Los españoles nos dividimos en dos
grandes bandos: uno, yo, don Ramón María del Valle-Inclán y el otro, todos los
demás.
El año pasado celebramos el 80 Aniversario del
fallecimiento del escritor gallego Ramón María del Valle-Inclán, que se
correspondía también con el 150 Aniversario de su nacimiento en Arosa
(Pontevedra). Sirva este artículo para recordar su inmensa figura y su gran
obra.
Nuestro autor realizó sus primeras armas
literarias como articulista, en 1888, en una revista de Santiago de Pontevedra,
donde estudiaba Derecho (que nunca terminó). Desde entonces hasta el día de su
muerte no cesaría de escribir y publicar.
Por encima del autor de novelas y cuentos, del
periodista, corresponsal de guerra y crítico literario, del dramaturgo, del
poeta y ensayista —pues todos y cada uno de estos géneros cultivó—,
Valle-Inclán fue, ante todo y ante todos, un consumado actor. Inventó su propia
biografía, y su llamativo aspecto —larga barba de chivo, antiparras, esclavina
y capa negra española— fue la máscara del personaje tras la que ocultó su
genialidad.
Mentiroso y fantasioso ante las preguntas,
bohemio y ave nocturna contra su siglo, serio y disciplinado en su trabajo,
Valle-Inclán es el prototipo del escritor que sabe el alcance de su genialidad
y, en consonancia, la explota y extrae de ella la mayor cantidad posible de
jugo. A este respecto es ya clásica la historia de su manquedad. Preguntado por
ella, Valle-Inclán relataba una increíble y fantástica historia de selvas y
leones: perdido en aquellos parajes y viéndose acorralado por las fauces de un
hambriento león, nuestro autor creyó conveniente cortarse su brazo izquierdo y
lanzárselo al felino, el cual, entretenido con el manjar, permitió la fuga del
autor gallego. La realidad, por supuesto, fue mucho más prosaica y zafia: una
riña en un bar con un crítico fue el origen de una herida que, con el tiempo,
se infectó y engangrenó, concluyendo con la amputación del brazo.
Entre 1990 y 1994, Círculo de Lectores llevó a
cabo una cuidada edición de las obras completas de Valle-Inclán, prologando
cada volumen los más destacados especialistas. La colección se compone de
treinta tomos cuya descripción es como sigue: 65 centímetros de longitud, diez
kilos y medio de peso, 6.650 páginas en total, de las que 1.137 corresponden a
los prólogos e introducciones de los estudiosos; lo cual da un total de 5.513
páginas escritas por nuestro autor.
Aquel que guste de los motivos decorativos se
quedará, sin duda, en el aspecto externo. Aquel que dé un paso más comprobará
que estos treinta tomos con sobrecubierta de color verde esconde bajo sus
tapas: catorce novelas, tres poemarios, un ensayo, una recopilación de
artículos periodísticos, cinco libros de cuentos y veintiuna piezas teatrales.
Aquel que —siendo lector— pretenda adentrarse en estas medidas y dimensiones,
en los distintos géneros literarios que las abarcan, encontrará un mundo plural
y variado, una caterva de personajes nobles y también execrables, una infinidad
de situaciones grotescas, románticas, sensibles y chocarreras; aderezado todo
ello con la prosa más brillante de la primera mitad del siglo XX.
Una somera mirada a los títulos de sus obras
nos revela varias características: el gusto por los subtítulos —los cuales aparecen
en más del 95% de sus obras—, como si Valle insistiera en centrar
convenientemente el tema de estas; la consecución de cualquier género
literario, aunque los dos predominantes sean la novela y el teatro; la
inclinación a agrupar sus obras en conjuntos compactos y completos, bien en
tetralogías —las Sonatas—, bien en
trilogías —La guerra carlista, Comedias bárbaras, Martes de carnaval (tres esperpentos), El ruedo ibérico, Retablo de
la avaricia, la lujuria y la muerte (cinco dramas) y Tablado de marionetas (tres farsas)—, lo cual nos acerca a otro
autor de su misma generación, Pío Baroja; y, finalmente, un gusto por el
elitismo, por las voces que conduzcan al lector hacia muchos y tiempos
ancestrales, a veces con seriedad y otras con intención de ridiculizar.
Su producción se agrupa en dos grandes
periodos:
El primero va desde 1895, fecha de su primera
publicación —el libro de cuentos Femeninas.
Seis historias amorosas— y llega hasta 1920, con la aparición de su tercer y último libro
de poemas, El pasajero. El segundo
periodo comprende desde este año hasta la fecha de su muerte.
