Hasta la fecha y
después de más de un centenar de reseñas, nunca había utilizado esta página
para criticar negativamente un libro. Aquellos que me han ido siguiendo durante
todos estos meses habrán advertido que siempre he utilizado las palabras para
recomendar la lectura de un libro. Ahora es ya de emplear este espacio para NO
recomendar un libro. Y que nadie crea que disfruto con ello: sé lo que cuesta
escribir una novela; incluso las malas
novelas requieren un esfuerzo y un gasto de tiempo y de energía. Lo que sucede
es que he terminado la lectura de El
jilguero, de Donna Tartt, y me he sentido tan estafado, tan engañado que he
decidido volcar mi impotencia.
Supe de esta
novela hace mucho tiempo, puesto que salió publicada en EE.UU. a finales de
2013. Al poco tiempo los reseñistas y críticos más prestigiosos comenzaron a
hablar de ella. Confieso que no había oído hablar nunca de su autora, Donna
Tartt; aunque esta novela era la tercera que publicaba tras El secreto y Un juego de niños. Lo que más me sorprendió de la obra, antes ni
siquiera de tenerla y de comenzar a leerla, fue que habían transcurrido once
años desde la anterior novela. ¡Bueno!, me dije. Al fin un autor que se tomaba
su tiempo: con esos mimbres, pensé, la obra no puede ser mala. Lo cierto es que
estamos demasiado acostumbrados a la literatura ligera, a que los autores (no
todos, por fortuna) publiquen un libro casi anualmente. Y sé que la escritura
de una novela requiere tiempo: no es algo que se solvente en unos meses.
En fin, que
busqué, encontré y compré la novela en su original, en inglés, The Goldfinch. Comencé a leerla a
principios del verano pero bien por otros compromisos, bien porque el lenguaje
comenzaba a hacérseme difícil, o bien… por alguna cosa que ya no recuerdo, la
abandoné tras concluir el capítulo 3: 134 páginas de un orignal de 864. Lo que
había leído me había gustado. No me había entusiasmado, es cierto; pero me
había parecido que entraba dentro de las expectativas que había imaginado
cuando la compré: La madre de Theo, el protagonista, muere en un ataque
terrorista a un museo; el muchacho, que está junto a ella, sobrevive y, en la
confusión creada por la explosión roba el pequeño cuadro que da nombre al
libro, obra de un autor holandés del siglo XVII; un anciano moribundo, entre
los escombros, le da una sortija y le pide que la lleve a una dirección; el
muchacho, tras unos días traumáticos, se decide por fin y acude a aquella dirección…
Hace una semana me
decidí a tomar el libro de la biblioteca, en su versión castellana (cuyo
volumen había aumentado con respecto al original inglés: 1.143 páginas). Y hoy,
hace unas horas, he llegado finalmente a la última página. ¿Y saben que les
digo…?
Que más allá del
capítulo 4, no vale la pena continuar: la acción es lenta hasta decir ¡basta!,
repetitiva, sin tensión, aburrida. En muchos momentos echaba un vistazo rápido
a las páginas y las pasaba porque no había nada en qué detenerme. La autora
parece sufrir de diarrea verbal y no tiene ningún reparo en restregárnosla por
la cara. Como muestra este pequeño botón. Un diálogo que, quizás, en una novela
negra intensa, concisa, rabiosa, tendría sentido:
—Ah. Y ella es la
que…
—Sí.
—¿Lo admitió?
—Sí.
—Y por eso no etás
con ella ahora. Estás irritado.
—Más o menos.
Boris se pasó una
mano por el pelo.
—Bueno, debes ir a
hablar con ella.
—¿Por qué?
—Porque tenemos
que irnos.
—¿Irnos? ¿Por qué?
—Porque necesito
que vengas conmigo.
—¿Por qué?
Vamos, de lo más
trascendental. Sobre todo cuando este diálogo (y otros por el estilo o peores)
aparece en la página 924… ¡Toma ya! Escribir por escribir, llenar páginas por
llenarlas. ¿No trabajará a peso la señora Donna Tartt?
Tengo una máxima que siempre empleo al leer
un libro: cuando termino el libro me pregunto: si este libro estuviera firmado
no por Donna Tartt (o por otro autor de prestigio), sino por un tipo llamado
Pepe Payá… ¿estaría publicado? ¿Y saben que les digo? Que si yo hubiera ido con
un manuscrito de más de mil páginas a cualquier editorial… no lo hubieran ni
abierto.
Soy consciente de que en todas las novelas
—por pequeñas, breves o perfectas que sean— siempre sobran algunas páginas,
algunos momentos. Si en la inconmensurable Pedro
Páramo (apenas 100 páginas), de Juan Rulfo, sobran algunos momentos…
¡¡imagínense las páginas que pueden sobrar en una novela que sobrepasa las
1.000!! ¡¡Tela marinera!!
Porque la novela no tiene nada salvo una
sucesión de pocos personajes (encima) de los que apenas se salvan algunos (por
resultar simpáticos al lector: yo salvaría a Herbie y, quizás, a Pippa… pero no
sé.). Theo, el protagonista, es un pijo con dinero a espuertas, que vive en
Nueva York y que se hincha a pastillas y a cocaína… Qué quieren qué les diga: un
personaje antipático con el que me une menos que nada y con el que, desde
luego, no tengo ningún tipo de afinidad. Me parece un tipo plenamente urbano
que debe de ser intersante para los urbanitas neoyorkinos como él… o quizás ni
eso. Su amigo, Boris, es otro que tal: otro niñato pastillero, borracho y
totalmente plano.
Lo que más me jode de toda la novela son
las contraportadas: «No se trata solo de suspense y de intriga [que no hay por
ningún lado; y por tanto “no se trata” de eso, claro]… Donna Tartt ha creado
una novela gloriosa que nos devuelve el placer intenso y compulsivo de la
lectura», dice un crítico del New York
Times. “Una obra maestra”, exclama The
Times. “Soberbia”, dice el Daily Mail.
“Un triunfo”, aporta Stephen King. Incluso se le concede el premio Pulitzer a
la mejor obra de ficción de 2014. En fin, dos cosas: o todos estos críticos han
leído otra novela y no la que yo he leído; o simplemente no la han leído…
Y tampoco voy a insistir más… Si la
encuentran por algún sitio, ni caso. Busquen otra novela que seguro que les
llenará más y, desde luego, no les dejará la sensación de haber perdido una
semana de su vida leyendo una historia mínima alargada como un chicle yanqui.
En una entrevista, la autora comenta que sus escritores favoritos son Dickens y
Stevenson. Y yo me digo que Dickens ni siquiera se hubiera molestado en
escribir sobre los (no) problemas de un yonqui estúpido de Manhattan; y que
Robert Louis Stevenson hubiera hecho con este material una relato de poco más
de veinte páginas que se hubiera convertido en una pieza maestra de la
consición y del estilo. En cambio, nos tenemos que conformar con una operación
publicitaria: no he leído las gilipolleces de Grey y sus sombras, pero seguro
que no serían tan aburridas.
Ya las mil y pico páginas asustan, y no porque no haya leído novelas largas (hay algunas que merecen la pena). Pero lo más inquietante es la campaña de publicidad que se esconde tras este libro. Cuántos debe de haber así en el mercado. La invasión de los bodrios.
ResponderEliminarUn abrazo.