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sábado, 14 de diciembre de 2019

EL TEATRO ESPAÑOL DURANTE EL FRANQUISMO (I)



1.    PRELIMINARES. CONTEXTO. TEATROS NACIONALES.

      La particularidad del teatro, como género híbrido que es —una parte literaria, otra espectacular—, lo diferencia notablemente de la novela y la poesía. El éxito o fracaso de una obra dramática es instantáneo y puntual, y de este depende, en buena medida, el desarrollo de la producción de un autor; también el sueldo de actores y tramoyistas, la predisposición del empresario y del dueño del teatro a aceptar o no más obras, incluso el jornal del taquillero y del acomodador.
     
     En el estudio de Víctor García Ruiz (1999) se ofrecen detalladamente las condiciones laborales (días de trabajo o de descanso, salarios) de todo el personal que trabajaba en torno al teatro en 1949. Según los datos expuestos, «un actor cobraba al menos mil quinientas pesetas [9 €] cada mes cuando tenía contrato para una temporada». No parece un salario bajo; pero, evidentemente, no era un sueldo fijo puesto que la eventualidad era el fantasma de la profesión: «con poco tiempo de diferencia un actor o actriz podía pasar de vestir con lujo y obsequiar espléndidamente a tener apuros para pagar una triste casa de huéspedes». García Ruiz también se centra en las ganancias del autor teatral, que participaba de la recaudación diaria: obras originales en un acto: 3%; en dos actos: 7%; y en tres o más actos: 10%.
     
     Por el contrario, cuando un novelista o un poeta publican una de sus obras, el éxito o no de las mismas puede llegar más lentamente o de modo fulgurante, en realidad carece de extrema importancia; además, tanto el poeta como el novelista parten del supuesto de que muy poca gente va a comprar su producto. Su fracaso solo afectará al editor y al autor.

     Durante todo el siglo XX se habló del “mal del teatro español”, aludiendo a la escasa repercusión social, económica y cultural que tenía. Desde nuestro punto de vista, dicha crisis radicaba en que precisamente no existía en España un teatro al que pudiéramos calificar de burgués. Por tanto, los motivos de este estancamiento teatral no habría que buscarlos en el gusto del público, sino en factores económicos, sociales y educativos que suponían un lastre para el desarrollo y la modernidad del país.
Resultado de imagen de madrid años 40En 1930, España estaba habitada por veinticuatro millones de habitantes, de los que el 43% eran analfabetos; además, la escolarización de la población de seis a doce años alcanzaba únicamente al 55% de los niños, concentrándose sobre todo en núcleos de población urbana superiores a 50.000 habitantes (por otro lado, muy escasos: Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, Sevilla y pocos más). De ello se deduce que casi la mitad de la población española era analfabeta o, al menos, poseía una cultura ínfima. Por otro lado, la población urbana (ciudades con más de 50.000 habitantes) apenas ocupaba un 35% del total del país. Comparando estos datos con los de otros países europeos como Francia, Inglaterra o Alemania —en este último el grupo de población escolarizada alcanzaba casi un 80%—, concluiremos que el analfabetismo generalizado afectó negativamente, y de manera considerable, a la cultura española.

     Casi todos los críticos e historiadores han cargado las tintas contra el gusto del público por la zarzuela, la pieza folclórica o el género chico; pero, ¿a qué otro espectáculo podía acudir una gran masa de población que carecía de la educación básica? Además, el precio de las entradas a las funciones “serias” no estaba al alcance de cualquier trabajador u obrero. ¿Cómo podían crearse en España obras de la densidad ideológica de George Bernard Shaw, Eugene O’Neill, Bertolt Brecht o Jean Anouilh —por citar algunos de los dramaturgos más relevantes de aquellas décadas—, cuando no había un público para ellas?

     Existe otro dato revelador al respecto: en 1920, sobre un censo de poco más de veintiún millones de habitantes (con más de la mitad de ellos analfabetos), la cifra de estudiantes universitarios ascendía a 16.000 personas. En una fecha relativamente reciente como 1960, únicamente el 1,8% de la población (126.000 personas) posee estudios universitarios. ¿Dónde buscar, entonces, el público de un teatro burgués, más allá del folclore o las varietés? Desde luego no en la clase acomodada —la media-alta— que todavía era escasa y carecía de la formación crítica suficiente.
      
      El público teatral había que buscarlo especialmente en quienes formaban el sector servicios y, algo menos, en el sector industrial… Y estos eran los datos de 1940: de los tres sectores económicos, el de la agricultura alcanzaba el 50%; el sector servicios, el 27%; y el industrial, el 23%. Poco, o casi nada, se podía extraer de ese exiguo porcentaje del 27% —que no siempre estaba en grandes núcleos de población, por supuesto.

