Si las cuentas no fallan, en un mes (o menos) UN ELENCO DE PERROS estará ya ladrando en las librerías... Aquí os mando otro adelanto. Es el primer capítulo...
Domingo de Ramos, 1956.
—¡No!
—¡No!
No había acabado de decirlo cuando el hostión me alcanzó en la
mejilla izquierda y la fuerza del golpe me lanzó hacia atrás, trastabillé, me
golpeé las corvas de las rodillas contra la silla y terminé desplomándose sobre
esta como si fuera un títere al que le hubiesen cortado los hilos.
Si el guantazo no me había arrancado la cabeza, fue porque Dios
(o el Diablo) no quiso. Cerré los ojos y el dolor me presionó las muelas como
unas tenazas al rojo vivo. Más que el escozor que salía de la mejilla, lo que
me dolió fue la vergüenza al notar que dos lágrimas como dos enormes piedras
comenzaban a descender por el rostro. Me sentí indefenso y sucio, como una
mierda de perro pegada en la suela del zapato de un pordiosero.
Por entre la tela acuosa que me cubría los ojos columbré la
silueta de los dos tipos. ¿Cómo demonios los había dejado entrar la arpía de
doña Concha? Se veía a la legua que eran dos chulos asquerosos —tal vez por eso
los había dejado pasar la Ogra ;
al fin y al cabo, ¿cuántos meses le debía de alquiler: dos, tres, más? Ya había
perdido la cuenta—, dos matones propensos a masticar tejas si alguien se lo
mandaba… Lo que todavía no sabía es quién se lo había ordenado, pero estaba
convencido de que lo terminaría averiguando.
—Esa no es la respuesta que esperaba —dijo el tipo del bigote,
al que le había bastado un ligero alzamiento de las cejas para que el otro
fulano, un energúmeno más parecido a un armario ropero que a un ser humano, me
soltara el sopapo.
Se había sentado sobre el borde de mi cama, con las piernas
cruzadas y el sombrero calzado en la rodilla izquierda. Se balanceaba hacia
delante y hacia detrás. Detuvo el movimiento y extrajo una pitillera del
bolsillo interior de su americana. Observé la parsimonia de sus actos hasta que
la aparición repentina de la llama de un mechero me hizo parpadear y volver a
la realidad, al mundo, a la habitación de mala muerte que tenía alquilada y que
por unos segundos —desde la bofetada hasta que el del bigote, que se había
presentado como Manuel Céspedes, encendió su cigarrillo— había abandonado. ¿De
dónde coño habían salido aquellos dos? Como muy cerca, del Reino de Hades, o de
algún garito de mala muerte al norte de la calle Alcalá. Una cosa tenía clara:
había que aguantar mecha.
—Me parece, señor Gil, que tendremos que empezar otra vez.
—Manuel Céspedes hablaba remarcando las eses, como si bajo sus palabras se
ocultara una serpiente que, en cualquier momento, iba a saltarme al cuello y
lanzarme un mordisco letal.
Me rasqué la mejilla y el escozor aumentó. Necesitaba un
afeitado, pero primero había que intentar salir con vida de aquel berenjenal.
El pensamiento de que quizá no llegase vivo al día siguiente también me provocó
un escalofrío que el tipo del bigote debió tomar como un estremecimiento
producto del miedo, porque sonrió con una mueca de asco.
—Hace un momento le he dicho que la señorita Salcedo, Claudia
Salcedo, tenía que actuar en su comedia. No ha sido una pregunta y usted ni
siquiera tenía que haber contestado. Bastaba con haber asentido, porque era una
orden. —Se encogió de hombros y dio una última calada al cigarrillo. Lo dejó
caer sobre la alfombra y lo aplastó con el pie derecho. Si le quemaba el
mobiliario a la Ogra ,
que se jodiera… o que no los hubiera dejado entrar—. Para serle sincero, amigo
Gil, ¿le importa que le llame amigo? —Me encogí de hombros: con tal de que se
fueran pronto podía llamarme Pablito Calvo o Pío XII, si es lo que quería—. Es
la primera vez que lo veo, amigo Gil —pareció pensar unos segundos, como si el
recuerdo de algún hecho lo alegrara. Sonrió y continuó—: Aunque una vez, si mal
no recuerdo, vi una de sus comedias: una cosa rara que empezaba con lágrimas,
ambientada en los bajos fondos, llena de gritos de angustia y que terminaba
haciendo reír al público. Me gustó, la verdad.
¿Yo había escrito una obra con los elementos a los que el fulano
hacía alusión? El sopapo debía de haberme dejado amnésico total, porque no la
recordaba. El estúpido se había confundido de autor. ¿Y si había recibido por
otro? Lo que me faltaba. Pero no podía ser así, porque, cuando me hablaba, me llamaba
Antonio Gil, y ese era yo. Continuó:
—Pero me estoy yendo por las ramas. —A lo mejor había suerte y
de un traspié caía del árbol y se rompía el cuello—. En fin, a mí, a nosotros, nos han dicho que
teníamos que darle un mensaje, y se lo hemos dado.
—¿Quién los ha contratado?
Céspedes alzó las cejas y el mastodonte levantó la mano derecha.
Flexioné los brazos para protegerme.
—No, no, no he dicho nada. Lo siento.
El percherón medio lelo se quedó con la mano levantada y miró a
su jefe, quien se atusó el bigote y negó levemente. El otro adoptó una actitud
más pacífica y respiré aliviado.
—Bueno, pues ya no hay más que hablar, ¿verdad? —Atrapó el
sombrero con dos dedos y se levantó de la cama—. Recuerde, amigo Gil: Claudia
Salcedo actuará en su próxima comedia.
De haber tenido más valor, de no haber tenido miedo a la mano
abierta y los puños del energúmeno, de no haber notado cómo los esfínteres
estaban en un tris de aligerarse y mostrar la olorosa evidencia de mi cobardía;
me hubiera gustado gritar que ¡no!, que nadie, salvo yo, decidía ni quién ni
cómo ni cuándo intervenía en mis obras, que por eso eran MÍAS, que por eso era
un escritor íntegro e independiente y no una puta de mala muerte, que Antonio
Gil Valdés no obedecía ni a Dios ni al Papa ni al Caudillo en lo concerniente a
escribir.
—Insisto, amigo Gil: la señorita Claudia Salcedo actuará en su
próxima comedia. Y no es ninguna pregunta.
—Sí.
Cuando salieron del cuarto, me lancé de cabeza a buscar el
tabaco. Encontré la petaca en uno de los cajones del escritorio, bajo un puñado
de folios garabateados. Por suerte también había un par de pitillos liados. Me
temblaba el pulso cuando prendí la cerilla y tuve que sujetarla con las dos
manos. Di un par de caladas intensas sin tragarme el humo, que formó una densa
niebla cuyas guedejas se enroscaron en la media docena de lapiceros que asomaba
de una jarra de porcelana recuerdo de Talavera de la Reina.
Los problemas nunca venían solos: no había escrito ni una
puñetera línea de mi nueva comedia —aunque don Serafín Cisneros, el gerente del
Teatro Alameda, que ya me había adelantado mil pesetas, me la pedía día sí y
día también— y ya se pegaban (me
pegaban) de tortas para obtener un papel. Y además, ¿quién cojones era Claudia
Salcedo?
UN ELENCO DE PERROS, Ed. Playa de Ákaba (ya en pre-venta)
https://espacioulises.com/libreria/un-elenco-de-perros/