Este primer periodo, que algunos califican de
Modernista, es el más prolífico del autor. Desde su primera obra, escribe y
publica sin descanso. A veces, incluso llega a publicar tres obras en un mismo
año. Su prosa, reflejo de las inquietudes del final del siglo, se recrea en un
mundo de sensaciones, de paisajes de ensueño o de pesadilla. Su postura
modernista le obliga a edificar un mundo sustentado por la estética y la sensualidad,
sin correlato con la realidad. A su primer libro de cuentos, ya citado, se unen
otros dos: Epitalamio. Historias de
amores (1897) y Jardín Umbrío.
Historias de santos, de almas en pena, de duendes y de ladrones (1903).
Pero sobre todo serán las Sonatas donde Valle-Inclán va a exponer su poética y
a dar rienda suelta a su afán por alcanzar una obra meramente estética y, por
tanto, inútil en su perfecta belleza.
Las Memorias del marqués de Bradomín suponen
una utilización exquisita de los elementos de la estética prerrafaelista y
decadente, del simbolismo y la hagiografía más intrínsecamente medieval y
castellana. Todo cabe en ellas: sacrilegios, fornicaciones, adulterios, robos,
crímenes, incestos, necrofilia… Cada una de las cuatro novelas que conforman
esta tetralogía — Sonata de Otoño
(1902), Sonata de Estío (1903), Sonata de Primavera (1904) y Sonata de Invierno (1905)— es un
laberinto formado por guiños al lector e ironías sobre los propios personajes y
sobre la estética modernista, a la que se inscriben con todo merecimiento.
Valle-Inclán plama en sus Sonatas las ideas ortegianas sobre la deshumanización del arte y la
novela lírica: esta es entendida como algo cerrado, que no ha de ampliar horizontes,
sino reducirlos, como un mero —pero perfecto— juego estético, regodeándose en
sus logros sonoros y visuales. Aunque se inscriben bajo el título de Memorias,
y aunque cada una de ellas refiere un paralelismo entre las estaciones del año
y las épocas de una vida (primavera: juventud; estío: plenitud; otoño: madurez;
invierno: vejez), carecen del rigor y la exhaustividad subjetiva de la
autobiografía y no son, ni muchos menos, un intento de recomponer la historia
de una personalidad entera, pues únicamente atienden a un episodio
erótico-sentimental. Las Memorias de Xavier Bradomín —“un don Juan feo,
católico y sentimental»— son tan falces como su sonrisa.
Mis manos, distraídas y doctorales, comenzaron a desflorar
sus senos. Ella, suspirando, entornó los ojos, y celebramos nuestras bodas con
siete copiosos sacrificios que ofrecimos a los dioses como el triunfo de la
vida. (Sonata de Estío)
Cada una de ellas se desarrolla en una geografía
diferente, acorde con la edad del protagonista.
Primavera acontece en una región de Italia, donde todavía predomina
la religión y la superstición, y los paisajes adquieren tonalidades de relato
lúgubre contado a un niño.
Estío se
desarrolla en la calidez y los sudores de la tierra mexicana, castigada por el
sol y la sensualidad que aporta el clima tropical.
Otoño tiene la lentitud y parsimonia de la tierra gallega donde ha
lugar, entre pazos ancestrales y jardines devorados por la vegetación y la
desidia. E
Invierno nos trae la nieve
en el cabello del protagonista y en las calles de Estella, en los descansos
lánguidos y húmedos del conflicto carlista.
La recreación de la corta del pretendiente don
Carlos refleja la inclinación de Valle-Inclán por la causa carlista. La postura
política del autor fue y ha seguido siendo objeto de muy diversas
interpretaciones. No obstante, parece evidente que su tradicionalismo y su
carlismo obedecieron principalmente a motivos estéticos, como su indumentaria,
por ejemplo.
Yo hallé siempre más bella la
majestad caída que sentada en el trono, y fui defensor de la tradición por
estética. El carlismo tiene para mí el encanto de las viejas catedrales, y aun
en los tiempos de la tguerra, me hubiese contentado con que lo declarasen
monumento nacional. (Sonata de Invierno)
La inclinación por el carlismo lo conduce a
elaborar una trilogía compuesta por Los
cruzados de la causa (1908), El
resplandor de la hoguera (1909) y Gerifaltes
de antaño (1909), donde relata episodios aislados de la contienda civil. La
escasa consistencia argumental de estas novelas —sustentadas principalmente por
la riqueza del lenguaje y la resurrección de vocablos rurales y arcaicos— las
alejan de los ambiciosos proyectos de Galdós —Episodios Nacionales— y Baroja —Memorias
de un hombre de acción—, deviniendo poco menos que en parodias de estas.
