Una tarde,
tras una agotadora jornada de trabajo, mister Henry Nooman regresó a su hogar.
Al principio no se asombró al no poder estacionar su automóvil en el garaje,
puesto que su plaza ya estaba ocupada por otro vehículo que no había visto
nunca. Sólo unos minutos después, de pie, en el umbral de su dormitorio, y al
advertir el bulto humano que descansaba (y roncaba) tendido junto a su esposa
en la cama, mister Nooman comprendió que él ya no era él. En silencio, sin
detenerse a visitar a los niños que dormirían en la habitación contigua, descendió
la escalera y entró en la cocina.
Allí
calentó un poco de café que encontró en la nevera, en su taza blanca con
el asa amarilla que no había visto
antes. Y mientras bebía el café a sorbos muy cortos y encendía un cigarrillo,
llegó a la conclusión de que, puesto que él ya no era él... entonces tal vez
fuera otra persona.
Cuando
apuró el café y apagó el cigarrillo salió de la casa (que ya no era su hogar) y
no se molestó en cerrar la puerta con llave. Ni siquiera era necesario enviarlo
todo —y a todos— a tomar por el saco.
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