John Franklin Bardin (1916-81) no pudo ser
profeta en su tierra. Como otros autores norteamericanos —desde Poe a Pynchon,
pasando por Henry James— fue aplaudido y alabado en Europa; pero menospreciado,
cuando no olvidado, en su propio país. Tal es así que tras el fracaso de su
tercera novela, Al salir del infierno (1948), Bardin olvidó las
innovaciones argumentales que había iniciado en sus libros anteriores, adoptó
el pseudónimo de Gregory Tree y comenzó a escribir novelas de crímenes seriadas
tan irrelevantes como consumidas.
«Bardin es un escritor americano tan
desconocido en su país que en toda mi vida no he encontrado a ningún paisano
suyo que hubiera leído sus libros», con esta rotundidad se expresaba Julian
Symons (Historia del relato policial, 1972). Cuando hoy leemos sus
novelas no alcanzamos a comprender cómo no consiguieron el éxito que merecían;
pero a poco que retrocedamos al momento en que fueron escritas podremos darnos
cuenta del por qué sus propuestas argumentales no consiguieron convencer a los
lectores.
El percherón mortal (1946), El final de Philip Banter (1947) y Al salir del
infierno (1948) no destacan por sus argumentos sencillos ni directos, y sus
protagonistas están marcados por estigmas psicológicos. Las novelas están
pobladas por perversas coristas de moral relajada, seres deformes, policías
cínicos, mujeres fatales, intelectuales neuróticos, incestuosos padres de
familia. La Segunda Guerra Mundial ha concluido y Norteamérica tiene intención
de olvidar: en la literatura no deberá existir lugar para recovecos ni pliegues
psicológicos. Por supuesto que persisten los grandes clásicos: Carr, Queen y
Christie en la novela-problema (totalmente aséptica y banal); Chandler, Burnett
y Cain habían iniciado su carreras dentro de la novela-negra antes de la
guerra, y por tanto tenían ya un público asegurado. Si hay alguien comparable
con Bardin ésa es Patricia Highsmith cuya primera novela Extraños en un tren
fue publicada, casualmente, en 1949... como si el fracaso de Bardin hubiera
servido para allanar el camino de un nuevo tipo de novela de misterio donde la
psicología es pieza clave y fundamental.
LA «TRILOGÍA ESQUIZOFRÉNICA»
La locura fue una de las grandes obsesiones
de John Franklin Bardin. Y no podía ser para menos cuando algunos de sus
familiares más cercanos, incluyendo su madre, sufrieron demencia y graves
enfermedades mentales.
He
empleado gran parte de mi vida leyendo y disfrutando de las novelas policiacas.
Cuando leí el primer capítulo de El percherón mortal advertí que me
encontraba en un mundo totalmente nuevo. Narrada en primera persona por la voz del psiquiatra George Matthews, la
obra te atrapa desde las primeras líneas y cada página sacude tu mente con una
nueva revelación. A la consulta del doctor Matthews llega un extraño joven con
una llamativa flor prendida en el pelo. Según su testimonio, unos hombrecillos
(“leprechauns”, enanos de la mitología celta) le ordenan, a cambio de dinero,
los más disparatados cometidos: llevar esa flor en el pelo, repartir dinero,
silbar en los conciertos del Carnegie Hall, conducir un enorme caballo
percherón hasta el domicilio de una actriz. El psiquiatra, intrigado, decide
acompañar al joven. Muy pronto se va a ver inmerso en un torbellino de crímenes
y locuras: la actriz aparecerá asesinada, el propio psiquiatra será víctima de
un accidente del que saldrá con el rostro desfigurado y sin memoria...
Matthews, entonces, será internado en un hospiatal psiquiátrico donde, no sólo
tendrá que buscar su identidad, sino también descubrir la extraña y absurda
trama que lo ha llevado a esa situación. El lector avispado y el cinéfilo
perspicaz encontrarán en la novela ecos de El ministerio del miedo
(1943) de Graham Greene —donde también el protagonista pierde la memoria y se
ve recluido en un centro psiquiátrico—, de la película Solo en la noche
(1946) de J.L. Mankiewicz —con un amnésico que busca su propia identidad y en
quien sólo confía un socarrón policía—, de La dama de Shangai, la gran
película de Orson Welles, con la memorable escena final en el parque de
atracciones.
