"Todo relato tiene un sentido trascendente,
tiene su filosofía, y nadie cuenta nada sin otra finalidad que contar”. De esta
guisa se expresaba don Miguel de Unamuno al prologar su obra La novela de
don Sandalio, jugador de ajedrez. No, que no se sorprenda el lector: es
ésta una reseña de una novela (casi) desconocida de Antonio Muñoz Molina (ahora que acaba de publicar su última creación no está de más recordar títulos anteriores); pero sucede que releyendo
esta En ausencia de Blanca, me ha venido al recuerdo aquella breve
novela de Unamuno. Quizás porque en esencia son similares: breves, pero
intensas; aparentemente livianas, pero densas. Ambas versan sobre un mismo
tema: ¿llegamos a conocer a nuestros semejantes? ¿son estos como se nos
muestran? ¿o acaso no los inventamos, no los adaptamos a la idea que nosotros
tenemos de ellos?
Apenas pasaron nueves meses desde su
anterior novela, Sefarad, cuando, como si del fruto de un embarazo se
tratase, Muñoz Molina sacó a la luz un nueva creación: En ausencia de Blanca.
La novela (o novella, por su brevedad) narra la vida en común de dos
personalidades totalmente opuestas: Mario López, un funcionario de provincias,
un amante de la tranquilidad y la rutina; y Blanca (obsérvese que carece de
apellido), una mujer libre y un tanto bohemia, inclinada al snobismo y a la
ensoñación. Igual que los polos opuestos se atraen, así Mario y Blanca terminan
casándose, compartiendo una vida en común, complementándose el uno al otro.
Retomando el uso de las analepsis y las prolepsis (saltos temporales) que tan
asiduas eran en las obras anteriores a Ardor guerrero, Muñoz Molina nos
va describiendo las vidas de sus personajes antes de conocerse.
El lector
adicto a la obra del autor jiennense ve pasar por las páginas de la novela una
caterva de caracteres conocidos: el joven pueblerino llegado a la ciudad; los
artistas “progres” y “vivos”, culturetas y pseudo-intelectuales con su labia
hipnotizadora y postmoderna, y sus obras escasamente válidas; la vida rutinaria
del oficinista; la vida nocturna y bohemia que conduce a la soledad y el
vómito. En fin: el mejor y (para algunos) el peor Muñoz Molina. Claro está que
todo esto nos llega siempre a través de una prosa proclive a las oraciones largas y
sinuosas, que se deslizan por nuestras ojos y penetran en nuestra mente como
las aguas de un arroyo que salvase las estreches más angostas y llegara hasta
los últimos reductos.
Mario López ¾como el narrador de la obra de Unamuno¾ prefiere imaginar la vida de Blanca, prefiere imaginársela. Y esa reconstrucción lo lleva a moldearla según sus apetencias, a crearla y recrearla
según su conveniencia. Si el personaje unamuniano necesita a don Sandalio; lo
mismo le sucede a Mario con respecto a Blanca. Necesitamos a las personas para
justificarnos y definirnos a nosotros mismos. No importa tanto amar; lo que
realmente importa, lo que plenamente nos ayuda
a sobrevivir es sentirse amado.
Mario no es un hombre realmente brillante,
pero su inteligencia la pone en Blanca. Uno advierte que la relación entre
ellos funciona porque él lo da todo y porque ella se deja querer, aceptando
cada acto de amor de Mario como si fuera una deuda que debe ser saldada, como
una obligación contraída. Y entonces estalla la crisis; que actúa como un baño
renovador, aunque en un principio pueda parecer lo contrario. Pasada la crisis,
el lector sabe que Mario seguirá siendo feliz (posee el don camaleónico de la
costumbre y la garantía de la falta de ambiciones) ¾y sabe también que ahora Blanca no se limitará a dejarse querer, a
recibir únicamente; ahora también amará.
Al
concluir la lectura queda la sensación de que más que a una obra cerrada, hemos
asistido al inicio de otra gran obra, de una obra no escrita... la vida de
Mario y Blanca a partir del punto final.
Termino la novela y algo queda en el
aire, algo que nunca nadie ha dicho mejor que Claudio Rodríguez:
¿Por qué quien
ama nunca
busca verdad, sino que busca dicha?
¿Cómo sin la verdad
puede existir
la dicha? He aquí todo.
Antonio Muñoz Molina,
En ausencia de Blanca,
Círculo de Lectores/ Alfaguara, 2001. 119 págs.
Dices que "necesitamos a las personas para justificarnos y definirnos a nosotros mismos". Es cierto. Los demás son el espejo de nuestros actos, aunque también debemos confiar en nosotros mismos. Anoto la obra de un autor que he leído poco.
ResponderEliminarUn abrazo.