OCTUBRE
1
Apenas había corrido doscientos
metros desde que el sol se había escondido, cuando las farolas se encendieron
delimitando una avenida recta y ancha, tan larga que parecía interminable.
Dos o tres tardes por
semana Mónica Navarro realizaba el mismo recorrido: era cómodo, pues consistía
en dar cuatro vueltas al polígono industrial, sin subidas ni bajadas,
completamente llano. En una ocasión lo había hecho en bicicleta y el
cuentakilómetros marcó un kilómetro y seiscientos metros por vuelta.
—Hola.
—Adiós.
Se había cruzado con
otro corredor. Mónica tenía diecisiete años y el hombre podría tener la edad de
su padre. No era la primera vez que lo veía. Siempre se saludaban.
Conforme la noche fue
ganando terreno, el frío aumentó. Llevaba ya dos vueltas cuando escuchó
zancadas y respiraciones a su espalda, aproximándose a un ritmo constante.
Cuando quiso girar la cabeza ya era tarde:
—¡Venga, mujer, que
pareces cansada! —dijo el hombre del chándal azul marino. Tendría algo más de
cuarenta años y estaba casi calvo.
Lo acompañaba otro
individuo —rubio, más joven y también más atractivo— que se limitó a sonreírle
y la saludó con un escueto “Hola” entrecortado por la fatiga. Los tres se
detuvieron, aunque trotaban sin moverse del sitio y mantenían el ritmo de sus
respiraciones.
—¿Qué tal? —saludó
Mónica.
Desconocía el nombre
de los dos corredores, pero cuando los encontraba por las tardes siempre se
detenía a intercambiar con ellos unas pocas palabras. El gusto por el deporte
era el único lazo que los unía.
—Anteayer no viniste,
muchacha —dijo el más joven. Era muy atractivo y Mónica siempre había pensado
que la miraba de un modo especial.
—Estoy de exámenes,
bueno… estaba, porque hoy he hecho el último. ¡Por fin!
—¿Y qué tal?
—preguntó el más viejo.
Sudaba copiosamente y
lucía una cinta en la frente para que el sudor no se le metiese en los ojos.
Iba muy abrigado. La barriga subía y bajaba constantemente. Mónica supuso que
querría adelgazar, pero hacía muchos meses que lo veía siempre igual.
—No sé. Creo que
bien, pero habrá que esperar a que a los profesores les apetezca corregirlos.
—Inspiró dos bocanadas de aire con tanta fuerza que le aguijonearon el pecho.
Lanzó una sonrisa al rubio—. Tenía ganas de quemar toxinas y de despejarme un
poco después de tantos días sentada, pelándome los codos.
—Te dejamos, guapa
—zanjó el más viejo e hizo una seña al otro para continuar.
Se despidieron y ella
siguió corriendo a su ritmo. Tras cada zancada comprobaba cómo los dos hombres
le ganaban terreno. Los vio girar a la izquierda en el primer cruce; cuando
ella llegó allí continuó en línea recta.
Había completado ya
tres vueltas e iniciaba la cuarta cuando el coche la sobrepasó. Era un
todoterreno oscuro. Le llamaron la atención los tapacubos limpios y relucientes,
brillando bajo la luz de las farolas. El vehículo marchaba muy lentamente, como
si buscase la localización exacta de alguna fábrica o de alguna calle y no
consiguiera encontrarlas. El automóvil dobló a la derecha y, aunque desapareció
de su vista, Mónica supo que se había detenido porque escuchó el sonido de los
frenos y apreció el reflejo rojo de las luces traseras. Sintió más desconfianza
que miedo y no aminoró el ritmo de su carrera. Pasó por el cruce en línea recta
y comprobó que no se ha había equivocado: el todoterreno estaba parado, con las
luces encendidas y el motor en marcha. Aceleró el ritmo, pero una voz la obligó
a girar la cabeza.
—¡Muchacha, oye, por
favor! —Era una mujer quien hablaba. Estaba de pie, junto al coche. Mónica
redujo el ritmo hasta detenerse—. Por favor, joven, ¿podrías ayudarme?
La mujer llevaba
gafas y tenía el pelo tan canoso que parecía cubierto de nieve. A Mónica le
recordó a una ilustración de la abuelita de Caperucita Roja que había visto en
un cuento. Sostenía en la mano derecha un papel que agitaba como el soldado que
pide una tregua.
Mónica desanduvo el
camino y se acercó al coche.
—Buenas tardes
—saludó la anciana.
—Hola. —La muchacha
trotaba sin moverse del sitio, manteniendo el ritmo de su respiración—. ¿Busca
algo?
—Sí, sí, ¿podrías
ayudarme, por favor?
La mujer le alargó el
papel y, al leerlo por primera vez, Mónica creyó estar soñando.
—¿Cómo? —preguntó,
indecisa, como si alguien hubiera detenido el mundo sin avisarla y al despertar
hubiera aparecido en otro lugar o en otro tiempo.
Parpadeó para centrar
mejor la mirada y leyó de nuevo el papel que la mujer le ponía delante de los
ojos. Se sintió confusa. Sólo había dos palabras escritas con letras
mayúsculas, claras y bien visibles en el centro de la hoja en blanco:
MÓNICA NAVARRO
—¿Eres tú? —preguntó
la anciana, y ahora su sonrisa de abuelita de cuento infantil se había
transmutado en la mueca del Lobo Feroz.
—Sí, pero…
Y ya no pudo
continuar.
Sintió el golpe en la
cabeza, encima de la oreja derecha. Luego vino el agudo pinchazo del dolor, y
el suelo ascendió hacia su rostro a velocidad de vértigo. Después todo se
volvió negro y silencioso.
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