     El afianzamiento de una educación generalizada y mínima fue un proceso lento. En 1952, el porcentaje de escolarización ascendía únicamente al 65%. La preocupación ante el yermo cultural del país —cuya intelectualidad, formada por un grupo escaso, se sentía incomprendida al carecer de un público dotado de la cultura necesaria— influyó enormemente en la fuerte campaña de escolarización y alfabetización iniciada por el estado español en 1963 y que concluiría a finales de la década de 1970, cuando se daría por escolarizada a toda la población de 6 a 14 años.

     En 1880, Londres contaba ya con casi cuatro millones de habitantes; París, con tres millones; Viena, con casi dos millones y Berlín con más de dos millones de habitantes. Sin embargo, Madrid alcanzó el medio millón de habitantes en 1900, al igual que Barcelona; Valencia, doscientos mil. En 1930, tanto Madrid y Barcelona rondarían el millón de habitantes y Valencia, algo más de trescientos mil.

     Unida a la escolarización (o ausencia de esta) va la alfabetización (y el analfabetismo). El siguiente cuadro puede dar una idea del gran deterioro cultural que sufría el país durante el siglo XX.

Año
Población
Analfabetos mayores de 10 años
Analfabetos totales
1900
18 millones
10,8 millones
60%
11’9 millones
66%
1930
24 millones
8,4 millones
35%
10,3 millones
43%
1960
30 millones
4,2 millones
14%
7,5 millones
25%

       Es obvio que a mayor núcleo urbano, mayor oferta e inquietud cultural. Sin embargo, a tenor de las cifras arriba expuestas, advertimos que los grandes núcleos urbanos eran muy pocos y por tanto el teatro —el género literario más influido por la demografía— había de verse irremediablemente afectado. A la postre, tal vez todo radique en una cuestión de cifras y estadísticas: si surgía un artista (escritor, pintor, etc.) de cierta calidad por cada diez mil habitantes, en Madrid, en 1900, nacieron cincuenta; pero en Londres vieron la luz casi cuatrocientos, más de trescientos en París, más de doscientos en Berlín. La misma proporción se puede realizar a la hora de contabilizar los espectadores de teatro o los degustadores de novela o poesía. Sin duda, la cantidad no crea necesariamente calidad, pero no hay que negar que, por un simple cálculo de probabilidades, ayuda a conseguirla.

     En 1960, el 55% de los españoles vivía en el medio agrícola y rural; en Francia, el 20%; en Alemania, un 11%; y en Gran Bretaña, se alcanzaba la exigua cifra del 2’5%.

       Con todos estos datos sobre el tapete solo cabe afirmar que España, durante gran parte del siglo XX, permaneció social y económicamente anclada en las primeras décadas del siglo XIX. Este desfase habría de notarse, necesariamente, en el ámbito cultural, y el teatro es uno de los más inmediatos y visibles indicadores.

       También el género narrativo y el lírico carecían de un gran público. Se ha hablado mucho y bien sobre el fracaso de la llamada “literatura social” iniciada durante la década de 1950 y dirigida a un público que era incapaz de leer y entender las novelas que supuestamente iban a aleccionarlo. Esta contradicción volvería a darse, de nuevo, con la denominada “literatura experimental” de los años sesenta, casi únicamente consumida por la escasa clase universitaria. Se dirá que, a pesar del repetido fracaso, la novela (y también la poesía) se arriesgaron a innovar; se responderá que el riesgo era menor, por cuanto el teatro —como ya hemos señalado— es un género predominantemente espectacular y, por ende, subordinado a factores económicos de capital importancia.

      Se ha hablado de la trascendencia que un grupo de novelas, como La familia de Pascual Duarte (1942) de Camilo José Cela o Nada (1945) de Carmen Laforet, tuvo para el desarrollo de la prosa del siglo XX pero, ¿cuántos ejemplares se vendieron de estas novelas en los primeros años de su publicación? Casi como una excepción, Nada conoció tres ediciones en su primer año de publicación; peor suerte corrió La familia de Pascual Duarte, que en los tres primeros meses de vida apenas se vendió. El precio por ejemplar oscilaba entre ocho y diez pesetas. Si la novela de Laforet vendió cinco mil ejemplares en un año, por ejemplo, recaudó 50.000 pesetas [300 €]. ¿Podía mantenerse una pieza teatral en cartel durante un año recaudando esa cantidad?  Evidentemente, una pieza teatral —y el teatro que la acoge y los actores que la “recrean”— no es una obra de “largo recorrido”, ya que necesita la inmediatez del espectador y la compra de sus respectivas entradas, puesto que de ellas sobreviven no solo el escritor, el editor y los libreros, sino una gran cantidad de personas que directa o indirectamente tienen en el teatro su principal medio de subsistencia.