La estética Modernista aflorará en sus tres
libros de poemas —Aromas de leyenda.
Versos en loor de un santo ermitaño (1907), La pipa de kif (1919) y el ya citado El pasajero (1920)—, convirtiéndose, paulatinamente, en una poesía
de tintes esotéricos, conectando de ese modo con su ensayo La lámpara maravillosa. Ejercicios espirituales (1916). En él,
junto a lo que algún crítico tildó de “esoterismo de pacotilla”, encontramos
una profunda reflexión sobre el arte de la escritura y sobre la percepción del
artista quien, enfrentado al devenir del Tiempo, debe arrebatar a este los
objetos y las ideas, inmortalizándoles en sus obras. Esta lucha con el Tiempo
es un rasgo característico del arte de fin de siglo y de la literatura Modernista:
hasta la fecha, Valle ha preferido rescatar las cosas y objetos de un tiempo
pasado, e inmortalizándolo dentro de la urna de un lenguaje alambicado, sutil y
bello.
A partir de 1920 se producirá un cambio en su
obra: el Modernismo se convierte en una crítica, el evasionismo deviene en un
enfrentamiento con la crudeza de la realidad. Esto se observa principalmente en
Divinas palabras. Tragicomedia de aldea (1920).
El mismo afán modernista que, en su primera época, le había incitado a
ocultarse y evadirse se transforma, con el hallazgo de un nuevo lenguaje —sin
duda influido por el Quevedo de los Sueños y el Buscón; y quizás por sus
crónicas durante la I Guerra Mundial reunidas en La media noche (1917)—, en un enfrentamiento con el mundo. Ahora
los problemas que antes prefería adornar se muestran grotescamente exagerados y
deformados, produciendo —en el lector o el espectador el remordimiento de
conciencia, los dardos de sus vocablos, la historia cruel y nauseabunda del
niño hidrocéfalo disputado por sus familias y que termina devorado por los
cerdos.
El sentimiento iconoclasta de Valle en su afán
por renovar la escena española se aprecia en estas declaraciones de 1922: «El
teatro es lo que está peor en España. Ya se podían hacer cosas, ya. Pero hay
que empezar por fusilar a los Quintero. Hay que hacer un teatro de muñecos».
El propio autor agrupó sus 21 piezas teatrales
en cinco grupos:
a) El primer ciclo tendría un claro componente
modernista e incluiría obras como El
Marqués de Bradomín. Coloquios románticos (1906), Cuento de abril. Escenas rimadas de una manera extravagante (1909),
Voces de gesta. Tragedia pastoril (1911)
o El yermo de las almas (1908).
Algunas de ellas son una adaptación de los temas y las formas de las Sonatas. Compuestas en verso, plasman
unos ambientes idealizados, dentro de la tendencia evasionista de las primeras
décadas del siglo XX.
b) El segundo ciclo corre paralelo y contemporáneo
al primero. Está formado por la trilogía de las Comedias bárbaras —Cara de
plata (1922), Águila de blasón (1907)
y Romance de lobos (1908)—. En una
Galicia ahogada bajo las tradiciones ancestrales, la familia Montenegro —un
padre y sus seis hijos— son la plasmación decadente de una estirpe y un modo de
vida condenados a desaparecer. Las intrigas, los crímenes, las violaciones y un
largo etcétera de atropellos son la carta de presentación del Mayorazgo y de su
familia. Teatralmente son el primer intento de escapar del canon modernista.
c) Ya dijimos que 1920 marcaba un año de
inflexión en la obra de nuestro autor. Los cambios que había intentado
fallidamente en las Comedias bárbaras
alcanzan con Divinas palabras el
éxito. Supone la obra el primer paso importante hacia el esperpento. De nuevo
es la Galicia rural y empobrecida el telón de fondo ante el que se mueven unos
personajes desquiciados, poseídos por la avaricia y la inmisericordia. Los
personajes son meros animales que luchan entre sí en pos de un botín grotesco:
el cuidado —y con él, las ganancias de la mendicidad de un niño hidrocéfalo,
expuesto por las aldeas para conmover al pueblo.
d) En 1926 y 1927 van a aparecer publicadas
sendas obras, recopilaciones de piezas dramática anteriormente publicadas o
representadas:
Tablado de marionetas para
educación de príncipes —compuesto por
Farsa
italiana de la enamorada del Rey,
Farsa
infantil de la cabeza del dragón y
Farsa
y licencia de la reina castiza— y
Retablo
de la avaricia, la lujuria y la muerte —compuesto por
Ligazón,
La rosa de papel,
El embrujado,
La cabeza del Bautista y
Sacrilegio—.
