Si nada ni nadie lo impide, el próximo mes de septiembre la editorial madrileña Grupo Tierra Trivium publicará mi último libro. La portada, que os muestro bajo estas líneas, es obra de mi hija María. Aunque pueda parecer otra cosa, mi nueva propuesta es, sobre todo, una obra de ficción que, estoy seguro, os sorprenderá. Como adelanto, aquí va un breve capítulo. Espero que os guste...
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Vida y obra de S. S. Van Dine
S. S. Van Dine nació, a la edad de 37 años,
en la séptima planta del Hotel Belleclaire de Nueva York (esquina Broadway con
la calle 77) un día indeterminado del año 1924. En diciembre de 1925 se instaló
en un gran estudio de la calle 75 Oeste y en 1930 se mudó a un ático de dos
plantas en Central Park Oeste, esquina con la calle 84, donde permanecería
—exceptuando algún viaje puntual a California— hasta el día de su muerte,
acaecida el martes 11 de abril de 1939 cuando todavía no había cumplido los 52
años de edad. Su cuerpo fue incinerado dos días después, según su expreso
deseo, sin ninguna clase de ceremonias. En apenas catorce años había escrito
una docena de novelas de las que había vendido más de un millón de copias en
todo el mundo y habían sido traducidas a once idiomas. Su ático se había
convertido en una especie de Xanadú a la manera de William Hearst (y luego
Kane, a través de Orson Welles), donde se apilaban sus colecciones de pinturas
modernas y de cerámica china junto a su afición por los perros de raza o su
fantástico acuario compuesto por más de dos mil peces exóticos. En palabras de John
Loughery, su biógrafo, Van Dine se había convertido en una especie de personaje
de Scott Fitzgerald, rodeado del glamour
y del esnobismo que imperaron durante la llamada Edad del Jazz.
Pero ¿cómo un mezquino tipejo, un marido
impresentable, un elitista y snob
petulante y engreído llegó a convertirse en un escritor famoso, millonario e
imitado? ¿Cómo murió el estúpido Willard Huntington Wright y nació el simpar S.
S. Van Dine? Por supuesto que John Loughery su biógrafo, lo intenta explicar. Y
no hay historia de la novela policiaca que no se precie, donde no aparezca esta
muerte y este nacimiento.
En Ensayo sobre la ceguera, Saramago
escribió:
No
habiendo testigos, y si los hubo, no consta que hayan sido llamados antes para
declarar lo que pasó, es comprensible que alguien pregunte cómo se sabe que
estas cosas ocurrieron así y no de otra manera, la respuesta es que todos los
relatos son como los de la creación del universo, nadie estaba allí, nadie
asistió al evento, pero todos sabemos lo que ocurrió.
Yo no estuve presente, pero me gusta
imaginarlo así...
No cuesta rememorar a Wright en su
habitación del Hotel Belleclaire, rodeado de humo de tabaco, escribiendo esporádicos
artículos de cine y arte para poder ganarse la vida y enviar unos miserables
dólares a su esposa e hija (o invertirlos en opio o en alguna mujer de moral
ligera). Lo contemplo sentado ante un escritorio abarrotado de libros abiertos
y revistas esparcidas por el suelo, con los ojos enrojecidos por la fiebre y la
frustración, recordando las palabras del editor Huebsch al comentarle el
fracaso de su último libro, sintiendo la amargura de la rabia trepando por sus
piernas, pensando en recorrer el Village a la caza de alguna dosis de marihuana
que le haga olvidar toda una vida donde el éxito ha sido tan efímero como
irreal. Sin duda, su mente enferma y agobiada por las necesidades primarias (¿cómo
pagar la habitación en la que se aloja?, ¿qué comer?) vuelve a la vieja
cuestión: «sin dinero familiar, sin una preparación universitaria, sin la
seguridad de un periódico o una revista: no hay esperanza. La crítica cultural
es un lujo que América todavía no está preparada para soportar en la década de
1920», escribe su biógrafo.
Y entonces alguien llama a la puerta.
Fueron dos personas las que ayudaron a defenestrar al patético Wright; y, por
supuesto, ellos no aparecieron al mismo tiempo —a lo mejor ni siquiera se
conocían el uno al otro— en aquella habitación rebosante de humo y de fracasos…
El doctor Jacob Lobsenz y su amigo Norbert
Lederer escuchan, entre indiferentes y resignados, los planes de futuro de un
envalentonado e hiperactivo Wright. Había desechado continuar la elaboración de
su segunda novela (The Mother) y estaba muy ilusionado con su nuevo
trabajo: escribir diálogos (carteles) para películas mudas. También tenía
intención de iniciar dos nuevos proyectos: el primero consistía en una Enciclopedia
of English Usage, una especie de libro de estilo para escritores; el
segundo era una obra ambiciosa en dos volúmenes que llevaba el nada humilde
título de Philology and Literature. El estado de nervios, cansancio e
intensa preocupación que se advertía en nuestro autor hacían presagiar que nada
de esto se llevaría a cabo; además, Wright carecía de la solvencia económica
necesaria para embarcarse en semejantes proyectos.