Resultado de imagen de teatro de vanguardia 15 obras de arte nuevo     Hubo intentos de “cambiar” la dirección del teatro español. Uno de los más notables fue la fundación, en 1945, del grupo de teatro independiente Arte Nuevo, formado por Medardo Fraile, Alfonso Sastre, José Gordón y Alfonso Paso, entre los nombres más señalados. Así lo recordaba Alfonso Sastre unos años después:

¿Cómo eran las cosas en el teatro de 1945 y qué ha pasado desde entonces?
[…] El teatro de entonces era así:
Se representaba con mucho éxito un teatro de burda mecánica y grosero lenguaje, que venía a significar, creo, el último y poderoso coletazo del “astracán”.
Se representaba, con indecible éxito, un teatro —lejano de la auténtica tragicomedia— a través del cual se hacía llorar y reír a la gente, casi siempre con acento gallego. Estábamos ante una de las peores formas del melodrama sentimental.
Gran parte de los teatros estaban ocupados por compañías llamadas “folklóricas”: una terrible plaga que infestaba muchos escenarios que en otros tiempos se habían dedicado a más nobles formas teatrales.
Los Teatros Nacionales, apoyados por la crítica, trabajaban —con alguna venturosa excepción, que poco a poco se fue haciendo regla— en el vacío público.
Benavente estrenaba sus más mediocres obras. Arniches ya había dado a conocer los últimos productos de su viejo ingenio.
Los Quintero —el superviviente— estrenaban lo que un crítico denominó, con brillantez, “imitaciones quinterianas”.
Jardiel Poncela era, en este triste panorama, un poderoso islote de talento y de ingenio, en continua y heroica pugna con la mediocridad: una desigual, descomunal lucha, que acabó con su derrota y destrucción.
Se hacía en papel, una escenografía ramplona y detallista. No había en los teatros —salvo los Nacionales— ni un solo proyector, ni las compañías consideraban necesaria su utilización luminotécnica. Toda la luminotecnia consistía en encender la luz —la batería y las diablas— y que se viera lo que pasaba en el escenario.
Se rechazaba, en el caso infrecuente de que llegara a plantearse el problema, la necesidad, que propugnábamos, del director de escena como piloto coordinador del espectáculo teatral. Se daba un ejemplo en los Teatros Nacionales, pero el ambiente profesional continuaba impenetrable.
No existía, aparte del Teatro Español Universitario (TEU), ni un solo teatro de cámara o ensayo. El vacío de las provincias era absoluto.
Había muy pocos actores jóvenes, y los que había eran procedentes del aprendizaje más rutinario durante horribles giras por las provincias, en las peores condiciones de trabajo. Se declamaba, en general, con una enorme afectación.
No era posible encontrar, naturalmente, ni un solo espectador joven en los teatros. Solo se congregaban, y no muchos, en los estrenos de Jardiel Poncela.
No se protestaba en el teatro; solo en los estrenos de Jardiel. Tampoco se aplaudía con demasiado fervor.
No se publicaba nada sobre teatro, aparte de las secciones críticas de los periódicos. No había lecturas, ni coloquios públicos sobre esta materia. No había ninguna revista de teatro y parecía imposible que llegara a haberla.
Este era, si mal no recuerdo, el teatro español tal como lo encontramos en 1945.

     Es decir, que si muchas cosas cambiaron tras el final de la Guerra Civil… el teatro no fue una de ellas, lamentablemente. De hecho, la creación de los Teatros Nacionales fue de lo poco destacable en el decenio de 1940-50. Supusieron un intento serio de dignificar la escena española, anclada en un teatro no tanto popular como populachero, con unos textos y unos actores cuyos regímenes de trabajo —precipitados, a contrarreloj, sin tiempo para el ensayo detenido y serio; mirando siempre la taquilla y el beneplácito del público, pues era el único medio de subsistencia— no contribuían especialmente a la calidad de la representación.

      La creación de los Teatros Nacionales cambiaba este proceso caracterizado por la precipitación. Los autores, directores y actores que tenían la suerte de entrar en estas compañías disponían del tiempo necesario para preparar concienzudamente sus obras, al margen de la necesidad de la taquilla para seguir trabajando. Uno de los factores que más contribuyeron al éxito y el afianzamiento de estos teatros fueron las excelentes escenografías y el cuidado de los figurines que hombres de la sensibilidad y el buen gusto de Víctor María Cortezo, Vicente Viudes, Sigfrido Burmann y Emilio Burgos, por citar algunos, llevaron a cabo.

Resultado de imagen de interior del teatro nacional maria guerrero      El Teatro Nacional María Guerrero, que dependía del Ministerio de Educación Nacional, se creó en 1939, pero tuvo su primer estreno en 1940. Comenzó bajo la dirección de Luis Escobar, Huberto Pérez de la Ossa y Claudio de la Torre (que lo abandonó en 1942). Escobar y Pérez de la Ossa dimitieron de su cargo en 1952, pero para entonces ya habían producido veladas y éxitos memorables como el estreno de La herida del tiempo (Time and the Conways), de J. B. Priestley, en 1942; Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario, de Miguel Mihura y Tono, en 1943; Nuestra ciudad, de Thornton Wilder, en 1944; y «el Tenorio de Dalí», en 1949, que supuso un antes y un después en los montajes teatrales españoles. Citamos estas obras porque, al margen de ser considerados como hitos en la escena española, ejercieron un fuerte influjo sobre las obras que los autores que comenzaron a estrenar a partir de los 50.
   
