Cuando hablo de Destilando fantasmas, siempre pienso en que su invención y
redacción tuvo cuatro momentos significativos, cada uno de ellos ligado a un
tipo de música que se relaciona, obviamente, con mis gustos particulares en
diferentes épocas de mi vida.
El primer momento es aquel previo a la novela,
cuando ni siquiera había pensado en ella. Durante el otoño de 1994 viví en
Columbus (Ohio), a la sombra de su universidad. Durante aquellos meses, cuando
todavía no había imaginado que mis experiencias podían ser el germen de esta
novela, escuchaba sobre todo Mucho más
que dos, de Ana Belén y Víctor Manuel, en un CD doble y en directo, donde
la pareja canta con Serrat, Sabina, Antonio Flores o Pablo Milanés. Era el único
CD que me había llevado a Estados Unidos. Lo escuchaba todas las noches,
mientras cenaba solo, en un apartamento en donde no había televisor y detrás de
los cristales el frío cubría de escarcha el paisaje. Mis amigos me habían
dejado un aparato reproductor que también tenía radio, que nunca sintonizaba
porque apenas podía entender dos palabras y media. Luego, a lo largo de la
jornada, casi no escuchaba música salvo los hilos musicales que me acompañaban
en mi paseo por las librerías o mis visitas a los supermercados.
Entonces me
cantaba a mí mismo, tarareaba lo que deseaba escuchar: la banda sonora de Vértigo, de Hermann; la de Hasta que llegó su hora o Érase una vez en América, ambas de
Morricone; «Space Oddity» y «The Man Who Sold the World», de David Bowie, aunque
esta última en la versión acústica que Nirvana había grabado ese año y que, en
cierto modo, fue una aviso de la decisión que poco después tomaría Kurt Corbain;
una vieja balada de Scorpio, «Still Loving you»; una de las melodías más
hermosas que nunca se han oído: «The Way We Were», con la voz de la Streisand;
Serrat cantando el «Romance de Curro el Palmo». Cuando faltaban dos semanas
para regresar a España escribí el cuento «Las largas avenidas» en un ordenador
de la biblioteca y lo imprimí allí mismo, en hojas de papel continuo que luego
separé, grapé y regalé a mis amigos: Mari Paz, Rosa, Eileen, Esteban. Me
recuerdo tecleándolo al tiempo que tarareo Verano
del 42, de Michel Legrand.
El segundo momento comienza poco después de
llegar a España, ya en 1996, cuando advierto que este cuento bien puede ser el
inicio de algo más extenso. Y comienzo a documentarme y empiezo a escribir casi
en un estado febril, sin apenas detenerme a corregir porque las ideas brotan
tan precipitadamente de mi cabeza hacia los dedos que no tengo tiempo para
pararme y cribarlas: a una idea se sucede otra y otra y luego una tercera que
viene a mejorar las anteriores. Vuelvo a escuchar la misma música que oía en
Ohio, a la que añado los boleros clásicos de Los Panchos, como «El reloj» y «La
barca», o «Esta tarde vi llover», de Manzanero; pero sobre todo es Chet Baker,
su voz y su trompeta, los que pueblan las noches casi en vela que empleo
escribiendo Los recodos del camino,
porque ese es el título de la novela que está construyéndose sobre la pantalla
del ordenador: «My Funny Valentine», «There Will Never Be Another You». Termino
la novela el día de San José de 1999. Imposible olvidarlo porque ese mediodía
se casa mi hermano. Yo me levanto muy temprano, escribo las últimas páginas y
las imprimo para añadirlas al montón que se ha ido levantando poco a poco a lo
largo de más de dos años.
El tercer momento va desde ese 19 de marzo de
1999 hasta diciembre de 2007. Casi ocho años en los que la novela es releída
decenas de veces, corregida, pulida, modificada. La presento a varios concursos
sin éxito; me la devuelven de un puñado de editoriales porque no entra en su
“línea editorial”. Poco a poco la novela va mejorando al ritmo de «Losing my
Religion», de REM; de «Wonderwall», de Oasis; de «Smells Like Teen Spirit», de
Nirvan; de «El canto del gallo» y «37 grados», de Radio Futura; de las melodías
aterciopeladas de Chet Baker. A finales de 2007, consigo “engañar” a Luis
Bonmatí, el editor de Agua Clara, quien antes de publicarla me sugiere dos
modificaciones: cambiar el título y aligerar la primera de las cuatro partes de
que consta la obra. Hago más: Destilando
fantasmas, que era el título de la primera parte de la novela se convierte
en el título y este, «Los recodos del camino», pasa a encabezar la primera
parte; suprimo un capítulo completo de la primera parte titulado «Vida de Luis».
Sin embargo, añado el prólogo localizado en Bonn en 1935. Y la novela se
publica.
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