1987), Escuadra
hacia la muerte / La mordaza, Introducción de Farris Anderson, Editorial
Castalia.
[1]
Denominamos teatro (o cine) de Arte y Ensayo a aquellas producciones que huyen
del sentido más comercial del espectáculo, decantándose por factores
experimentales. Es, por tanto, una puesta en escena enfocada a las minorías,
más interesada en la calidad que en la cantidad. También se le denomina cine (o
teatro) de autor.
[2] Su
influencia en la dramaturgia española posterior resultó evidente, sobre todo en
el surgimiento de la denominada Generación Realista y en su relación con la
obra de Antonio Buero Vallejo, pues ambos, el español y el norteamericano,
defendían la posibilidad de una nueva tragedia socialmente útil.
[3] Junto
con la citada obra de Graham Greene, esta pieza abrió las puertas a lo que se
ha dado en llamar “teatro católico/religioso”, donde podemos encontrar títulos
como Las brujas de Salem, de Arthur
Miller; Proceso a Jesús, de Diego
Fabri; La torre sobre el gallinero,
de Vittorio Calvino; Tres domingos de
otoño y Dos hombres en la noche,
de Juan Más Barlam; La herida luminosa,
de José María de Sagarra; La muralla —la
obra más representada de toda la postguerra española con más de 600 funciones
consecutivas en el Teatro Lara, junto a infinidad de giras por provincias— y La
ciudad sin Dios, de Joaquín Calvo Sotelo; Fuera es de noche, de Luis Escobar; y La sombra pasa de Luis
Fernández Ardavín, por citar algunos de los títulos más destacados. Además, en
1954 se fundó la editorial Taurus, vinculada a la renovación intelectual
católica; y, en el mundo del cine, también se dejó sentir la influencia en
películas como Yo confieso, de A.
Hitchcock; Marcelino, pan y vino, de
Ladislao Vajda; La ley del silencio,
de Elia Kazan; e Historia de una monja,
de Fred Zinnemann.