Cuando termino de leer Las
intermitencias de la muerte, publicada por el Nobel portugués José Saramago
en 2005, hay dos ideas que me rondan por la cabeza. La primera: la fuerza de un
hombre de 83 años (nació en 1922) para concluir una obra tan notable como la
que acabo de leer; la capacidad intelectual y física (porque escribir supone un
esfuerzo físico que muchos desconocen) de un hombre que todavía es capaz de
publicar dos novelas más —El viaje del
elefante (2008) y Caín (2009)—;
un libro autobiográfico —Las pequeñas
memorias (2006)—; y una colección de relatos y pensamientos —El cuaderno (2009)—, antes de dejarnos
en 2010. ¡Extraordinario! No concibo otro adjetivo.
La segunda idea se refiere al optimismo que destilan las
páginas, al afán de seguir viviendo que posee el octogenario escritor y que el
lector advierte conforme van avanzando las palabras. No he leído toda la
bibliografía de Saramago, pero de todas las novelas que he tenido la dicha de
leer (y con las que espero todavía deleitarme) estoy por asegurar que esta
novela es la más optimista, la más alegre de todas. ¡Y eso que el tema —con la
muerte como protagonista— parece presagiar lo contrario!
He aquí, muy sucintamente, el argumento: En un país innominado,
pero que el lector asiduo a Saramago muy pronto reconoce —porque se parece
mucho al que ya utilizó en Ensayo sobre
la ceguera (1995) y Ensayo sobre la
lucidez (2004)—, la muerte deja de actuar. Parte el autor de una proposición
contraria a la evidencia de los hechos corrientes y terrestres: puesto que la
muerte deja de actuar durante muchos meses, nadie fallece en ese país. Lo que
puede parecer una bendición no tarda en devenir en desgracia: los hospitales se
abarrotan; las funerarias quiebran; los familiares viven en un estado de ánimo
siempre alterado al ver que sus mayores no fallecen; la iglesia pierde su razón
de ser puesto que si nadie muere nadie ha de resucitar en otra vida mejor. El
hundimiento económico del país se prevé en pocos años puesto que el
mantenimiento de las personas ancianas es cada vez mayor. Surgen las mafias
(maphia, en la novela) que ayudan a transportar a los enfermos al país vecino,
donde nada más cruzar la frontera fallecen.
No es una obra pesimista, sino todo lo contrario porque la
muerte es tratada como un ser humano y no como una entelequia o un poderoso
espíritu: tiene sus dudas, sus vanidades e incluso sus errores.
Por supuesto, Saramago no abandona su particular estilo
escritural. Un estilo que, a quien se acerque por vez primera al autor
portugués, no dejará de sorprenderle. Las novelas de Saramago son de difícil
lectura, no por el nivel del lenguaje, sino por cuestiones estilísticas y si se
quiere, de maquetación. Enormes párrafos donde el diálogo se imbrica y forma
parte de la narración, sin marcas gráficas que lo señalen. Hay que añadir la
ausencia de mayúsculas en los nombres propios. Rasgos que podríamos denominar
vanguardistas pero que en el autor portugués son la carta de presentación.
No les desvelaré el final de la novela, pero ustedes mismos
podrán comprobar que termina tal y como empieza: «Al día siguiente no murió
nadie». Una gran obra crepuscular de una de las voces más originales de la
literatura universal.
Tuve mi primera experiencia con Saramago en Ensayo sobre la ceguera, y ya era consciente de que me iba a enfrentar a sus peculiaridades estilísticas porque siempre me habían echado para atrás. Pero, sorprendentemente, la historia me removió y, además, no me importó demasiado su forma de escribir. También me animé a acercarme a la versión cinematográfica, con Julianne Moore, que está bastante edulcorada.
ResponderEliminarIgual ha llegado la hora de hundirse de nuevo en sus mares de palabras.
Un abrazo.
Este es más ligero que Ensayo sobre la ceguera. Posee el humor del que carece el primero.
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