     El Teatro Nacional Español, que dependía de la Falange, comenzó su andadura en 1940, bajo la dirección de Felipe Lluch, a la sazón Jefe Provincial del Sindicato del Espectáculo. Un año después, y tras la muerte de Lluch, se hizo cargo de la dirección Cayetano Luna de Tena quien dimitió, junto a sus colegas del María Guerrero, en 1952. La labor de recuperación del teatro áureo resultó espléndida: con unos montajes memorables —Fuenteovejuna, Peribáñez— y sobre todo el gran éxito de Historia de una escalera, de Antonio Buero Vallejo, en 1949. Para hacerse una idea del éxito de esta obra baste decir que ese año, por primera vez desde 1844 no se representó Don Juan Tenorio la víspera de la festividad de Todos los Santos. Otro estreno importantísimo fue, en 1951, el  de Llama un inspector, de J. B. Priestley, obra fundamental para conocer el devenir del teatro mundial en el siglo XX.

     La creación del Teatro Nacional de Cámara y Ensayo tuvo un proceso más lento. En primer lugar se creó el Teatro Español Universitario de Madrid, en 1941, bajo la dirección de Modesto Higueras, vinculado al partido de la Falange por su relación con el SEU (Sindicato de Estudiantes Universitarios). Pronto comenzaron a surgir más grupos teatrales universitarios en otras ciudades (Sevilla, Valencia, Barcelona). Sin embargo, a partir de 1945 el TEU dejó de depender del Sindicato Español Universitario y pasó a la tutela del Frente de Juventudes de Falange, de modo que se rompía la vinculación con el grupo estudiantil, del que se nutría en cuanto a actores y público. Quizás eso explique, en cierto modo, la progresiva decadencia del TEU y el surgimiento de otros grupos independientes como Arte Nuevo, la Compañía Lope de Vega, el Teatro de Cámara de Madrid, la Carátula, el Teatro Universitario De Ensayo, el Teatro Popular Universitario, El Duende, La Vaca Flaca, El Candil, Dido Pequeño Teatro, La Carbonera, etc.

      En 1951 se crea el Ministerio de Información y Turismo con el propósito de controlar, bajo el visto bueno de la censura, todo lo relativo al teatro. Al frente está Gabriel Arias Salgado:[1] uno de los hombres más fieles al dictador y a su ideología en lo concerniente a la esencia católica de España, con una formación integrista, rígida y clerical. Según parece, el ministro se mostró intransigente con la conducta moral de los directores de los Teatros Nacionales —Luca de Tena vivía con la esposa de otro señor; y la homosexualidad de Luis Escobar y de Pérez de la Ossa era notoria—, de modo que forzó la dimisión de los aludidos en 1952, iniciándose la denominada «crisis de los Teatros Nacionales»: la institución que tanto había hecho por el teatro español en los años cuarenta dejaba de ser el factor clave en la renovación teatral y entraba en un periodo de grisura y de falta de ideas».

     Salvo estas cuatro excepciones —Español, María Guerrero, TEU y, más tarde, Teatro Nacional de Cámara y Ensayo—, además de los numerosos grupos independientes, muchos de ellos de corta y tortuosa andadura, la escena madrileña (y por supuesto la del resto de las provincias) era más de lo mismo: sainetes caducos, vodeviles infames, espectáculos de varietés o folclóricos, revistas, dramas desaforados provenientes del “torradismo” y sus imitadores. Las innovaciones —que las hubo— tuvieron que emanar de otros ámbitos menos populares.

     Y en este ambiente de privaciones económicas —la cartilla de razonamiento no desaparecerá hasta 1952— y de restricciones ideológicas —a través del brazo censor y del poder eclesiástico, muy influyente entre la población—, Antonio Buero Vallejo estrenó su primera obra, Historia de una escalera, el 14 de octubre de 1949.

2.    TEATRO Y CENSURA.[2]

     Aunque durante la Guerra Civil existen aparatos de censura en ambos bandos, la censura franquista nace como tal a partir de la Ley de Prensa de 1938. En noviembre de ese mismo año se crea la Junta Superior de Censura Cinematográfica, la Comisión de Censura Cinematográfica y la comisión General de Teatros Nacionales y Municipales, dependiendo todas ellas del Ministerio de Educación Nacional. Esta primera junta está presidida por el dramaturgo Enrique Marquina, y entre sus miembros figuran José María Pemán, Manuel Machado, José Ignacio Luca de Tena y Luis Escobar.