El psiquiatra-detective Matthews también
aparece en la segunda novela de la trilogía, pero esta vez como personaje
secundario. El final de Philip Banter es, quizás, la más floja de la
serie, aunque derrocha originalidad a raudales. Banter, el protagonista, es un
crápula: bebedor y mujeriego, pero casado y temeroso de su suegro, para quien
trabaja. Banter no es un hombre especialmente equilibrado —¿qué personaje de
Bardin lo está?—, y sufre lapsus de memoria. Una mañana encuentra sobre la mesa
de su despacho una confesión firmada por él mismo que no recuerda haber
realizado: en ella no narra un acontecimiento pasado, sino un acontecimiento
que, ante su sorpresa, y la nuestra, se va a materializar esa misma tarde ante
sus ojos. La mente de Banter, propensa a todo tipo de alucinaciones, comienza a
hacer agua por todas partes. Se ha producido el factor desencadenante que hará
aflorar la esquizofrenia del protagonista.
Al salir del infierno (1948) es su mejor obra. Y una novela que, pese a su fracaso
crítico y de público, sirvió para crear escuela posteriormente. No exagero al
afirmar que Robert Bloch nunca hubiera podido inventar al protanogista de su Psicosis
sin esta joya casi desconocida. Ellen Purcell, la protanista de Bardin, es,
quizás, el antecedente más evidente y claro de toda la larga serie de
psicópatas y asesinos con doble personalidad que han llenado las librería y las
salas de cine desde los años 60.
Ellen Purcell, famosa concertista de
clavicordio, ha pasado dos años internada en un hospital psiquiátrico. Casada
con un director de orquesta regresa a su hogar en Nueva York. Una vez allí le
resulta imposible practicar de nuevo con su instrumento puesto que la llave de
la tapa del clavidordio no aparece por ningún lugar. A este hecho insólito —que
comenzará a minar el frágil sistema nervioso de Ellen— van a suceder muchos
más. En un principio todo se asemeja a la película Luz que agoniza (1944,
George Cukor); pero cuando el lector piensa que ya es consciente de todo,
Bardin trastoca todas nuestras expectativas. Conforme la historia avanza
advertimos que, aunque relatada en tercera persona, todos los sucesos están
vistos desde el punto de vista de Ellen, es decir, de una esquizofrénica. El
final es como un puñetazo en el vientre al que se llega en un in crescendo. Uno
cierra el libro con la angustia sobrevolando la mesa, con el temor de girar la
cabeza y hallar el terror acechándonos a nuestras espaldas.
En 1972 Julian Symons dijo de este libro
que era «el único de toda la literatura criminal moderna que muestra un mundo
visto únicamente desde el punto de vista de un esquizofrénico». La visión del
mundo y lo que en el ocurre —desde las enfermeras que se muestran reacias a
darle la espalda hasta el desenlace final— corresponde por entero a la
conciencia de Ellen.
Todos los amantes de la novela de misterio
deberían leer esta trilogía. Todos los lectores tendrían que admirar a un autor
injustamente olvidado y que, como muchos otros, sólo tras su muerte vio
reconocida su genialidad. Hoy en día el escritor de novelas policiacas parece
que tenga que justificarse recurriendo a la parodia. Leer a Bardin es volver a
una época, los años cuarenta, en los que el lector sin ser ingenuo tampoco era
pedante y se dejaba conducir por los más estrafalarios sueños de loco; cuando
el autor creía en lo que hacía y, además, lo hacía muy bien. Leer la «Trilogía
esquizofrénica» de Bardin más de medio siglo después de su publicación es
disfrutar de lo lindo, sin complejos, dejándose arrastrar por un mundo tan
atractivo como neurótico.
John Franklin Bardin,
El percheróbn mortal,
Ed. Byblos, 2004. 269 pp.
El final de Philip Banter,
Ed. Byblos, 2004. 366 pp.
Al salir del infierno,
Ed. Byblos, 2004. 331 pp.