Anteayer, martes, me desvelé. Imagino que la sensación es
conocida. Abrimos los ojos, comprobamos que el reflejo verde del despertador
marca las tres de la madrugada; cerramos de nuevo los ojos, pero sabemos que ya
no volveremos a dormirnos. Un poco más allá, dentro de la tibieza del lecho,
nuestra esposa duerme sin percatarse de nada. ¡Y eso es una de las cosas que
más nos enfada!
Como ya no iba a volverme a dormir decidí bajar al comedor y leer un
poco. A veces la lectura sirve de sedante. Esta vez, no. Ya en el comedor,
sentado en el sofá, junto a la luz de la lamparilla, el libro comenzó a
absorberme. Lejos de dormirme, la lectura me sirvió de estímulo y de acicate.
Me adentré en las líneas paralelas de sus páginas, me dejé llevar por el
argumento y por los diálogos vivos de sus personajes, comencé a darme cuenta de
que yo era uno con el libro, parte de él, que el autor debía de haber pensado
en mí cuando lo imaginó y luego lo escribió, que la celulosa de sus hojas había
comenzado a treparme por los brazos, por los hombros…
La intensidad de mi lectura debió molestar al vecino —un auténtico gilipollas, por cierto—,
puesto que comenzó a dar puñetazos contra la pared. ¿Le molesta que lea a las
tres de la madrugada? ¡Pues que se joda!
Joder, Pepe, si que fue intensa esa lectura. Molestar leyendo. Tener orgasmos literarios. Nunca se me hubiera ocurrido. Al cura de mi barrio, un auténtico pelmazo de las campanas, me hubiera gustado molestarle como tú lo haces con tu vecino.
ResponderEliminarUn abrazo.
A veces una lectura puede convertirse en una experiencia realmente onanista...
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