      En 1951, la censura deja de depender del Ministerio de Educación Nacional y pasa a hacerlo del Ministerio de Información y Turismo, situación que se extenderá hasta el final del franquismo. Este Ministerio controlará y vigilará los contenidos de la prensa, propaganda, radio, cine y teatro; y a partir de 1956 se añadirá televisión.

     La Ley de Prensa de 1938 permaneció vigente hasta la entrada de la Ley de Prensa e Imprenta de 1966, máximo exponente de denominado “aperturismo informativo”. El equipo liderado por Manuel Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo entre 1962 y 1969, introduciría una serie de reformas encaminadas a dar a la política española un tono de liberalización y apertura, aunque la desviación de la línea general solo iba a ser permitida hasta un límite razonable. De hecho, aunque se autorizarían obras antes prohibidas (entre ellas, Aventura en lo gris, de Buero Vallejo, y Escuadra hacia la muerte, de Alfonso Sastre), aún se siguieron prohibiendo y reteniendo muchas otras.

A finales de 1962, por ejemplo, Fraga Iribarne permitió, por primera vez, que la prensa informara sobre la existencia de huelgas, [...] Por primera vez también se permitió la traducción al castellano de los escritos de Carlos Marx y la edición de las arengas revolucionarias de Fidel Castro. Se autorizó la traducción al catalán de las mejores obras de la literatura y el pensamiento universales; aumentó el número de fascículos locales de crítica a la política social y económica del gobierno, sobresaliendo especialmente la obra de Ramón Tamames, que recurrió al ejemplo marxista para criticar el plan del Opus Dei. La estadística señalaba un incremento del 29 por 100 en la edición de libros durante los primeros tres años de Fraga al frente del Ministerio de Información. (MUÑOZ CÁLIZ, 2005: 126)
  
     Por otra parte, a partir de los años 60, el contacto con el exterior propiciado por el turismo y la emigración trajo consigo nuevas formas de sociabilidad y nuevos hábitos contrarios a la ideología oficial del nacional-catolicismo, lo que contribuyó a alejar a los españoles de la religión tradicional y, por ende, propició las quejas de los obispos nacionales. La propia “apertura” de los medios de comunicación, a pesar de sus limitaciones, se encontrará con la oposición de los sectores más reaccionarios del régimen.

     El 18 de marzo de 1966 se aprobó la nueva Ley de Prensa e Imprenta, por la que se abolía la censura previa de publicaciones. La nueva Ley constituyó el máximo exponente de la política aperturista y se justificó alegando a las transformaciones sociales y económicas que había sufrido la sociedad española. A partir de ese momento, la responsabilidad de la obra recaía sobre el escritor y, en última instancia, sobre la empresa, pues si antes se podía editar un texto una vez autorizado por la censura, ahora, en cambio, podían imponerse sanciones a posteriori. De ese modo se fomentaba una mayor autocensura, pues el autor (y el empresario teatral) debían ir con pies de plomo antes de poner una obra en los escenarios, pues la prohibición y las sanciones podían llegar tras las primeras funciones, provocando un enorme descalabro económico y de prestigio. Lo que primeramente tenía el aspecto de una mayor dotación de libertad terminaba creando grilletes en la mente del autor.

     Tras la muerte del general Franco se dan los primeros pasos para la desaparición de los aparatos de censura en la prensa; pero hasta el año 1977 no se tomarán medidas de envergadura para su completa abolición que se realizará ese año en lo referente a la prensa y el cine. La libertad de representación de espectáculos teatrales entrará en vigor en marzo de 1978.

3.    COLECCIONES. REVISTAS. ANTOLOGÍAS.

     Junto al teatro representado, adquiere una especial importancia el teatro publicado, pues permite la duración de la obra a lo largo del tiempo y posibilita, además, que grupos amateurs de toda España tengan acceso al texto.

     A partir de 1949 y hasta 1972, la editorial Aguilar inició la publicación de un volumen anual que recogía los títulos más emplemáticos de la temporada teatral madrileña. El libro estaba coordinado por Federico Carlos Sainz de Robles bajo el título genérico de Teatro español, y la temporada madrileña correspondiente: Teatro español 1956-1957, por ejemplo (las temporadas teatrales abarcaban desde septiembre hasta junio del año siguiente). El antólogo reunía en cada volumen cinco o seis títulos de las obras más representativas de esa temporada. El valor de esta colección radicó en que se dio cumplida cuenta de autores y obras que, hoy en día, difícilmente podrían pasar un rasero de calidad y, mucho menos, de ese confuso (y discriminado) concepto que se ha dado en llamar “actualidad”… es decir, caprichos de la moda. En el primero de los volúmenes se publicó Historia de una escalera, de Buero Vallejo, quien vio publicados diez títulos en estas antologías —superado únicamente por Joaquín Calvo Sotelo, con doce títulos.

