La historia que vamos a narrar
comenzó hace más de un cuarto de siglo —el muchacho tenía entonces once años—;
pero igualmente pudiera haber ocurrido hace una década o quizás a finales de la
semana pasada. (Ruego para que siga ocurriendo mientras escribo estas líneas).
El chaval había decidido comprar la nueva colección de novelas que ponía a la
venta la editorial Bruguera, el Club del Misterio se
llamaba. Había visto el anuncio en su televisor en blanco y negro (el color
solo llegó al hogar con el Mundial de España). La primera entrega la
conformaban dos títulos —Cosecha roja de Hammett y Las
aventuras de Sherlock Holmes de Conan Doyle— y costaba 75 pesetas. Su
paga semanal era sólo de 35 pesetas (más otros cinco duros para ir al cine),
conque el muchacho se privó aquella semana de ver la película y, además, tuvo
que pedir dinero a sus abuelos.
Ese jueves por la tarde —era el día señalado por la
editorial para sacar a la venta su colección— el muchacho corrió como una bala
desde el colegio hasta la papelería de la calle Mayor. Tuvo que esperar todavía
unos minutos en la puerta, ansioso, ilusionado, hasta que abrieron la librería.
Habían recibido la nueva colección de Bruguera, por supuesto; había llegado esa
misma mañana, todavía les quedaban unos ejemplares. El chaval los compró y
comunicó su intención de seguir adquiriéndolos todas las semanas, sin falta.
Aún no lo sabía, pero aquella colección iba a marcar su vida. Puntualmente,
cada jueves, el muchacho compraba los ejemplares y los iba alineando en sus
todavía vacíos estantes. Comentó a sus padres el propósito de completar la
colección, y no pusieron mucho reparo en aumentarle la asignación: el precio
del libro más la entrada al cine más tres duros para comprar pipas Carrancha u
otras chucherías. Lo cierto es que tratándose de libros, nunca hubo problemas
en casa.
Las novelas tenían formato de revista y estaban escritas a dos
columnas, salpicadas por algún dibujo. En el fondo de las portadas se
alternaban los colores: rojo, amarillo, azul, marrón y verde. Las ilustraciones
—que todavía conserva y gusta de enseñar a sus amistades— eran geniales,
impactantes a veces, otras más sutiles, obras en su gran mayoría de Isidre
Monés y, esporádicamente, de Ricard Fané. Cada ocho números debía comprarse
unas tapas duras, imitación madera, con las que se encuadernaban los
ejemplares.
Era imposible leer todas las novelas que recogía cada
semana; tampoco —por aquel entonces— le interesaban todos los títulos. Sus
exiguas estanterías fueron llenándose de colorido y de autores que, a sus once
años, le decían bien poco —andando el tiempo serían en algunos aspectos las
piedras angulares de su formación literaria—: a Hammett y Doyle le siguieron
Ellery Queen, Chandler, la Highsmith y la Christie, Stanley Gardner y su Perry
Mason, Hadley Chase, Cain, Rex Stout y su orondo Nero Wolfe, Chesterton —que
desde entonces pasaría a ser uno de sus autores de cabecera—, McCoy, Fredric
Brown, Le Carré, Japrisot, Van Dine —otra de sus obsesiones—, Dickson Carr,
Ross MacDonald y Jim Thompson, por citar algunos de los más de un centenar que
enriquecieron la adolescencia y la juventud de nuestro protagonista. Todavía
recuerda cómo leía 1.280 almas de Jim Thompson a
escondidas, temiendo ser sorprendido por sus padres mientras devoraba con los
ojos una historia sórdida y horrible repleta de escenas de sexo y salpicada de
palabras obscenas.
Durante el bachillerato —y más tarde en los años
universitarios— los profesores lo enriquecieron con “las grandes obras de la
literatura universal”, pero nunca abandonó el placer de aquellas novelas, la
pátina oscura de las páginas que proclamaban la no muy buena calidad de la
impresión, los dibujos llamativos, impactantes, el tacto rugoso de las hojas,
las tramas atroces salpicadas de crímenes y enigmas, de nombres extranjeros y
extraños que servían para espolear su imaginación.
