Emilio Carrere fue tan marrullero y
prolífico como todos los bohemios con los que cohabitó. No pasará, desde luego,
a los manuales de literatura a no ser porque es uno de los pocos casos en los
que él mismo se dedicó a plagiar, cuando no a falsificar, sus propias obras.
Como se explica en el prólogo, El misterio de los siete jorobados (1924)
es el autoplagio de un cuento anterior que Carrere no quiso convertir en novela
y que terminó en manos de otro autor tan marginal como él, Jesús de Aragón,
quien concluyó la obra.
El
lector nunca se aburre: lo cual, en los tiempos que corren, no es poco. Para los
degustadores de este tipo de ficción bastará recordar a Stephen Keeler (Las
gafas del señor Cagliostro, cuya primera lectura debo a mi amigo Julio
Sanchis, me hicieron comprender que hay una diferencia entre la buena
literatura y la literatura que preferimos). Para aquellos que quieran (y yo les
aconsejo que lo hagan) introducirse en la novela de Carrere sólo habrá que
señalar que el protagonista se ve envuelto en las más dispares y disparatadas
aventuras: las visitas del espectro tuerto y gafe del señor Catafalco; el
misterioso asesinato del doctor Robinsón de Mantua; las añagazas del falsificador
Bellini; las joyas robadas de la cupletista Bella Medusa; el mensaje cifrado
que resolverá el arqueólogo Sindulfo de Arco; las correrías por los
subterráneos y las cloacas de Madrid; la enigmática liga de los Jorobados y su
ciudad subterránea; y así más y más.

Emilio Carrere,
La torre de los siete jorobados, Ed. Valdemar,. 286 páginas.
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