Aquí tenéis el inicio de mi nueva novela. No os olvidéis de reservarla ya. La tenéis en Espacio Ulises.
—Españoles —el presidente del Gobierno contuvo
las lágrimas, se sorbió los mocos y remató—: Franco ha muerto.
¡Toma ya! ¡La espichó el cabroncete! Y el memo de Arias Navarro
haciendo pucheros por la pantalla del televisor. Lo que me faltaba por ver y
oír. Se le notaba a diez leguas que había salido de un colegio de pago: si le
pusieran una toga se le confundiría con la madre superiora de las Carmelitas
Descalzas. Unos años atrás, cuando dirigía con guantes de acero la DGS , seguro que no estaba tan
compungido ordenando arrestos y torturas. En cambio, yo me contuve de gritar
como un poseso; porque estaba convencido (aún lo estoy) de que aunque se ha
muerto el perro, la rabia todavía no se ha acabado.
Pero siempre hay idiotas: las prisiones, como esta, están a
reventar de gente así. ¿Quién sino un imbécil se iba a dejar prender y
enchironar? Un par de vainas se levantaron de la silla como empujados por un
resorte y, brazo extendido, emulando a los pretorianos romanos, gritaron un
«¡Presente!» que retumbó en toda la sala de estar. Cuando comprendí lo que se
avecinaba fui yéndome sin prisa pero sin pausa; la experiencia me ha enseñado a
escurrir el bulto y a regatear contratiempos mejor que Di Stéfano. El ademán y
la actitud de los fascistas no convenció a otros energúmenos que se cagaron en
el Caudillo y en su madre (que en Gloria esté, la señora, y que dudo mucho de que
les haya hecho algún mal; pero hay gente que echa todos sus arrestos por la
boca sin el menor miramiento). Conque, tras desahogarse con el finado y su
familia, echaron mano de sendas sillas y se abalanzaron contra los cruzados de
la causa fascista. ¡El rosario de la
Aurora , vamos!
In illo tempore, yo ya
estaba fuera, en el pasillo, contemplando entre resignado e irónico el orden de
batalla que se estaba disponiendo. Además, sabía que en unos minutos aquello
iba a convertirse en un segundo Brunete y que, a no más tardar, acudirían
raudos y dispuestos los guardias con sus porras de goma y sus ganas de repartir
leña sin miramientos… Al fin y al cabo, cobraban por eso y para eso, los
pobres. Conque me escabullí en silencio y me retiré a mi celda, donde me tumbé
en el camastro mientras escuchaba los gritos y las carreras, los gemidos de
dolor y los aullidos de rabia. Encendí un Chesterfield y me entretuve formando
figuras etéreas con las volutas de humo.
Para qué engañarse: a estas alturas de la película uno ya está
curado de espanto. Son casi veinte años entre rejas para sorprenderse de nada
ni preocuparse por lo que ni tiene solución (la estupidez humana, por ejemplo)
y además es inevitable (que siempre habrá alguien que dé y alguien que reciba).
Y fue en ese momento —con el telón de fondo de la algarabía como banda sonora
de película en technicolor y cinemascope, a lo Cecil B. De Mille, vamos—,
cuando me incorporé de la litera, cerré la puerta para atenuar el ruido y
parapetarme de las distracciones, arrojé la colilla al suelo y la chafé, tomé
asiento ante la mesa —bajo la ventana por la que ya empezaba a clarear un nuevo
día— y decidí que ya iba siendo hora de contarlo todo, de vomitar toda la rabia
y la mala hostia que se me había ido acumulando en el vientre, como una bola de
brea candente que, algunas noches, me impedía dormir.
Hace media hora que he cogido el lapicero y he abierto la
libreta que conseguí hace unos años, cuando me dio el arrebato, como ahora, de
revelar toda la verdad. Pero aquella vez no pasó de un mero propósito, porque
no escribí ni una maldita letra. En cambio ahora ya me he merendado casi dos
hojas y noto que esa pelota de pez se va deshaciendo y vertiéndose en cada
palabra, en cada línea que va cubriendo las páginas cuadriculadas de la
libreta. Esta vez va en serio, lo sé.
¿Cuánto hacía que no había vuelto a escribir? Dejando al margen
la declaración que dijeron que yo había hecho y que me hicieron firmar después
de hincharme a guantazos; obviando la firma que estampé cuando, a la entrada de
la cárcel, tuve que leer y certificar que era el dueño de la lista de objetos
que dejaba en consigna y que estarían esperándome si algún día salía de aquí.
Todavía la recuerdo: una muda, un pantalón de tergal y un cinto; una camiseta
azul marino de manga corta, un pañuelo con mis iniciales (A. G. V.) bordadas;
un manojo de llaves de la pensión que la bruja de doña Concha, la Ogra , debe de haber buscado
desde entonces (¡que se joda!); dos caramelos de eucalipto, marca Pictolín, que
los guardias ni siquiera me dejaron meterme en la boca —«Por si intenta usted
suicidarse», se pitorrearon— y que, claro, después de casi dos decenios milagro
será que estén todavía allí; un mechero y media cajetilla de Peninsulares que
seguro que se habrán fumado, y setenta y tres pesetas con cincuenta céntimos.
