Desde que Antonio Muñoz Molina (Úbeda,
1956) se costeara la edición de su primer libro —El Robinson urbano
(1984)— hasta la publicación de esta novela (que no es la más reciente) han pasado veintidós años. Durante
esas dos décadas, el autor andaluz ha ido acumulando premios —varias veces el
Nacional de Literatura y el de la Crítica; un premio Planeta; numerosos premios
en el extranjero— y aumentando su producción a un ritmo poco menos que
frenético: han sido 26 volúmenes los que han aparecido bajo su nombre. Una
cantidad nada desdeñable. En esos títulos encontramos doce libros —casi la
mitad de su producción— dedicados a compilaciones de artículos, reseñas,
conferencias y ensayos; otros dos títulos que recogen sendas colecciones de
cuentos; y por último, la obra novelística abarca doce tomos que van desde Beatus
Ille (1986) hasta El viento de la Luna (2006).
A pesar de todo ello (los números, desde
luego, abruman un poco), el seguidor de Muñoz Molina no dejará de advertir que
desde hace casi diez años —en concreto desde la aparición de Plenilunio
(1997)—, el escritor ha andado algo perdido. En otras palabras: podríamos decir
que no había publicado una novela “de verdad” hasta la aparición de la que
ahora nos ocupa. Ni Carlota Fainberg (1999) puede considerarse como tal
—y más teniendo en cuenta que es una ampliación bastante forzada (y nada
lograda) de un cuento de 1994; ni el ejercicio estilizado y retórico que es En
ausencia de Blanca (2000) consigue adquirir la categoría de novela
completa, redonda, sino más bien la de extenso relato fallido; ni, por
supuesto, mucho menos Sefarad (2001) que, presentada como «Novela de
novelas» no deja de ser un grupo de relatos, ambiciosos sí, pero lejos de poder
ser considerados como una novela “real”.
El pasado como salvación.
Si Plenilunio marcó el final de una
primera etapa claramente autobiográfica —que tuvo su culminación y cenit en Ardor
guerrero (1995)—, ofrecía también el inicio de un nuevo camino en la
producción novelística del escritor ubetense que, lamentablemente, no pareció
concretarse, que se quedó en una senda angosta y sin salida. Durante casi diez
años, Muñoz Molina ha ido dando palos de ciego, sin concretar esa nueva ruta
abierta tan genialmente. Tan perdido parece haber estado que, al final, ha
decidido volver la vista a su pasado y a su autobiografía, para recuperar el
Norte perdido. El viento de la Luna es el retorno a los orígenes —de
hecho la obra transcurre en 1969, por lo que podemos decir que es “anterior” a la acción de El jinete polaco
(1991)—, la búsqueda de unos asideros donde sostenerse, donde poder tomar el
oxígeno necesario para continuar: no es un paso adelante, sino una vuelta
(maravillosa, todo hay que decirlo) a la temática de sus primeras (y mejores)
novelas. Como el explorador que precisa regresar al punto de partida para
iniciar el nuevo viaje, así el escritor ha retornado a su hogar y a su
adolescencia. Más sabio y más dotado literariamente, claro; pero buscando
saldar la deuda que quizás no tenía pagada por completo y que le impedía hallar
otro camino y otra vía.
Inmovilidad vs. progreso
Mientras el Apolo XI se dirige hacia la Luna
y se posa en ella, el narrador —un adolescente de 13 años— descubre los cambios
de su organismo, el crecimiento de su cuerpo y su intelecto; describe la rutina
del ámbito rural en el que vive, las carencias de un país frente al logro
grandioso que el muchacho contempla en el televisor recién adquirido; los
rencores y los recuerdos de una guerra que tras 30 años de su conclusión
todavía vive y vivirá siempre en quienes la sufrieron... Pero sobre todo el retrato sentido y hermoso
del padre silencioso y sacrificado, mudamente orgulloso de los intentos de su
hijo para emerger y salir de la rutina anquilosada.
Días antes de la publicación de esta novela le comenté a mi amigo
Luis que Muñoz Molina iba a sacar otro título. Me miró muy serio —imagino que
al recordar los últimos proyectos del autor—, carraspeó y dijo: «Ya lo sé... y
temblando estoy». Pues no te preocupes Luis, cógela sin miedos ni temblores y
adéntrate en ella. Déjate llevar por su prosa larga y cadenciosa, advierte que
la historia va de menos a más (por lo que no te impacientes), disfruta de su
argumento tan lejano y, a un tiempo, tan cercano; y sobre todo deléitate en
esas últimas páginas finales, antológicas, que son un broche casi perfecto y
también una declaración de principios. Una pátina húmeda se me formó ante los ojos,
una pantalla acuosa que casi me impidió concluir las últimas líneas. ¿Qué más
se puede decir (pedir) de una novela si esta es hermosa y emotiva?
Antonio Muñoz Molina,
El viento de la Luna,
Ed. Seix Barral, 2006. 315 páginas.
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