En 1988 la editorial barcelonesa Seix
Barral publicaba Un elenco de asesinos: la novela pasó sin pena ni
gloria por las librerías españolas. Quince años después de aquel primer
intento, Seix Barral volvió a reeditarla con distinto título: Un reparto de
asesinos. Lamentablemente, no tuvo mejor suerte.
Siguiendo la brillante estela inaugurada
por A sangre fría (1966) de Truman Capote, la obra se concibe (y se lee)
como una “novela documento”, no-ficticia: pretende ser la reconstrucción fiel
de unos hechos reales, no verosímiles y sí verdaderos. Lo cierto es que el
lector se encontrará ante una agradable sorpresa: una novela casi excelente en
su construcción (tal vez se acumulan demasiados personajes, algunos de ellos
poco o escasamente moldeados), que contentará por igual a los amantes de la
literatura de misterio y a los cinéfilos.
El director de cine King Vidor (1894-1982)
—autor de obras como Guerra y paz, Duelo al sol y ¡Aleluya!—
rodó su última película en 1959, Salomón y la reina de Saba. Desde
entonces hasta su muerte inició (o imaginó, al menos) una multitud de proyectos
que no pudo llevar a buen término. En 1967 el azar le llevó a interesarse por
un hecho criminal acaecido en el primitivo Hollywood de 1922: el asesinato del
actor y director William Desmond Taylor, que quedó sin resolver. Durante casi
un año, Vidor indagó en hemerotecas y archivos, entrevistó incluso a viejos
actores, actrices y empresarios cinematográficos que habían conocido al
fallecido. De súbito las pesquisas de Vidor cesaron y el material recopilado
fue ocultado. Tras su muerte, el periodista Sydney Kirkpatrick inició una
biografía del director. Tuvo, entonces, en sus manos todo el material sobre el
caso Taylor reunido por Vidor; descubrió por qué el director había mantenido en
silencio dicho archivo: en 1967 algunos de los implicados directamente con el
caso todavía estaban vivos y podían ver dañada su reputación y su carrera. Pero
en 1986 ya no, y por ello Kirkpatrick, basándose en esos datos, reconstruyó tan
increíble investigación, sazonándola con aspectos personales e íntimos
(matrimoniales) del fallecido director.
El cinéfilo disfrutará al reconocer a los
seres reales que pululan por la novela: la gran Gloria Swanson, Cecil B. De
Mille, el productor Sennet, el incombustible Allan Dwan, los pioneros Thomas
Harper Ince y Griffith, Mary Pickford, Chaplin, Lilian Gish.... y muchos más. Y
aunque cada escena es real tampoco podemos sustraernos al recuerdo de películas
como El crepúsculo de los dioses, Grandes esperanzas de David
Lean o la más reciente L.A. Confidential. Los últimos capítulos, por
ejemplo, parecen extraídos del guion de la magistral e inquietante ¿Qué fue
de Baby Jean? de Robert Aldrich.
Lo
cierto es que la investigación de Vidor nos lleva a contemplar una época
cinematográfica inaugural que se sustentó sobre los escándalos sexuales, las
falsas identidades, los ídolos con pies de barro proclives al alcoholismo y las
drogas. Desde el este de Estados Unidos los pioneros cinematográficos se vieron
obligados a trasladarse al luminoso y cálido oeste: en 1911 se instalaba el
primer estudio en un pueblecito californiano, Hollywood. Comenzaba así la
creación de un mundo de magia y leyenda, de sueños dorados... de un mundo con
una fachada inmaculada y espectacular que escondía, entre bambalinas, una
legión de arpías y monstruos dispuestos a arrasar con todo (y todos) con tal de
alcanzar el éxito y la fama. Con la proclamación de la Ley Seca en 1920
(duraría nada menos que 12 años) los vicios «tolerados» se convertían en
prohibiciones. «Cuanto mayor es el desenfreno de las costumbres, es mayor la
rigidez de la moral», escribió Azorín. El Hollywood de la década de 1920 es el
ejemplo más evidente de una sociedad turbulenta y corrupta pero con un aspecto
envidiable. El escándalo de Fatty Arbunckle es la punta más visible de
ese iceberg maloliente; el caso Taylor no le va a la zaga, el lector del siglo
XXI puede comprobarlo por sí mismo.
Sydney D. Kirkpatrick,
Un reparto de asesinos,
Ed. Seix Barral, 2003. 317 páginas.