¿Cómo demonios puedo acordarme de todo eso? Pues porque no he hecho otra cosa
durante estos años que darle vueltas al tarro sobre cómo y por qué me
prendieron. Pero a lo que iba —ya habrán notado ustedes mi propensión a las
digresiones y a los incisos, conque vayan acostumbrándose…
Hacía más de diecinueve años que no había vuelto a ponerme
delante de una libreta con el lapicero en la mano. Mucho tiempo, demasiado; así
que el lector —si alguna vez esta historia consigue traspasar los barrotes y
los muros de esta celda— sabrá perdonar mi pobre estilo y, sobre todo, si en alguna
ocasión —como en la de arriba— me pierdo en disquisiciones. Son muchos años de
pensar y de cavilar, sin soltar prenda.
De ley es empezar por el principio que, en mi caso, es más bien
el final: me llamo Antonio Gil Valdés y fui detenido el jueves 19 de julio de 1956, a las ocho menos
cuarto de la mañana, en Madrid. Los golpes contra la puerta de la pensión y
luego los pasos firmes y decididos por el pasillo tuvieron que advertirme del
peligro. ¿Pero adónde ir y cómo salir del cuartucho de mierda que la Ogra me había alquilado por
cuarenta duros al mes? Abrir la puerta de una patada, gritar mi nombre y
ordenarme que me levantase en el acto y me vistiese, fue todo un parpadeo,
cuestión de segundos. Apenas me dio tiempo a incorporarme en el lecho y ya el
primer bofetón me arrojó de la cama, haciéndome aterrizar sobre la alfombrilla
y el orinal, que volqué y ensució la esterilla e impregnó el cuchitril de un
tufillo ácido, de espárragos. Me vestí entre espasmos y temblores —de miedo y
de rabia—, bajo la furiosa mirada de un poli con cara de mala hostia y cubierto
de correajes blancos, mientras otros dos arramblaban con la habitación: abrían
las puertas del armario y los cajones y vaciaban la poca ropa y las escasas pertenencias
que poseía, volcaban las dos sillas y desparramaban las carpetas, las libretas,
la media docena de libros y los puñados de lápices que cubrían el pequeño
escritorio ante la ventana, estrecha y sucia, que daba al patio interior.
Algunos libros me los había dejado unos meses atrás Robert Taylor: a él se los
habían traído de Argentina o México. Eran títulos prohibidos, obviamente… pero
los cazurros de los guardias no iban a detenerse leyendo los títulos. Yo ya era
culpable.
Doña Concha hizo amago de emitir alguna queja, pero la saña con
que los policías se empleaban y la cara de perro rabioso del que parecía el
mandamás la hicieron desistir. Me sacaron a empujones de la habitación y del
piso, sin permitir que me atacase los faldones. Bajé a trompicones la estrecha
escalera del edificio y no sé ni cómo no me rompí la crisma con la barandilla
metálica, porque, empujado sin miramiento en varias ocasiones, la golpeé más de
una vez, como si fuera un huevo hervido que hubiese que romper con la frente,
cuando era un muchacho e iba a comerme la mona a la sierra con las chavalas del
pueblo.
Me arrojaron de un empujón, aderezado con algún que otro
puntapié, dentro de un furgón del que no recuerdo el color, pero sí el hedor a
sudor y miedo que emanaba de su interior. Fui conducido al edificio de la Dirección General
de Seguridad, en la Puerta
del Sol, junto con otros dos individuos tan amedrentados como yo. Nunca más he
vuelto a verlos: uno lloraba en silencio, torciendo el gesto en muecas
grotescas que, en otra ocasión, me hubieran hecho reír, pero que en aquel
momento hacían que mis esfínteres se dilatasen; el otro permanecía en silencio
y con la cabeza gacha. En los sótanos de la DGS recibí una somanta de hostias de la que salí
vivo de milagro; pero con los calzones sucios y una muela menos. Cuando paso la
punta de la lengua por el hueco todavía me duelen las mejillas y las costillas,
como si una punzada de dolor y de miedo hubiera sustituido a la muela. ¡Qué
calor hacía ese día, rediós!
Dos días más tarde me obligaron a firmar una declaración cuyas
palabras nunca recordé que dijera; aunque, sin duda, hube de proferirlas en
aquellas horas de delirios y angustia, porque eran verdades como puños.
Después —¿dos o tres días, una semana? Perdí la noción del
tiempo— me llevaron ante un tribunal que me juzgó y condenó a cadena perpetua.
Sé que ingresé en la prisión de Carabanchel el día 25 de julio de 1956, bajo un
sol del copón bendito que hacía relumbrar las paredes encaladas y te obligaba a
caminar entrecerrando los ojos porque era como si el cochino astro rey se
hubiera instalado en las paredes altísimas del patio de la prisión. Y desde ese
momento ni pude (no me dejaron durante los primeros años), ni quise (después
había perdido la ilusión y las ganas) volver a escribir. Durante todo este
tiempo me he sentido seco, hueco y asqueado, tan yermo como el patio por el que
salíamos y salimos cada mañana, llueva o nieve o nos asemos bajo el sol,
hastiado por todo lo que he observado en derredor. Tal vez sea el momento de
llenarme de nuevo.
Un elenco de perros, Ed. Playa de Ákaba (en prensa, ya en pre-venta)
Un inicio arrollador. Tiene una pinta bestial.
ResponderEliminarUn abrazo.