La literatura de ciencia-ficción nunca ha sido mi predilecta. Las novelas de este género que habré leído en mi vida tal vez se
puedan contar con los dedos de una mano. Asimov, Lem, H. G. Wells, Huxley y Ray Bradbury (cuya Farenheit
451 fue la primera novela de ciencia-ficción que recuerdo haber leído) son
los pocos autores que se hallan en mi biblioteca. Hace unos días, y como guiado
por una premonición, me sentí atraído por las Crónicas marcianas. La
curiosidad me llevó a abrirlas; la necesidad de disfrutar me ha impedido
cerrarlas hasta su conclusión última, hasta el momento final en el que los
únicos marcianos del Universo contemplan su rostro reflejado en el agua: unas
líneas tan tristes como esperanzadoras.
Ray Bradbury (1920) comenzó a escribir los
veinticinco relatos que conforman las Crónicas marcianas en 1946.
Algunos de ellos fueron apareciendo en revistas y periódicos. En 1950 fueron
publicados como libro unitario. Los relatos abarcan 27 años de vida terrestre y
marciana, desde enero de 1999 —fecha que Bradbury estimó como la del inicio de
la primera expedición a Marte— hasta octubre de 2026. Contrariamente a como
sucede en otros libros de relatos, el lector esta vez sí debe seguir el
orden propuesto. Las narraciones son variadas —en tamaño, en temática, en
localización—, pero todas son excelentes.
Crónicas marcianas es un libro deslumbrante que te atrapa desde su primera página y
te va engullendo con un ritmo pausado y envidiable. No hay relato que no sea
atractivo, que no sea preciso en su mensaje y en su intención. Una obra
imprescindible para conocer (y aprender de los errores) la segunda mitad del
siglo XX. Desde luego tendría que ser libro de cabeceza de todo político, de
cualquier presidente de cualquier gobierno. Habla de Marte, por supuesto, pero
también habla del ser humano y sus ambiciones, sus locuras, sus logros, sus
miedos, sus dudas, sus afanes y su capacidad tan absurda como eficaz de
autodestrucción.
El libro de Bradbury pretende ser el
testimonio de los intentos por alcanzar
el planeta rojo —comienza con la descripción del fracaso de diversas
expediciones—, el posterior éxito y la paulatina colonización, luego vendrá el
regreso a la Tierra y, por tanto, el abandono de Marte. Los relatos muestran
diversas perspectivas: la de los marcianos, que ven la llegada de los
terrestres; la de los colonos, que deben reinventar un mundo nuevo tomando como
patrones elementos terrestres y humanos; la de los terrestres que no suben en
los cohetes y permanecen en la Tierra. Hay mucha crítica al modelo americano (y
mundial) en un periodo en el que la Guerra Fría estaba en su momento más álgido
(o gélido) y la amenaza nuclear era una realidad dramática. La prosa de
Bradbury es también la plasmación de un mar de dudas en torno a la identidad
terrestre, a los logros científicos; y también el temor ante la propia
capacidad de autodestrucción del ser humano. Todos los relatos están pasados
por la pátina de la tristeza, parecen decirnos “así somos, así queremos que
sean los mundos que conquistemos”; y también (y he aquí lo más extraordinario)
por un tono elegíaco. ¿Por qué extraordinario? Evidentemente la elegía habla de
momentos ya pasados, de la nostalgia que surge ante lo desaparecido. Bradbury
dota de ese sentimiento a sus personajes, a su obra: todavía no hemos alcanzado
Marte y ya parecemos haberlo perdido.
Cuando en 1955 Borges realizó el prologo al
libro (que en esta edición también se recoge), señaló dos narraciones: «La
tercera expedición», cuyo horror invita a la reflexión y cuestiona muchas de
nuestras certezas; y «El marciano», relato patético y triste que dice mucho en
contra de la necedad y el egoísmo terrestre. Yo destacaría algunas más: «Aunque
siga brillando la luna», todo un canto a las civilizaciones perdidas, aniquiladas
en pro de una supuesta modernidad y un progreso inclemente; «Los hombres de la
Tierra», tácito (creo) homenaje a Dostoievski y su fragmento sobre El Gran
Inquisidor —incluido en Los hermanos Karamavoz--; «Usher II», homenaje a
la literatura y a la capacidad de inventiva del ser humano, sin duda todo un
anticipio de su posterior Farenheit 451 (1953); la cómica —quizás
machista, sin duda ingenua— «Los pueblos silenciosos»; y la espeluznante y sentimental «Los largos
años», tan delicada como perfecta en su elaboración.
Lo más espeluznante es que el título que
Bradbury eligió para estos relatos tan delicados y formidables sea, hoy en día,
recordado por un programa televisivo de dudoso gusto. Lo mejor es que esta
paradoja ya estaba —al menos yo he tenido esa sensación al terminar el libro—
en las páginas de Bradbury: no hay antídoto contra la estupidez humana.
Crónicas marcianas
Editorial Minotauro.
265 páginas
No hay comentarios:
Publicar un comentario