Así que, visto lo visto, no dudaron en
recomendar a Wright un largo periodo de descanso y relajación; y, sobre todo,
un olvido premeditado e intencionado de cualquier cuestión «seria»: nada de
textos filosóficos ni filológicos, nada de estudios sobre arte, nada de
proyectos que requiriesen una gran concentración. Por el contrario, era
recomendable una larga temporada de descanso y cama, de vida equilibrada y, si
sentía la necesidad de leer, ¿por qué no leía novelas policiacas? El rostro del
snob Wright tuvo que adquirir una
expresión de incomprensión. Él que había predicado el inútil arte del elitismo,
él que había atacado a aquellos escritores que confeccionaban sus novelas con
el único propósito de ganar dinero, él que había criticado duramente las
novelas policiacas... ¿ahora debía leerlas? ¡Puaggg!
Por suerte el doctor Lobsenz se mostró
inflexible: o ese tipo de literatura o ninguno. Su amigo Lederer no dudó en
ofrecerle su biblioteca personal, a la sazón surtida de una ingente cantidad de
novelas de misterio. Lo que comenzó como «un experimento» que debía aliviar la
deteriorada salud física y mental de Wright devino en una obsesión. A principios
de 1925, Wright dejó de ser un simple lector de este tipo de ficciones y se
convirtió en un estudioso de las mismas. Había nacido S. S. Van Dine.
Cuentan las leyendas que durante el espacio
de dos años pasaron por sus manos más de dos mil novelas. El número es, desde
luego, exagerado y aquellos aficionados a leer mucho comprenden que semejante
cantidad de libros es casi imposible. Con leer una novela al día durante
aquellos dos años, Van Dine debió de superar los 700 títulos. ¡Leyendo una
novela todos los días del año durante dos años! Leyó mucho (y una prueba
evidente es la antología de relatos policiacos que publicó en 1927), pero nunca
sabremos cuánto.
Sentado en su cama, relajado en el sillón
de su escritorio, tomando el sol ante el balcón por el que contemplaba el
ajetreo de la ciudad, Van Dine se adentró en las intrigas de Oppenheim,
Phillpotts, Ronald Knox, Austin Freeman, J. S. Fletcher, Arthur Morrison, la
Baronesa de Orczy y A. E. W. Mason; junto a todos los grandes clásicos del
siglo anterior como Conan Doyle, Gaboriau, M. P. Shiel, Anne Katharine Green,
Gastón Leroux o Fergus Hume. Pero también aquellos autores que habían comenzado
a escribir en la década de 1920: A. A. Milne, Dorothy L. Sayers y Agatha
Christie. Sin olvidar a Chesterton, Futrelle, John Rhode, Crofts o Bentley; o a
los folletinescos Ponson du Terrail, Souvestre y Allain, y Maurice Leblanc que
sin ninguna duda pasaron por sus manos.
Muy pronto la mente inquieta de Van Dine inició
la confección de una novela de este cariz. Su carácter orgulloso determinó la
idea de escribir una «verdadera» novela policiaca, donde el denominado «juego
limpio» fuera llevado hasta sus últimas consecuencias; de un modo u otro, tan
maniático y egocéntrico como siempre, Wright/Van Dine fue concibiendo un tipo
de novela que superara a sus precedentes. Paulatinamente esta idea fue
desplazando la parte de Wright que todavía residía en su cerebro y terminó
arrojándola a un profundo subconsciente (de donde surgiría esporádicamente
sobre todo a la hora de rellenar sus obras con «hojarasca pseudo-cultural»).
No solo creó al detective aficionado Philo
Vance, sino que tuvo que inventar un autor para este tipo de ficciones. Wright
estaba muerto y el público debía conocer y admirar a un nuevo hombre. El nombre
de S. S. Van Dine provenía de la unión de dos términos. Por un lado, S. S. es
la abreviatura de streamship (barco
de vapor) —el autor decidió emplearlo porque creyó que sería fácil de recordar
por los lectores y los libreros—. Por otro lado, Van Dine es, según el
escritor, un antiguo apellido familiar. Esta última afirmación resultó ser
falsa, pues no se hallaron evidencias de ningún Van Dine en el árbol
genealógico. Philo Vance y S. S. Van Dine se convirtieron, de este modo, en los
impulsores en Norteamérica de un subgénero dentro de la novela policiaca: la
novela-problema o novela-enigma.