La Colección Teatro, publicada por la editorial Escélicer (también llamada inicialmente Alfil), conforma el corpus teatral más importante de la postguerra española. Semanalmente y durante un cuarto de siglo, fueron apareciendo títulos hasta alcanzar la crifra de 785 números. La colección comenzó su andadura en 1951 (Entre el no y el sí, de José María Pemán, era el primer número) y concluyó en 1976 (El tornillo, de Manuel Muñoz Hidalgo, fue el último). Los 785 volúmenes no se corresponden con el mismo número de piezas teatrales, que sobrepasaron las ochocientas, pues en múltiples ocasiones se recurrió a volúmenes dobles o especiales que contenían dos o incluso más comedias. Gracias a esta publicación, el teatro llegó también a cualquier rincón de la geografía española. Los grupos de aficionados pudieron acceder a textos teatrales que de otro modo nunca hubieran salido de las grandes ciudades. Se publicaron dieciséis títulos Antonio Buero Vallejo de los 27 que estrenó.

Resultado de imagen de revista primer acto numero 1      El tercer vértice de este triángulo fundamental para conocer el teatro de la postguerrra está ocupado por la revista Primer Acto, fundada en 1957. Junto a las críticas a los estrenos más destacados y los artículos de opinión, se publicaba el texto de una pieza teatral estrenada en meses anteriores. En ocasiones, sin embargo, el texto reproducido no había sido estrenado en España. Desde su primer número —en el que se reprodujo el texto de Esperando a Godot, de Samuel Beckett—, el equipo de redacción se centró en el intento de mostrar a sus lectores un teatro distinto al más comercial, centrado principalmente en autores y obras extranjeras. Las obras y autores españoles publicados en sus páginas lo fueron en la medida en que sus propuestas intentaban insuflar nuevos aires a la escena española. Intentaron —y creemos que lamentablemente no lo consiguieron— crear y educar a un nuevo espectador teatral: un público minoritario que fue creciendo progresivamente y que en la década de los 70 tuvo gran fuerza pues se asoció a cierta tendencia política, coincidente con un cambio y una radicalización en la sociedad que ya visualizaba el final de un periodo y el advenimiento de otra época. Seis piezas dramáticas de Buero Vallejo aparecieron en esta revista.
          
                                               

4.    GENERACIONES CRONOLÓGICAS. 


     Los autores adscritos a estas características pueden contarse por decenas. Nos centraremos en los más conocidos que, en la mayoría de los casos, coinciden con los de una mayor calidad. Distinguimos tres generaciones de creadores de esta comedia de evasión (o teatro público, como lo denominó Ruiz Ramón en su Historia del teatro español).

     En primer lugar debemos situar a aquellos nacidos en las postrimerías del siglo XIX, pero que escriben hasta mediados del siglo XX: Juan Ignacio Luca de Tena, Claudio de la Torre, José María Pemán y Edgar Neville. Nacidos con el primer estreno de Jacinto Benavente (1894), pueden ser considerados como hijos y sucesores de este. También habría que añadir los nacidos en la primera década del siglo XX: Tono, Enrique Jardiel Poncela, José López Rubio, Miguel Mihura y Joaquín Calvo Sotelo. Estos se apartarán de la comedia benaventina y buscarán su espacio al acentuar el humor y la comicidad en sus piezas. Todos ellos van a elaborar un teatro caracterizado principalmente por ser amable, aunque algunos no dudarán en acudir a lo melodramático, como son los casos puntuales de José María Pemán (La casa), Juan Ignacio Luca de Tena (¿Dónde vas, Alfonso XII?) o Joaquín Calvo Sotelo (Plaza de Oriente y La muralla). Al mismo tiempo, el resto de escritores generacionales se sumergirá en el humor absurdo (Enrique Jardiel Poncela, Tono y Miguel Mihura) o en la canónica comedia de evasión (Edgar Neville y José López Rubio).

     La generación posterior abarcaría a los nacidos en la segunda década del siglo XX: Víctor Ruiz Iriarte, Carlos Llopis, Luis Escobar y Antonio Buero Vallejo, este último alejado de la comedia y centrado en el drama. Algunos de ellos, como Víctor Ruiz Iriarte y Carlos Llopis, estrenarían sus obras antes que algunos de la primera generación.

      La tercera generación comprende los nacidos en la década de 1920: Álvaro de Laiglesia —que comenzaría su andadura junto con los autores de la primera generación—, Alfonso Sastre, Alfonso Paso, Jaime Salom, Jaime de Armiñán, Santiago Moncada, Julio Mathias y Pedro Mario Herrero, por citar algunos nombres. Una generación con dos figuras centrales, los “dos Alfonsos”, que ejercerían su magisterio consciente o inconscientemente sobre el resto de escritores generacionales: uno en el ámbito del teatro crítico y social; el otro dentro de la comedia burguesa y, cada vez, más convencional.