“Farsas”, “melodramas para marionetas” y “autos para siluetas”, todas estas
obras suponen una fase pre-esperpéntica. Los personajes son entes vacíos de
rasgos definitorios y propios, semejantes a títeres o marionetas, gobernados
por un destino trágico y, la mayoría de las veces, grotesco.
Las obras se mueven en un mundo infrahumano:
así, en el Tablado de marionetas
encontramos chulos que degüellan a sus oponentes, borrachos camorristas que
mueren abrasados y abrazados al cadáver de su esposa, prostitutas enamoradas de
la cabeza de un muerto, bandoleros que creen recibir el perdón religioso antes
de recibir un tiro a bocajarro, niños secuestrados y atravesados por una bala
perdida, seres poseídos por el maligno, mujeres que adquieren apariencia de
can. Y en las “Farsas”, la mayoría de clara inspiración cervantina, hallamos
ventas y monos adivinos, ciegos de romances, grandes señores con atavíos de
pobres, bravucones huevos, generales temblorosos y con el estigma del moquillo,
reyes que pretenden emparentar con bandoleros. La Farsa y licencia de la Reina Castiza se nos presenta como teatro
político, anticipo de las novelas del El
Ruedo ibérico, sátira del reinado de Isabel II, de quien se alude a su escabrosa
vida erótica y a la indiscreción epistolar de la soberana, fruto de chantajes.
En fin, una caterva de personajes y situaciones que solo nos pueden conducir al
último ciclo teatral de Valle.
y e) El esperpento representa la teoría
dramática genuinamente valleinclanesca. Las cuatro piezas que plasman dicha
teoría —Luces de bohemia. Esperpento (1924)
y Martes de carnaval. Esperpentos (1930),
que contiene Los cuernos de don Friolera,
Las galas del difunto y La hija del capitán— suponen la cima
teatral de nuestro autor. De nuevo, y como ya había anticipado en obra
anteriores, el mundo reflejado es el de los bajos fondos: bohemios y sablistas,
borrachos y proxenetas, prostitutas arrepentidas, organilleros ladrones,
soldados bebedores y pendencieros.
El primer esperpento,
Luces de bohemia, es el más conseguido —y el más extenso— de todos
ellos. El espectador o lector contempla las peripecias que acontecen al poeta
ciego y pobre Max Estrella y a su lazarillo y amigo Latino de Híspalis, en una
tarde y una noche por las calles, los bares e, incluso, las cárceles de Madrid.
Empleando un lenguaje exageradamente poetizado —a tenor del argumento que
expresa—, los personajes se convierten en monigotes grotescos, en animales
regidos por un destino que los supera.
«Los héroes clásicos reflejados en los espejos
cóncavos dan el Esperpento», dirá en una ocasión el protagonista. E igualmente
la realidad española también aparece reflejada en esos espejos deformantes: el
ministro ladrón y corrupto, los taberneros falsos y timadores, los policías
hipócritas y salvajes. La muerte, al alba, de Max Estrella, en un portal,
abandonado de todos, es la plasmación del más negro pesimismo: al héroe ni
siquiera le queda la posibilidad de luchar contra su destino, incluso se le
despoja de la dignidad de su propia muerte.
Paralelamente a la invención y consecución del
esperpento en el ámbito dramático, Valle-Inclán inicia en la década de 1920 una
nueva fase en su novelística, con la intención de superar la estética
modernista que había prevalecido en sus anteriores novelas. Flor de santidad. Historia milenaria,
escrita inicialmente en 1904, todavía se resiente de esta estética y emplea los
recursos que ya habían aparecido en las Sonatas:
la musicalidad, la plasticidad, la sutil elección de líricos adjetivos, la
descripción preciosista del paisaje gallego; todo ello con la intención de
crear una pátina de leyenda, de cuento folclórico, ancestral. No obstante,
algunos rasgos marcan ya un cambio de rumbo: el gusto por la fragmentación y el
empleo de capítulos muy breves, y la identificación del autor con las víctimas.
