Incluso lo bueno cansa. Así Georges
Simenon, buscando quizás un descanso lejos del París de Maigret, emprendió la
tarea de elaborar lo que él mismo denominó «novelas duras». Las señoritas de Concarneau, publicada
en 1936, supone el fruto de uno de esos momentos de descanso
"inter-Maigret". Rescatada por la editorial Tusquets, y dentro
del loable propósito de publicar la totalidad de la obra del escritor belga, la
novela no tiene desperdicio.
Como en otras ocasiones (cfr. Los hermanos Rico, El hombre que miraba pasar los trenes) Simenon realiza un retrato
magistral de unos personajes superados y vencidos por las circunstancias. La
descripción del ambiente define la intención crítica del autor: en una ciudad
costera, la familia más poderosa, los Guérec, está regida por la mano férrea de
dos solteronas: Françoise, la hermana mayor, y Céline, la menor. Junto a ellas,
timorato y pusilánime, el único varón de la casa, el hermano menor y también
soltero Jules, se muestra como un ser apocado y sin propia iniciativa;
condenado de por vida a obedecer y callar, vencido por el carácter dominador de
su hermana Céline; y quizás un poco acomodado a las atenciones que recibe. De
la familia ha logrado salir la hermana intermedia, Marthe, casada con el
secretario del comisario de policía, Émilie Gloaguen, un ambicioso trepador. He
aquí los personajes y el escenario del drama.
El ambiente es opresivo, regido por la
rutina y el horario férreo, inamovible; como si todo hubiera sido ya prefijado
incluso antes de nacer ellos: representan los últimos estertores de un modo de
vida y de pensamiento heredado de generación en generación. Pero un hecho
fortuito vendrá a cambiarlo todo de golpe: el torpe Jules atropella y mata al
niño Joseph Papin, dándose luego a la fuga. Comienza entonces una lucha
silenciosa: contra la astucia y las miradas de Céline, quien parece excavar en
la mente del débil Jules; contra los remordimientos por el hecho de sangre;
contra el ambiente que ahora parece más opresor, como si ese breve pero trágico
incidente hubiera abierto la caja de las tormentas... o una ventana por la cual
penetran aires nuevos de falsa libertad.
Jules, abrumado por la lástima y la culpa,
comienza a relacionarse con la familia del niño muerto: la madre, Marie
—soltera y curtida por los tragos amargos de la miseria—; el otro hijo, Edgard,
gemelo del finado, arisco e introvertido; Phillipe, el hermano de Marie, un
lastre para la familia, pues su atraso mental es una piedra más en el muro de
una familia marcada por la mala suerte.
Lenta e inexorablemente, con la sutileza
que lo caracteriza, Simenon va adentrándonos en esos dos hogares tan
diferentes: el de los Guérec, pudientes pero oprimidos por su propio poder, por
las apariencias; el de los Papin, míseros pero libres, con una ética que a
veces raya en la crueldad, pero conscientes de que la vida es un arduo camino
repleto de abrojos y vericuetos. En medio, y casi sin rumbo, Simenon nos coloca
la figura trágica y casi cómica de Jules, una parodia bufa de Raskólnikov: su
lástima ha creado en él la creencia de un amor apasionado hacia Marie, que
contrasta con la indiferencia (¿o desprecio?) de ésta.
No desvelaremos más. Lejos de las novelas
protagonizadas por Maigret, Simenon no dará un giro final que revele todo el
misterio: porque, a la postre, no hay misterio que revelar... sólo el de la
vida y los hombres. Termina uno de leer la novela y advierte que todo ha tenido
una lógica tan aplastante como dramática. En la década de 1930, cuando fue
pergueñada y escrita, tal vez pasara desapercibida. Hoy es un testimonio
evidente del fin de una época y de la gente que la habitó: dispar, enfrentada,
irreconciliablemente dividida...humana, demasiado humana.
George Simenon,
Las señoritas de Concarneu,
Tusquets Editores, 169 págs.
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