5.    PARA REFLEXIONAR. 

Para concluir este rápido, selectivo e incompleto repaso al contexto teatral español del siglo XX, traemos a colación las palabras de Francisco Ruiz Ramón (1978) en torno a la visión que el mundo occidental ha tenido del teatro español o, mejor, a la falta de visión de que el mismo ha padecido.

El crítico e historiador del teatro se lamentaba de la “invisibilidad” del teatro español del siglo XX: «¿Por qué el teatro español contemporáneo es un teatro invisible dentro del panorama del teatro occidental contemporáneo?» (1978: 126). El crítico intentaba responder a esta pregunta mediante un extenso texto que no nos resistimos a reproducir y que nos sirve para invitar a la reflexión:

     Al principio de los años 60 el Ministerio de Turismo español lanzó un slogan que hizo fortuna: Spain is different. Multiplicado en carteles, prospectos y anuncios de distintos tamaños satisfacía el gusto, un tanto maniaco, de las viejas burguesías occidentales y el de las nuevas burguesías por lo distinto o lo raro. España se ofrecía así como el lugar ideal para unas vacaciones, un lugar con el excitante de lo físico y culturalmente exótico, al alcance de todos los bolsillos, y de la mayor parte de los automóviles europeos: diferente, pero cercano. Bastaban unas horas de viaje para encontrarse en otro mundo, otro mundo dentro de Europa, pero diferente de Europa.
       Ese slogan turístico no era, sin embargo, nuevo. En realidad,  lo habían inventado o, mejor, reinventado, los románticos franceses, y había sido explotado a conciencia por el Romanticismo europeo, con el beneplácito de los propios españoles, aunque no de todos. Surgió así el topos cultural de la España apasionada y romántica por naturaleza, la de la crueldad y la sangre, la del fanatismo y el honor celoso, la «espléndida y áspera España», la Virgin Spain, etc. Todos conocemos el cliché. Ese topos cultural y su nueva cristalización lingüística en el mencionado slogan ha sido, sin embargo, terriblemente funesto, pues lo que, en el fondo, venía a aceptarse casi por definición es que España es diferente de Europa, otra que Europa. Consecuentemente, todos los productos culturales españoles han tendido a ser juzgados como frutos distintos, diferentes, que llegan —cuando llegan— al mercado internacional, con su made in Spain, es decir, con una etiqueta que irradia sobre el producto una espesa red de connotaciones que aíslan y separan los frutos de España de los frutos del Mercado Común, predisponiendo a sus posibles degustadores a acomodar su paladar a  un sabor sui generis, ajeno al de los frutos europeos; o a admitirlos, sin distingos, cuando van envueltos en papel internacional.
       Lo que pretendo sugerir en estas metáforas frutales es la existencia de una falacia, tópicamente aceptada, según la cual la crítica europea occidental tiene que acomodar sus órganos de visión a un objeto histórico —el español— que solo puede ser visto críticamente desde un punto de vista español, entendido este como otro que el tenido por occidental, y ello en virtud del pervertido slogan Spain is different a que vengo refiriéndome. Lo que pocas veces se está dispuesto a ver es que tal vez España no es otra que Europa, sino la otra Europa que se revela a veces sin máscaras, a rostro descubierto, con una mueca fija y terrible, a veces cómica, a veces trágica, casi siempre tragicómica o grotesca, que preferimos ver como la no Europa.
      Piensen ustedes en el famoso cuadro de Picasso, Guernica. Ese cuadro expresa, ciertamente, el monstruoso y terrible rostro de España, la de la guerra civil, pero ese rostro de España, es, a la vez, la más honda expresión de la Europa de la segunda guerra mundial, la de los campos de concentración y las bombas incendiarias. Reducir la significación global del cuadro picassiano a significación específicamente española, y entender esta como no europea y no occidental, es una amputación de sentido inaceptable. Y, aún peor, culpable, pues, por virtud de una deshonesta operación ideológica, convierte lo español en signo de lo distinto, de lo otro, sin detenerse a pensar que pueda ser signo de lo mismo, del mismo mundo occidental. La cultura europea, como el dios Jano, tiene dos caras [o muchas, diríamos nosotros]. España es una de esas caras. La crítica occidental prefiere, sin embargo, negarla y quedarse con una sola a la que, por reducción, llama Europa, Occidente. Esa cara, la única aceptada, será la sola que es visible y se convertirá en patrón y medida de occidentalidad, mientras que la otra, rechazada, y por tanto invisible, si alguna vez aparece se la considerará como ajena, como aberración, incluso como caricatura o como deformación. Y lo curioso del caso —por no decir otra cosa— es que tal esquema reductivo funcionará también desde dentro de la misma España, produciéndose la siguiente paradoja: cuando el rostro de España coincida con el rostro visible de Europa, se hablará desde dentro de antiEspaña o de europeización, según el punto de vista, y desde fuera se hablará de imitación, importación, mimetismo. Si, por el contrario, el rostro de España coincide con el rostro invisible de Europa, se hablará desde dentro de antiEuropa o de la verdadera España, según también los puntos de vista; desde fuera, se entusiasmarán, con tan turbia delectación como turbio horror, por el “caso” España, tan apasionante por diferente.
      Vistas así las cosas tal vez pueda empezarse a entender por qué el teatro español contemporáneo es un teatro invisible dentro del panorama del teatro occidental contemporáneo, pues, por principio, se le considera teatro español solo, y no teatro occidental en español (1978: 126-9).