Su siguiente novela Tirano Banderas. Novela de tierra caliente (1926) narra la historia
de una dictadura en un imaginario país de Hispanoamérica. No son pocos los que
la han considerado como la obra maestra de nuestro autor, y no por escasas
razones: a la complejidad de su estructura —cuya acción se desarrolla en un
espacio de tres días— se una le complejidad del lenguaje —especie de koiné inventada por el propio autor,
quien, sobre la base del castellano peninsular, ha sumado una ingente cantidad
de modismos de todos los países hispanohablantes—; igualmente debe considerarse
el acopio de personajes que pueblan la obra —divididos en tres estadios
sociales: el indio, el criollo y el inmigrante—, y el empleo temporal de la
acción, confluyendo presente, pasado y futuro en un todo que nos da la imagen
de la situación total, monumental y casi eterna.
Desde Miguel Ángel Asturias —El señor Presidente— hasta Vargas Llosa —La fiesta del Chivo—, pasando por Roa Bastos —Yo, el Supremo— y García Márquez —El otoño del patriarca—, la más reciente tradición de novelas sobre
dictadores hispanoamericanos parece surgir de esta genial novela del autor gallego,
no duda en beber de la historia canalla del dictador y general Santos Banderas
—déspota de la imaginaria república de Santa Fe de Tierra Firme y de su familia
(mantiene una relación incestuosa con su hija loca)—, enfrentado a sus
oponentes con visos de redentores místicos, como don Roque Cepeda o Filomeno
Cuevas, o adulado por los arribistas inestables y vividores, como el Cornelito
de la Gándara. No obstante, aunque tema, argumento e incluso motivos han sido
recogidos por otros autores, ninguno de ellos ha mostrado intención de emplear
la técnica del esperpento. Tirano
Banderas es el esperpento a la novela, lo que Luces de bohemia lo es al teatro. La animalización de los
personajes, las situaciones grotescas, los diálogos deformes —gracias al componente
lingüístico ya aludido— confieren a Tirano
Banderas la categoría de novela única y magistral.
Sin alterar el paso de rata fisgona, subió
a la recámara donde se recluís la hija…
—¡Hija mía, no habés vos servido para
casada y gran señora, como pensaba este pecador que horita se ve en trance de
quitarte la vida que te dio hace veinte años! ¡No es justo que dés en el mundo
para que te gocen los enemigos de tu padre, y te baldonen llamándote hija del
chingado Banderas!
Oyendo tal, suplicaban despavoridas las
mucamas que tenían a la loca en custodia. Tirano Banderas las golpeó en la
cara:
—¡So chingadas! Si os dejo con vida, es
porque habéis de amortajármela como un ángel.
Sacó del pecho un puñal, tomó a la hija de
los cabellos para asegurarla, y cerró los ojos. Un memorial de los rebeldes
dice que la cosió con quince puñaladas.
Un año después de la publicación de esta novela,
Valle-Inclán inicia un ambicioso proyecto que la muerte le impedirá llevar a
buen término. El Ruedo ibérico debía
abarcar el periodo comprendido entre los meses previos a la revolución de
septiembre de 1868 y la pérdida de Cuba en 1898. Similar a los Episodios Nacionales, el proyecto
estaría compuesto por tres trilogías. Valle-Inclán no pudo concluir ni tan
siquiera la primera de ellas. A La corte
de los milagros (1927), Viva mi dueño
(1928) y la inconclusa Baza de espadas
(1932) debe sumarse la póstuma El trueno
dorado (1936) —obra que es una ampliación de uno de los capítulos de La corte de los milagros.
Como ocurría con Tirano Banderas, el lenguaje, fuertemente contaminado por los
rasgos esperpentizantes, se convierte en el máximo protagonista de estas
novelas históricas: las rivalidades entre moderados y progresistas, el carácter
“castizo” y dudoso de la reina Isabel II; los frecuentes pronunciamientos de
generales o sargentos; la influencia eclesiástica en las cuestiones de estado y
las trifulcas entre los privados que se turnaban en el favor de la reina; no
merecen sino el tratamiento que el esperpento de Valle-Inclán les otorga. De
nuevo los personajes se comportan como títeres, absurdos muñecos deformes y
grotescos, ciegos ante la historia que los contempla e ignorantes ante el futro
que se les avecina y terminará engulléndolos. Así comienza la primera de las
novelas de este ciclo: «El reinado isabelino fue un albur de espadas: Espadas
de sargentos y espadas de generales. Bazas fulleras de sotas y ases».
Las dotes estilísticas de su prosa y el
sentimiento trágico de la realidad española que se desprende de su obra —afín a
sus compañeros de la generación del 98— convierten a Valle-Inclán en uno de
nuestros mayores escritores; aunque su importancia universal se ve en menoscabo
debido, paradójicamente, a la complejidad y belleza de su estilo, como ocurría
con Góngora o Quevedo, que lo convierte en un autor prácticamente intraducible.