Que Javier Tomeo (1932-2013) es un autor
difícil es algo que no debe sorprender a aquellos que hayan accedido a la
extensa obra del autor aragonés. La dificultad de Tomeo no descansa en el
argumento de sus novelas, sino en la arquitectura, en el armazón sobre el que
el autor las ha edificado. Hay obras donde el andamiaje ¾complejo, milimétrico¾
destaca sobremanera (como en El castillo de la carta cifrada o en El
discutido testamento de Gastón de Puyparlier); y otras donde sólo la mirada
certera y crítica, la lectura atenta y profunda puede desvelar el artilugio que
sustenta la obra (como en El crimen del Cine Oriente). La soledad de
los pirómanos pertenece al segundo grupo: todo parece anodino, trivial,
rozando la monotonía. No en vano la obra habla sobre el aburrimiento de la
cotidianidad, sobre la paradójica soledad en una mundo superpoblado. Únicamente
una lectura detenida y atenta nos permite descubrir la arquitectura que
descansa y sostiene el edificio argumental.
Quizás homenajeando o quizás parodiando al Ulises
de Joyce, la novela transcurre en un único día: un sábado de noviembre, en una
ciudad portuaria cuyo nombre se omite (aunque ciertos datos nos remiten a
Barcelona). Tomeo utiliza el recurso de la primera persona para contar la
historia, que se desarrolla en tiempo presente. Los hechos narrados no han
pasado, sino que pasan en el momento en que son relatados. Aunque la
verosimilitud se resiente, los lectores ganamos en inmediatez.
La vida anodina de un soltero, Rafael, el
narrador, aparece tiznada de personajes tan hundidos en la soledad como el
propio protagonista: su amigo Ramón (especie de alter ego del propio autor), su gata Julieta... Y ante la escasez
de hechos y acontecimientos relevantes, el narrador debe sumergirnos en las
descripciones detalladas y puntillosas de todas las cosas que le rodean. Ahora
se homenajea o parodia la noveau roman francesa. Quizás la soledad
agudice los sentidos: todo se ralentiza, todo parece cobrar una importancia que
no creíamos existiera. Pero al mismo tiempo la soledad nos vuelve egoístas:
nuestra mente, ociosa, decide convertir nuestras debilidades en grandezas,
tergiversándolo todo. Rafael es un maniático que, a pesar de la socarronería de
sus opiniones, no nos puede resultar simpático; nos decantamos por el torpe y
tímido Ramón, con sus intentos por enamorarse, con su afán por desasirse de la
influencia de Rafael, de salir de la monotonía mecánica, de la vida aburrida
que soporta y a la que intenta no resignarse.
En esa vida gris y aburrida, donde la
televisión ha sustituido al Otro, donde el diálogo no existe, donde los fines
de semana son una carga y no un premio; en la monotonía de la existencia de
Rafael y Ramón, los misteriosos incendios que se declaran en la ciudad devienen
un soplo de aire fresco, de renovación. Hay un resquicio por donde poder
introducir su imaginación, por donde destilar la sensación de inutilidad y
agobio que desprende la vida de los dos solteros.
La presencia de una niña pelirroja en las
cercanías de los incendios se convierte, en la mente inestable del narrador, en
una elemento vital: es una grieta en el muro de su existencia gris, es un
acicate que remueve su imaginación, su capacidad para fantasear... aunque el
precio sea la muerte... La obsesión del narrador hacia la niña pelirroja
contagia al lector quien, asombrado, se deja llevar por el monólogo retorcido
de Rafael: miramos por la ventana y sentimos alivio al comprobar que ninguna
niña pelirroja acecha nuestra casa.
Termina la novela con una nota de suspense
que nos deja en vilo, al pie de un precipicio. Advertimos entonces que la
soledad ha sido la verdadera protagonista y que la tristeza que desprenden las
páginas tardará todavía un tiempo en borrarse de nuestra alma. Hace un siglo
los escritores románticos exaltaban la soledad; en el siglo XXI la soledad ha
dejado de ser “un precioso bálsamo” para convertirse en un cáncer.
Javier Tomeo,
La soledad de los pirómanos,
Ed. Espasa Calpe, 2001. 183 págs.
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