Normalmente una
novela se lee de un modo casi ritual —cada día varios capítulos o un número
determinado de páginas, procurando no perder el hilo de lo leído el día
anterior—; sin embargo, un libro de cuentos conviene afrontarlo con otra
disposición de ánimo y otro ritmo. Tras varias semanas dosificándolos he
concluido la lectura de las narraciones que forman el volumen Faros sobre un mar de tinta, de Mario
Sanz Cruz (Madrid, 1960).
La obra contiene
quince relatos de diversa extensión, pero todos ellos relacionados con el mar
(obviamente) y más en concreto con la figura del faro: esa construcción
cubierta por la pátina del Romanticismo y que tanto ha dado a la literatura
—pienso en Virginia Woolf, en Luis Cernuda—, y también al cine, sobre todo el
cine de suspense, pero también al más intimista.
Sucede que Mario
Sanz, aunque madrileño, es farero —uno de los pocos que existen ya en nuestas
costas—: el farero del faro de Mesa Roldán, sito en Carboneras (Almería). Y
sucede que aquellos que conocen parcialmente mi biografía sabrán que me unen
vínculos de amistad y querencia a esa hermosa localidad almeriense. Y, además,
sucede que Mario Sanz es un amigo, incluso un buen amigo con el que departo de
literatura cada que vez que nos encontramos, pues a ambos nos hermana el amor
casi compulsivo por los libros y lo que ellos encierran.
De todo ello se
desprende, pues, que me dispongo a hablar del “libro de mi amigo”: un riesgo, sin
duda, pues cabe la posibilidad de que si hablo mal acabe perdiendo la amistad
de la persona querida (y no me gustaría, claro). Sin embargo, si lo alabo entonces
cabe la posibilidad de perder la credibilidad del lector que, seguro, está
predestinado a pensar, y tal vez no sin razón, que “al fin y al cabo, qué iba a
decir del libro de su amigo…”. En fin, que me hallo en lo que dirían los
clásicos un brete. Intentaré, en la medida de lo posible, ser lo más objetivo…
aunque a nadie se le escapa que la crítica tiene también su parte de
subjetividad, que es aquella que atañe al gusto del crítico.
Comenzaré por los
contras, que algunos tiene, a mi parecer, el volumen Faros sobre un mar de tinta. El primero obedece a la elección de
los relatos: los hay realmente excelentes («Hay un cuco en Mesa Roldán», «El
mensaje», «Juegos de guerra», «Bienvenido a casa»…); otros que no puedes
terminar sin una sonrisa y que recuerdan más a una anécdota “alargada”, pero desarrollados
con pulso y con sus dosis de tensión («¡Esa luz!» o «Todo debe tener su
resistencia», por ejemplo); otros, los menos, son, para mi gusto, demasiado
“infantiles”, con un lenguaje pretendidamente “legendario” de narración oral,
pero cuyo andamiaje es demasiado explícito y por tanto se pierde la frescura
que tendrían que poseer («El farerito feo y compañía» o «La mirada del farero»);
y, finalmente, unos pocos (bien es cierto) que quizás no deberían estar en el
volumen pues su calidad deteriora el conjunto o, tal vez, no deberían estar
ubicados en el lugar que ocupan: pienso sobre todo en el penúltimo relato, «La
leyenda del último farero», un cuento con muy buenas ideas e intenciones
—reivindicativo, combativo— pero que hubiese convenido pulir algo más para
eliminar tanta explicitud, que lo convierte en una especie de panfleto (legítimo,
sin duda), pero alejado de la noción de literatura que yo considero
fundamental: sugerir antes que mostrar.
El último “contra”
que yo aprecio en estas narraciones es el uso único y exclusivo del tiempo
presente, en el que todas ellas están escritas. Nunca me ha gustado. Advierto
que muchas de las “novelas” que desde hace un tiempo están aupadas a los
puestos más altos de las listas de ventas —las 50 sombras de las narices; Los
dichosos juegos del hambre; o El caótico corredor del laberinto…— están escritas inevitablemente en
presente; algunas, incluso, en primera persona (y en presente), lo cual acentúa
más si cabe la inverosimilitud de la propuesta: ¿cómo le pueden estar pasando
esas cosas al narrador al mismo tiempo que las está escribiendo? Pero en fin,
imagino que son condicionantes de un mercado dispuesto a lo más absurdo para
seguir con lo suyo. Por ese motivo cuando comencé a leer las propuestas de
Mario Sanz, admito que me enfadé… y en ese sentido aún sigo un poco molesto.