Las preferencias del muchacho muy pronto salieron a la luz: la
“novela negra” americana —o incluso francesa o italiana, que también estaban
representadas— no le atraía; tampoco le entusiasmaban las novelas de
crímenes-aventuras (los hoy denominados thrillers) al estilo de
Charles Williams o Dick Francis, ni las folletinescas de Edgar Wallace. Lo que
en verdad le gustaba era la novela-problema: Conan Doyle estaba en el centro y
los vértices del cuadrado lo formaban Ellery Queen, S. S. Van Dine, Dickson
Carr y Agatha Christie.
El Club del Misterio reunía
en sus títulos todos los subgéneros de novela de misterio: la novela-enigma, la
novela de folletín y aventuras, el enigma victoriano, la genuina novela negra
de comienzos del siglo XX, el thriller policiaco de las
décadas de 1960 y 1970. Y, aunque su nómina se decantaba preferentemente por
los escritores de habla inglesa, allí estaban también representados los autores
italianos (Scerbanenco), los franceses (Simenon), los argentinos (Borges y Bioy
Casares), incluso los suecos (el matrimonio formado por Maj Sjöwall y Per
Wahlöö).
Hay momentos que el muchacho no podrá olvidar nunca:
leía ¿Acaso no matan a los caballos? de Horace McCoy en el
coche cuando sintió el golpe y vio el morro del vehículo aplastado contra la
pared; todavía siente el desasosiego cuando recuerda cómo se fue a jugar el
fútbol con los amigos y dejó olvidado Goldfinger de Ian
Fleming junto al palo de la portería —en casa lo recordó y corrió como un loco
hasta que lo recuperó—; la tarde veraniega en que leyó de un tirón Diez
Negritos; o los últimos días de Séptimo de EGB, en su colegio de Biar,
cuando los maestros les permitían leer lo que quisieran o dibujar: era junio de
1983 y él leía con un ansia casi febril El asesino vive en el 21 de
S. A. Steaman.
En abril de 1984 la colección había alcanzado ya la nada
despreciable cifra de 140 títulos. Su precio se había más que duplicado
—ascendía a 175 pesetas— y habían cambiado el diseño de la portada, que ahora
se presentaba con colores negros y rojos, y en lugar de un dibujo empleaban una
fotografía retocada. Decidió no comprar más. El secreto del alfiler de
Edgar Wallace, número 144, que apareció en el mes de mayo de 1984, fue el
último ejemplar que adquirió.
Hoy forman trece tomos y algunas novelas sueltas. Son las
joyas de su biblioteca, y le gusta mostrárselos a sus invitados. La mayoría de
ellos no comprende su emoción ni advierte el brillo de sus ojos. Quizás el
muchacho —que ya es un hombre— los sobrestime demasiado.
Por aquellos años hubo otras editoriales que iniciaron
también colecciones de novela policiaca, o cuanto menos de misterio o terror.
En 1982 la editorial Forum creó Círculo del Crimen. También Forum
lanzó en 1983 la Biblioteca del Terror. En 1986 Ediciones Versal
inició con Elmore Leonard su colección Crimen & Cía.
No hay que ser un genio ni un gran aficionado a la novela
policiaca para adivinar (y acertar) que aquel muchacho es el adulto que escribe
estas líneas. Hay quien, inexplicablemente, se vuelve loco por las carreras de
Fórmula 1 (a mí, debo decirlo, me aburren), o por la música de cualquier tipo,
o por los juegos de rol, o por los deportes más exóticos. Incluso hay quien
colecciona los más variopintos objetos: vitolas de puros, etiquetas de vino,
cajas de cerillas, paquetes de cigarrillos, sobres de azúcar... Otros dedican
parte de su tiempo a buscar y coleccionar cosas tan imposibles de hallar como
saleros que funcionen bien, películas románticas de Steven Seagal o ciclistas
que cumplan las normas de circulación.
El niño que inició nuestra
historia —y al que muy bien pudimos haber llamado Pepito— fue creciendo,
aprendiendo nuevas cosas, olvidando la inocencia de la infancia. Ahora, aunque
suelen llamarlo Pepe o a veces sólo “¡eh, tú!”, sigue apasionándose con un
libro en la mano, vuelve a ser Pepito cada vez que encuentra, compra y lee una
buena historia de misterio.
Nadie sabe qué razón nos empuja
a preferir una cosa y a rechazar otra.
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