Para ejemplificar su tesis, el crítico toma como ejemplos las figuras de Ramón María del Valle-Inclán y de Federico García Lorca, ambos autores anteriores a la Guerra Civil, «para hacer ver que el fenómeno en cuestión no es específicamente predicable del teatro español posterior a la Segunda Guerra Mundial, el que corresponde a la España de Franco» (Ibidem).

La invisibilidad de que nuestro teatro fue objeto en el mundo occidental incentivó el papanatismo de los críticos (e incluso de muchos dramaturgos) españoles que, siguiendo la estela foránea, menospreciaron o, incluso, ignoraron autores y obras que estaban a la altura (no diremos a más altura) de la inmensa mayoría de sus contemporáneos extranjeros. Se mencionó a Albert Camus, Eugène Ionesco, Samuel Beckett o Edward Albee, pero se olvidaron de los centenares de autores mediocres que poblaban los escenarios extranjeros, como si en Francia, por poner un ejemplo cercano, únicamente Jean Cocteau, Jean Anouilh, Albert Camus o Samuel Beckett estrenaran obras.

Con parecidas palabras se despachaba Federico Carlos Sainz de Robles:

      Pensaba yo, otras veces, que nuestra inoperancia escénica era excepción, y que todos sus titubeos, repeticiones, esterilidades, influencias y mediocridades podían ser imputables a causas privativamente españolas: causas calificadas, con delicadeza y tacto, de imponderables.
          Reconozco que he tardado en darme cuenta de que en otros países, donde no existen —al parecer— tales imponderables, el estado de sus respectivos teatros no presenta superaciones de mucho bulto ni en la invención, ni en la intención, ni en la técnica. Con las naturales —¡claro está!— excepciones: media docena de obras, por temporada, en cada país de los que más presumen de renovadores del arte escénico. Hace pocos meses leí en una revista francesa la rotunda afirmación de que «solo en Anouilh podían esperarse sorpresas y renovaciones». […] Pues si ello sucede en Francia, ¿puede extrañarnos el estancamiento de nuestro teatro, sin demasiadas novedades desde hace más de un siglo a rastras siempre de lo extranjerizo a partir del siglo XVIII? […] En los países ya no cuentan los autores, por muy notables que sean —muy desiguales en su producción—, sino las obras. […] Lo único que interesa —desconfiado, y con razón, de los nombres— es la trascendencia de cada obra.
       […] De cuanto llevo expuesto se deduce que mi pesimismo subsiste relacionado con el arte escénico, pero que se diluye cuando con él envuelvo no solo nuestro teatro, sino el teatro actual mundial. En el que, insisto, se cuenta por obras de éxito y no por autores. Comprendiéndolo así, quien no se consuela es porque no quiere (Teatro Español 1955-6: XI-XIII).

¿Y todo esto?, se preguntará el lector de estas líneas. Pues todo esto explica los criterios escasamente objetivos con los que se ha juzgado el teatro español del siglo XX.




[1] Será sustituido por Manuel Fraga Iribarne en 1962.

[2] A veces olvidamos (o nadie nos lo recordó) que también hubo aparatos de censura en otros países occidentales durante estos años. En Mª Elvira Roca Barea (2018: 386) leemos: “En 1737 el Parlamento inglés votó una ley que establecía la creación de un Examiner of Stage para censurar las obras de teatro de contenido político, moral o religioso considerado intolerable. […] Esta censura no fue abolida hasta 1968. El trabajo del examiner consistía en leer las obras, comprobar que no había en ellas nada objetable y autorizar o desautorizar su puesta en escena, previa comunicación al lord Chamberlain que era quien finalmente firmaba el permiso. El delito de blasphemy contra la Iglesia anglicana ha sido parte fundamental de la censura británica y ha sido considerado delito hsta el 8 de marzo de 2008, aunque no había condenas por este concepto desde 1977. Durante los años setenta el Committee on Obscenity and Film Censorship, popularmente conocido como Williams Committee, veló por la limpieza de las películas que se veían en Gran Bretaña”.

Bibliografía

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