Entiendo que el uso del presente en el discurrir de la narración (que
normalmente es cerrada y, por tanto, etimológicamente “perfecta”, esto es: ya
realizada… pasada) puede ser interesante siempre que esté justificado y, desde
luego, dosificado. Casi todos los autores han (hemos) recurrido a él. Lo que no
me parece bien es el empleo sistemático. Pero, en fin, para gustos, los
colores… De cualquier modo es una opción del escritor (muy digna, faltaría más)
que mantiene durante todo el volumen y que, por otro lado, no le imposibilita
para conseguir excelentes logros. Lo dicho: es mi gusto el que habla.
Y hasta aquí los
contras que, como el lector advetirá, ni son tantos ni son tan graves.
Los “pros” son más
numerosos pero también más difíciles de explicar, entre otras cosas porque la
buena literatura no se hace únicamente de palabras (también la mala se hace de
palabras), sino de “emanaciones de sentimientos”: siento no ser capaz de hallar
un sintagma más concreto y exacto para definir lo que un lector (y yo me
considero un buen lector, sin falsas modestias) siente ante una buena obra
literaria. El sentimiento es inexpresable (precisamente porque es un
sentimiento): Mario Sanz sabe escribir. Que no es este su primer acercamiento a
la escritura se advierte desde las primeras páginas; esperemos, además, que
tampoco sea el último. Junto a textos
claramente disciplinares (Faro de Mesa
Roldán. Apuntes para una historia, Faros de Almería y Un recorrido por los faros de la costa vasca), el autor nos ha
regalado interesantes propuestas en torno al rescate de la memoria (Voces de Carboneras y Crónica de Carboneras, ambas escritas en
colaboración); pero, sin duda, lo más destacado, desde mi punto de vista, ha
sido su labor como antólogo y cuentista en obras colectivas como Con el mar de fondo, Lo demás es oscuridad o Donde el mar se hace Carbón. En esta
última, por cierto, leemos un cuento realmente divertido «Incomprendidos», de
nuevo escrito en tiempo presente.
La prosa del autor
se muestra generalmente dinámica. En algunas ocasiones Mario Sanz se nos representa
como un escritor funcional; en otras, intimista y lírico. El autor es
consciente de la capacidad que posee para crear mundos y se vale de ello para
dotar a sus cuentos de una pátina de hermosa sutileza o, cuando así lo exige la
historia, de ironía borde e inteligente, o incluso de particular vehemencia.
En algunos relatos
—quizás los más logrados para mi gusto—, el autor ha aprehendido un interesante caudal de documentación y, luego, a la hora de escribir ha sabido cómo
absorberlo y luego volcarlo en el texto sin que ello se note, imbricándolo en
el devenir del relato de un modo natural, como si la historia no pudiera ser
contada de otro modo, alejándose de la profusión y la farragosidad de los datos
históricos que, aunque interesantes, no suelen aportar nada bueno al relato
ficcional sino que, por el contrario, entorpecen, ralentizan la narración y la
convierten en un texto farragoso. En ese sentido, la labor “documentalista” de
Mario Sanz ha sido ejemplar y excelente.
Como primer
intento íntegramente literario, la propuesta de Mario Sanz Cruz me parece no
solo digna de alabanza, sino esperanzadora y, desde luego, altamente
recomendable. Espero que el autor no deje de intentarlo en futuros proyectos.
Ojalá que estas palabras —en la medida de lo que valen (que es bien poco, por
otra parte)— sirvan para ayudarlo a mejorar: pues no es otro el propósito de un
escritor sino el de procurar perfeccionar su estilo en cada una de sus obras. En
pocas palabras: aprender continuamente.
Mario Sanz Cruz,
FAROS
SOBRE UN MAR DE TINTA, ed. Playa de Ákaba, 2016,
157 pp.