Que yo sepa únicamente G. K. Chesterton (¿quién
sino?) alabó la denominada “novela de quiosco”, a la que adjetivó de
“simplemente humana”. Entre el resto de críticos (entonces y ahora), la
denostadamente llamada “infraliteratura” fue (y es) un mal al que debemos
resignarnos como a un molesto catarro invernal. Que la editorial Valdemar edite
una obra que es poco menos que la quintaesencia de este tipo de literatura es,
cuanto menos, digno de elogio; que además aparezca en una cuidada edición con
un sabroso prólogo de Jesús Palacio es, ahora sí, para rendirle honores.
Emilio Carrere fue tan marrullero y
prolífico como todos los bohemios con los que cohabitó. No pasará, desde luego,
a los manuales de literatura a no ser porque es uno de los pocos casos en los
que él mismo se dedicó a plagiar, cuando no a falsificar, sus propias obras.
Como se explica en el prólogo, El misterio de los siete jorobados (1924)
es el autoplagio de un cuento anterior que Carrere no quiso convertir en novela
y que terminó en manos de otro autor tan marginal como él, Jesús de Aragón,
quien concluyó la obra.
El
lector nunca se aburre: lo cual, en los tiempos que corren, no es poco. Para los
degustadores de este tipo de ficción bastará recordar a Stephen Keeler (Las
gafas del señor Cagliostro, cuya primera lectura debo a mi amigo Julio
Sanchis, me hicieron comprender que hay una diferencia entre la buena
literatura y la literatura que preferimos). Para aquellos que quieran (y yo les
aconsejo que lo hagan) introducirse en la novela de Carrere sólo habrá que
señalar que el protagonista se ve envuelto en las más dispares y disparatadas
aventuras: las visitas del espectro tuerto y gafe del señor Catafalco; el
misterioso asesinato del doctor Robinsón de Mantua; las añagazas del falsificador
Bellini; las joyas robadas de la cupletista Bella Medusa; el mensaje cifrado
que resolverá el arqueólogo Sindulfo de Arco; las correrías por los
subterráneos y las cloacas de Madrid; la enigmática liga de los Jorobados y su
ciudad subterránea; y así más y más.
Siempre habrá quien dictamine con la voz engolada: ¡Un gran despropósito! Pues, si, la verdad, por qué habría que negar lo evidente. Si embargo, un gran disfrute si se devora con
la ansiedad de quien, por primera vez, descubre la magia de la lectura. Hubo
quien dijo que para leer el Werther de Goethe había que estar enamorado;
para leer La torre de los siete jorobados hay que volver a ser niño.
Sólo así se disfrutará plenamente de una novela inmensa: sin complejos y con la
aceptación de que, en la ficción —y más en la ficción divertida— todo es válido si está escrito con gracia y estilo.
Emilio Carrere,
La torre de los siete jorobados, Ed. Valdemar,. 286 páginas.
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